Capítulo 1

Soplaba una fría brisa propia del mes de diciembre. Theresa Osborne tenía los brazos cruzados mientras miraba hacia la lejanía por encima del agua. Cuando llegó, hacía ya un rato, todavía quedaban unas cuantas personas caminando por la orilla, pero ya se habían ido todas al advertir que el cielo se estaba nublando. Ahora se encontraba sola en la playa, observando todo lo que había a su alrededor. El océano reflejaba el color del cielo, y parecía acero líquido, mientras las olas morían en la orilla con una cadencia regular. Las gruesas nubes cada vez estaban más bajas, y la niebla empezaba a espesarse, de manera que ahora resultaba imposible distinguir el horizonte. En otro lugar, en otro momento, habría podido sentir la majestuosidad de la belleza que la rodeaba, pero mientras estaba allí, de pie en la playa, se dio cuenta de que no sentía nada en absoluto. Por decirlo de algún modo, era como si sintiera que en realidad no estaba en esa playa, como si todo fuera tan solo un sueño.

Había conducido hasta allí por la mañana, aunque apenas recordaba nada del trayecto. En el momento en que decidió viajar hasta aquel lugar, había planeado quedarse a pasar la noche. Había hecho los preparativos necesarios y estaba deseando pasar una noche fuera de Boston, pero, al observar los remolinos que hacían las aguas agitadas, se dio cuenta de que en realidad no quería quedarse. Volvería a casa en cuanto hubiera hecho lo que tenía que hacer, aunque se le hiciera tarde.

Cuando sintió que estaba lista, Theresa empezó a caminar poco a poco hacia la orilla. Bajo el brazo llevaba una bolsa que había preparado cuidadosamente aquella mañana. Comprobó que no había olvidado nada. No le había dicho a nadie lo que llevaba en esa bolsa, ni lo que se proponía hacer ese día. En lugar de eso, había explicado que iba a hacer las compras de Navidad. Era la excusa perfecta y, aunque estaba segura de que, de haber dicho la verdad, todos lo hubieran entendido perfectamente, no quería compartir aquel viaje con nadie. Había empezado ella sola, y deseaba concluir todo aquello del mismo modo.

Suspiró y echó un vistazo al reloj. Muy pronto empezaría a subir la marea, y entonces por fin sería el momento. Buscó un lugar cómodo para sentarse, sobre una pequeña duna. Se acomodó en la arena y abrió la bolsa. Rebuscó entre su contenido y encontró el sobre que estaba buscando. Tomó aire y lo abrió poco a poco.

En su interior había tres cartas cuidadosamente dobladas, que había leído más veces de las que podía recordar. Las sostuvo entre sus manos, observándolas con atención, mientras seguía sentada en la arena.

En aquella bolsa había otras cosas, pero todavía no estaba preparada para prestarles atención, así que siguió concentrada en las cartas. Su autor había utilizado una pluma, que debía de perder tinta, pues el escrito presentaba varios borrones. El papel de cartas, con un dibujo de un velero en la esquina superior derecha, empezaba a perder color: el paso del tiempo lo desdibujaba. Sabía que había de llegar un día en el que sería imposible leer aquellas palabras, pero albergaba la esperanza de que tras ese viaje no sentiría la necesidad de leerlas tan frecuentemente.

Cuando acabó de mirarlas, volvió a introducirlas en el sobre con el mismo cuidado con el que las había extraído. Una vez que hubo devuelto el sobre a la bolsa, volvió a observar la playa. Desde donde estaba sentada podía ver el lugar donde había empezado todo.

Recordó que había salido a correr al alba. Podía evocar aquella mañana de verano con claridad. Era el comienzo de un bonito día. Mientras contemplaba el mundo a su alrededor, pudo oír los graznidos agudos de las golondrinas de mar y el murmullo de las olas al lamer la orilla. Aunque estaba de vacaciones, se había levantado temprano para correr sin tener que esquivar a los veraneantes. Dentro de unas pocas horas, la playa estaría atestada de turistas tumbados en sus toallas bajo el cálido sol de Nueva Inglaterra. Cape Cod siempre estaba lleno de gente en aquella época del año, pero la mayoría de los veraneantes solían levantarse un poco más tarde, por lo que en aquel momento podía disfrutar de la sensación de correr sobre la arena dura y lisa que había dejado la marea. A diferencia de las aceras por las que corría habitualmente, la arena cedía lo justo para que las rodillas no le dolieran, como le pasaba a veces después de correr sobre el asfalto.

Siempre le había gustado correr; era un hábito que había adquirido en el instituto, cuando participaba en las carreras de atletismo y de campo a través. Aunque ya no competía y rara vez cronometraba sus salidas, al salir a correr sentía, como ya en pocas ocasiones, que podía estar a solas con sus pensamientos. Entonces tenía tiempo para meditar; por eso le gustaba correr sola. Nunca había podido entender a la gente que prefería hacerlo acompañada, en grupos.

A pesar de lo mucho que quería a su hijo, estaba contenta de que Kevin no estuviera con ella. Todas las madres necesitan desconectar de vez en cuando, y ella se había propuesto relajarse mientras estuviera allí. Nada de partidos de fútbol ni de competiciones de natación por las tardes, ni la MTV como ruido de fondo, ni tendría que ayudarle a hacer los deberes o levantarse en mitad de la noche para consolarle cuando le daban calambres en las piernas. Le había llevado al aeropuerto hacía tres días para que subiera a un avión con destino a California, donde vivía su padre, el ex de Theresa. Solo cuando ella se lo recordó, Kevin se dio cuenta de que no le había dado ni un abrazo ni un beso de despedida.

—Perdona, mamá —dijo, mientras la rodeaba con sus brazos y le daba un beso—. Te quiero. No me eches mucho de menos, ¿vale? —Después se dio media vuelta, le dio el billete a la azafata y se dirigió casi dando brincos hacia el avión, sin mirar atrás.

No le tenía rencor porque casi hubiera olvidado despedirse. Con sus doce años, estaba pasando por esa edad difícil en la que los niños piensan que abrazar y besar a su madre en público no es «guay». Además, tenía la cabeza en otras cosas. Desde Navidad estaba deseando hacer aquel viaje. Su padre le llevaría al Gran Cañón, después pasarían una semana haciendo rafting por el río Colorado, y por último irían a Disneyland. Era el viaje de los sueños de cualquier niño, y Theresa se alegraba por él. A pesar de que no volvería hasta al cabo de seis semanas, sabía que era bueno que Kevin pasara algún tiempo con su padre.

Theresa y David mantenían una relación relativamente buena desde que se habían divorciado hacía tres años. Aunque no había sido el mejor marido del mundo, era un buen padre. Nunca se olvidaba de enviar un regalo de cumpleaños o de Navidad, llamaba todas las semanas y cruzaba todo el país varias veces al año para pasar unos cuantos fines de semana con su hijo. Y por supuesto, las visitas establecidas por el juez: seis semanas en verano, una de cada dos Navidades y la semana de vacaciones escolares de Semana Santa. Annete, la nueva mujer de David, estaba muy ocupada con su bebé, pero Kevin se sentía a gusto con ella, y nunca había vuelto a casa enojado o sintiéndose ignorado. Al contrario, solía relatar entusiasmado las visitas a su padre y lo bien que se lo había pasado. A veces ella sentía una punzada de celos, pero hacía todo lo posible para disimularla ante Kevin.

Ahora, en la playa, Theresa corría a buen ritmo. Deanna la esperaría hasta que acabase de correr, antes de desayunar. Sabía que Brian ya no estaría en casa, y Theresa estaba deseando salir a pasear con ella. Eran una pareja mayor, ambos tenían casi sesenta años, pero Deanna era su mejor amiga.

Era la editora jefe del periódico para el que trabajaba, y desde hacía años viajaba a Cape Cod con su marido. Siempre se alojaban en el mismo lugar, la casa Fisher. Cuando se enteró de que Kevin pasaría gran parte del verano en California con su padre, insistió en que Theresa los acompañara.

—Brian va a jugar al golf todos los días, y me gustaría tener compañía —arguyó—. Además, ¿qué vas a hacer, si no? Tienes que salir de tu apartamento de vez en cuando.

Theresa sabía que tenía razón y, después de pensárselo unos días, aceptó.

—Estoy tan contenta —había dicho Deanna, con una expresión victoriosa—. Te va a encantar.

Theresa tuvo que admitir que era un lugar precioso. La casa Fisher era la antigua residencia de un capitán de barco, restaurada con buen gusto y situada en el borde de un acantilado rocoso con vistas a la bahía de Cape Cod. Al distinguirla a lo lejos, Theresa bajó el ritmo. A diferencia de los jóvenes que aceleraban al acercarse a su destino, ella prefería reducir la intensidad y tomárselo con calma. A sus treinta y seis años, ya no se recuperaba tan rápido como antes.

A medida que la respiración se iba normalizando, Theresa empezó a plantearse qué haría el resto del día. Había llevado consigo los cinco libros que había querido leer durante el pasado año, sin haber encontrado el momento. Tenía la sensación de que ya no tenía tiempo para nada, entre Kevin y su inagotable energía, las tareas del hogar y el trabajo que se amontonaba constantemente en su escritorio. Era columnista del Boston Times y trabajaba siempre bajo presión para poder publicar tres columnas a la semana. Muchos de sus compañeros pensaban que lo tenía fácil: solo tenía que escribir trescientas palabras y tenía el resto del día libre; pero no era así de ninguna manera. Ya no resultaba fácil ser constantemente original al escribir sobre la educación de los hijos, en especial si quería seguir publicando en varios medios. Su columna «Educación infantil moderna» ya aparecía en sesenta periódicos de todo el país, aunque la mayoría de ellos solo publicaban una o dos de sus columnas en una semana concreta. Y como solo hacía dieciocho meses que había empezado a recibir ofertas de colaboración, y por tanto era una recién llegada en muchas publicaciones, no podía permitirse ni siquiera unos pocos días libres. El espacio para columnas en la mayoría de los periódicos era extremadamente limitado, y cientos de columnistas se disputaban aquellas escasas oportunidades.

Theresa redujo la marcha a un paso tranquilo y se detuvo al ver una golondrina de mar que sobrevolaba en círculos por encima de su cabeza. Había mucha humedad y se llevó el antebrazo a la cara para secarse el sudor. Respiró profundamente, retuvo el aire un momento y espiró antes de mirar hacia las aguas. Puesto que era temprano, el océano todavía presentaba un color gris opaco, que cambiaría cuando el sol empezara a subir. Tenía un aspecto tentador. Enseguida se quitó las zapatillas deportivas y los calcetines, y se dirigió a la orilla para dejar que las pequeñas olas le lamieran los pies. El agua resultaba refrescante. Pasó varios minutos caminando arriba y abajo por la orilla. De pronto se sintió satisfecha de haberse tomado el tiempo necesario para escribir unas cuantas columnas adicionales durante los últimos meses, por lo que ahora podía permitirse olvidar el trabajo durante esa semana. No recordaba cuándo había sido la última vez que no había tenido un ordenador cerca, ni una reunión a la que asistir, ni un plazo que cumplir, y el hecho de abandonar el escritorio durante unos cuantos días era una sensación liberadora. Casi se sentía como si volviera a tener su propio destino bajo control, como si se le ofreciera un nuevo comienzo en el mundo.

Cierto, era consciente de que tenía un montón de cosas pendientes por hacer en casa. Las paredes del baño necesitaban una renovación, había que enmasillar los agujeros de los clavos, y al resto del apartamento no le irían mal unos cuantos retoques. Hacía un par de meses que había comprado papel pintado y un poco de pintura, barras para las toallas y pomos de puertas, y un nuevo espejo de tocador, así como todas las herramientas que necesitaba, pero ni siquiera había abierto los paquetes. Siempre quedaba pendiente para el próximo fin de semana, pero sus fines de semana los tenía tan ocupados como sus días laborables. Los materiales que había comprado seguían dentro de las bolsas en las que los había llevado a casa, detrás de la aspiradora, y cada vez que abría la puerta del armario, parecían reírse de sus buenas intenciones. Quizá cuando regresara a casa, pensó para sí misma…

Volvió la cabeza y vio a un hombre de pie, un poco más allá, en la playa. Era mayor que ella, de unos cincuenta años, y su rostro estaba muy moreno, como si viviera allí todo el año. No parecía moverse, simplemente estaba de pie en el agua y dejaba que las olas le acariciaran los pies. Theresa se dio cuenta de que tenía los ojos cerrados, como si estuviera disfrutando de la belleza del mundo sin necesidad de mirarla. Llevaba unos vaqueros desteñidos, remangados hasta las rodillas, y una camisa holgada que no se había molestado en meter por dentro de los pantalones. Al observarlo, de pronto deseó ser una persona diferente. ¿Cómo debía de ser caminar por la playa sin ninguna preocupación? ¿Cómo sería estar en un lugar tranquilo cada día, lejos del ajetreo y el bullicio de Boston, para apreciar simplemente lo que la vida tenía que ofrecer?

Se adentró en el agua un poco más para imitar a aquel hombre, con la esperanza de sentir lo mismo que él. Pero, al cerrar los ojos, solo podía ver a Kevin. Dios sabía que deseaba pasar más tiempo con él, y que sobre todo quería ser más paciente cuando estaban juntos. Quería ser capaz de sentarse a hablar con él, o de jugar los dos al Monopoly, o simplemente ver la televisión juntos sin sentir la necesidad de levantarse del sofá para hacer algo más importante. En ocasiones se sentía como un poco falsa cuando repetía a Kevin que él siempre ocupaba el primer puesto y que la familia era lo más importante que iba a tener en el mundo.

Pero el problema era que siempre tenía algo que hacer. Lavar los platos, limpiar el baño, vaciar el cajón del gato; el coche exigía su revisión, había que hacer la colada y pagar las facturas. Aunque Kevin ayudaba mucho en las tareas de casa, también estaba casi tan ocupado como ella con la escuela, amigos y otras actividades. Hasta tal punto que las revistas iban a parar a la basura sin haberlas leído, las cartas quedaban sin respuesta; a veces, en momentos como aquel, le preocupaba la sensación de que se le estaba escapando la vida.

Pero ¿cómo podría cambiar las cosas? Su madre siempre le decía: «Afronta los días de uno en uno», pero ella nunca había tenido que trabajar fuera de casa, ni que criar a un hijo fuerte y seguro de sí mismo, aunque también cariñoso, sin la ayuda de un padre. No entendía las presiones a las que Theresa debía hacer frente día a día. Tampoco podía entenderla su hermana pequeña, Janet, quien había seguido los pasos de su madre. Estaba felizmente casada desde hacía casi once años y tenía tres hijas maravillosas que eran buena prueba de ello. Edward no era un hombre brillante, pero era honesto, trabajaba con ahínco, y podía cubrir las necesidades de su familia sin que Janet tuviera que trabajar. En ocasiones, Theresa pensaba que tal vez le gustara tener una vida similar, aunque eso significara abandonar su carrera.

Pero eso no era posible. No desde que se había divorciado de David hacía tres años, cuatro si contaba el año que estuvieron separados. No odiaba a su exmarido por lo que había hecho, pero el respeto que había sentido hacia él se había esfumado. El adulterio, ya fuera de una sola noche o de una aventura más larga, era algo que no podía aceptar. Tampoco le había hecho sentirse mejor que David no se casara con la mujer con la que había estado viéndose durante dos años. La confianza se había quebrado de manera irreparable.

David regresó a su ciudad natal en California un año después de su separación, y había conocido a Annette pocos meses más tarde. Su nueva mujer era muy religiosa y poco a poco había conseguido que él se interesara por la religión. A Theresa siempre le había parecido que David, agnóstico durante toda su vida, ansiaba encontrar algo que diera significado a su vida. Ahora acudía a la iglesia con regularidad, y además ayudaba al pastor en calidad de consejero matrimonial. A menudo se preguntaba qué podría decirle a alguien que hacía lo mismo que él había hecho, y cómo podría ayudar a los demás si él no había sido capaz de reprimirse. No lo sabía y, en realidad, tampoco le importaba. Se daba por satisfecha con que David siguiera ocupándose de su hijo.

Por supuesto, cuando se separaron, muchas de sus amistades se resintieron. Desde que no tenía pareja, se sentía fuera de lugar en las fiestas de Navidad de sus amigos o cuando se organizaba una barbacoa. Con todo, había conservado algunas amistades, de las que oía mensajes en su contestador, en los que proponían que se encontrasen para comer o en los que la invitaban a cenar. De vez en cuando aceptaba, pero generalmente buscaba excusas para no hacerlo. A sus ojos, aquellas amistades ya no eran como antes, cosa que era evidente. Las cosas cambian, la gente cambia, y el mundo seguía girando al otro lado de la ventana.

Desde que se divorció, solo había tenido un par de citas. No es que no fuera atractiva. Sí lo era, o por lo menos eso le decían con frecuencia. Tenía el cabello castaño oscuro, cortado justo por encima de los hombros, y liso como la seda. Los ojos, marrones con vetas de color avellana que reflejaban la luz del sol, eran la parte de su cuerpo que más cumplidos recibía. Puesto que salía a correr todos los días, estaba en forma, y parecía más joven de lo que era. No se sentía vieja, pero últimamente, cuando se miraba al espejo, tenía la impresión de que su verdadera edad le estaba dando alcance. Una nueva arruga en el rabillo del ojo, una cana que parecía haber crecido en una sola noche, y un aspecto ligeramente cansado provocado por su actividad frenética.

Sus amigos pensaban que estaba loca. «Tienes mejor aspecto que hace años», insistían, y además Theresa seguía advirtiendo las miradas de algunos hombres con los que se cruzaba en el supermercado. Pero ya no tenía veintidós años, ni nunca los volvería a tener. A veces pensaba que tampoco le gustaría volver a tener esa edad, incluso aunque hubiera sido posible, a menos que pudiera llevarse con ella su experiencia. En caso contrario, seguramente volvería a quedar cautivada por otro David, algún hombre atractivo que ansiara disfrutar de las cosas buenas de la vida con la presunción subyacente de que no era necesario respetar las reglas del juego. Pero las reglas sí eran importantes, sobre todo las que afectaban al matrimonio. Había algunas que se suponía que nadie debía saltarse. Su padre y su madre no lo hicieron, su hermana y su cuñado tampoco, al igual que Deanna y Brian. ¿Por qué él sí pudo hacerlo? Se preguntaba, además, mientras estaba ahí de pie entre las olas, por qué siempre acababa pensando en lo mismo, incluso después de tanto tiempo.

Suponía que tenía algo que ver con el hecho de que, cuando los papeles del divorcio finalmente llegaron, se había sentido como si una pequeña parte de sí misma hubiera muerto. La ira que había sentido al principio dejó paso a la tristeza, que ahora se había transformado en una especie de tedio, por decirlo de algún modo. A pesar de que siempre estaba en movimiento, tenía la impresión de que ya no le sucedía nada especial. Cada día que pasaba se parecía mucho al anterior, y le costaba distinguirlos. En una ocasión, haría cosa de un año, pasó quince minutos sentada ante su escritorio intentando recordar cuál había sido la última cosa que había hecho de forma espontánea. No se le ocurrió nada.

Los primeros meses lo había pasado mal. Para entonces, la ira había remitido y no sentía la necesidad de tomarla con David y hacerle pagar por lo que había hecho. Lo único que podía hacer era sentir lástima de sí misma. El hecho de que Kevin siempre estuviera a su lado no cambiaba su percepción de sentirse absolutamente sola en el mundo. Durante una época no podía dormir más que unas pocas horas y, cuando estaba en el trabajo, en ocasiones tenía que abandonar su escritorio y se sentaba en su coche para llorar durante un rato.

Ahora ya habían transcurrido tres años y, sinceramente, no sabía si podría volver a amar a alguien como había amado a David. Cuando apareció en su fiesta de la hermandad femenina al principio de su tercer año en la universidad, una sola mirada le bastó para saber que quería estar con él. La pasión de su juventud le había parecido entonces extremadamente potente y arrolladora. Podía pasarse la noche en vela en su cama pensando en él, y cuando caminaba por el campus sonreía tan a menudo que los demás estudiantes le devolvían la sonrisa al verla.

Sin embargo, esa clase de amor no es duradera, o por lo menos a esa conclusión había llegado. Con los años, apareció otro tipo de vínculo. Ambos crecieron, pero en direcciones opuestas. Le costaba recordar qué era lo que, en un primer momento, les había hecho sentirse tan atraídos. Con la perspectiva del tiempo, Theresa creía que David se había convertido en una persona totalmente distinta, aunque no podía concretar el momento en que empezó a cambiar. Pero todo es posible cuando la llama que alimenta una relación se extingue, como en su caso ocurrió. Un encuentro casual en el videoclub, una conversación que derivó en un almuerzo y finalmente en citas en hoteles por todo Boston.

Lo más injusto de toda aquella situación era que ella, a veces, todavía le echaba de menos, o más bien las cosas que le gustaban de él. Estar casada con David era cómodo, como la cama en la que dormía desde hacía años. Se había acostumbrado a tener una persona a su lado con la que pudiera hablar o a la que pudiera escuchar. Se había acostumbrado a levantarse con el aroma del café recién hecho por la mañana, y echaba de menos la presencia de otro adulto en su apartamento. Añoraba muchas cosas, pero sobre todo la intimidad propia de los abrazos y susurros a puerta cerrada.

Kevin todavía no era lo bastante mayor para entender todo aquello y, aunque le amaba profundamente, no era la clase de amor que anhelaba. Sus sentimientos hacia Kevin eran de amor maternal, tal vez el amor más profundo y sagrado que existe. Todavía le gustaba ir a su habitación cuando ya dormía, y sentarse en su cama para mirarlo, sin más. Kevin siempre tenía un aspecto tan sosegado, y era tan hermoso, con la cabeza sobre la almohada y el edredón arrebujado a un lado. Durante el día parecía estar constantemente activo, pero, por la noche, al verlo dormido, tranquilo, Theresa volvía a sentir lo mismo que cuando todavía era un bebé. Aquella sensación maravillosa, sin embargo, no cambiaba el hecho de que, cuando abandonaba su cuarto, Theresa bajaba al salón para tomarse un vaso de vino con su gato Harvey como única compañía.

Todavía soñaba con enamorarse de alguien, alguien que la tomara en sus brazos y le hiciera sentir que era la única persona que importaba. Pero era difícil, por no decir imposible, encontrar a alguien que valiera la pena a esas alturas. La mayoría de los hombres en la treintena que conocía ya estaban casados, y los divorciados parecían buscar alguien más joven a quien pudieran moldear a su gusto. Solo quedaban los hombres de más edad y, aunque no descartaba poder enamorarse de alguien mayor que ella, tenía que pensar en su hijo. Quería un hombre que tratase a Kevin como se merecía, y no simplemente como al subproducto no deseado de una relación. Pero la realidad es que los hombres mayores con frecuencia ya tenían hijos, y muy pocos parecían estar dispuestos a tener que educar a un adolescente de los años noventa. «Yo ya he hecho mi trabajo», le informó tajantemente uno de los tipos con los que había salido. No volvió a verlo.

Reconocía que también añoraba las relaciones íntimas que implicaban el amor, la confianza y el cariño hacia otra persona. No había estado con ningún hombre desde que se había divorciado de David. Por supuesto, podría haberlo hecho. No resultaba difícil para una mujer atractiva encontrar a alguien con quien irse a la cama, pero ese no era su estilo. No había sido educada de ese modo y no pretendía cambiar ahora. El sexo era demasiado importante, demasiado especial, como para compartirlo con cualquiera. De hecho, solo había mantenido relaciones con dos hombres en su vida: David, claro está, y Chris, su primer novio de verdad. No deseaba ampliar la lista simplemente por unos pocos minutos de placer.

Así que aquella semana de vacaciones en Cape Cod, sola en el mundo y sin ningún hombre a la vista en el futuro cercano, deseaba hacer algunas cosas solo para ella. Leer buenos libros, relajarse, tomar un vaso de vino sin el resplandor de la televisión al fondo, escribir cartas a amigos de los que hacía mucho que no sabía nada, levantarse tarde, comer mucho y correr por las mañanas antes de que los veraneantes llegaran a la playa y la estropearan. Deseaba experimentar de nuevo la libertad, aunque fuera por poco tiempo.

También quería ir de compras. Pero no a JCPenney, ni a Sears, ni otras tiendas que anunciaban zapatillas Nike, o camisetas de los Chicago Bulls, sino a tiendas pequeñas, esas que Kevin aborrecía. Quería probarse vestidos nuevos y comprar un par que resaltaran su figura, simplemente para sentirse viva y deseable. Tal vez incluso fuera a la peluquería. Hacía años que no cambiaba de estilo de peinado y estaba harta de tener el mismo aspecto todos los días. Y si algún tipo simpático le pedía salir con ella durante esa semana, quizás aceptara, aunque solo fuera como excusa para ponerse las prendas nuevas que pretendía comprar.

Con optimismo renovado, se volvió para ver si el hombre con los vaqueros remangados seguía allí, pero se había ido tan sigilosamente como había llegado. Y para ella también había llegado el momento de irse. Sus piernas se habían quedado rígidas debido al agua fría, y sentarse para ponerse las zapatillas le costó más de lo que esperaba. Puesto que no tenía toalla, vaciló un instante antes de ponerse los calcetines, y después decidió que no tenía por qué hacerlo. Estaba de vacaciones en la playa, no necesitaba zapatos ni calcetines.

Con las zapatillas en la mano, inició el camino de regreso a la casa. Mientras caminaba cerca de la orilla vio una roca medio enterrada en la arena, a poca distancia del lugar en que la marea había llegado a su punto más alto aquella mañana. Pensó que era extraño, como si ese no fuera el lugar que le correspondía.

Al acercarse, le pareció que tenía un aspecto distinto. Era alargada y sin asperezas, y al aproximarse un poco más se dio cuenta de que no era una roca. Era una botella, probablemente abandonada por un turista negligente o uno de los adolescentes locales que acudían a la playa por la noche. Miró por encima del hombro, vio un cubo de basura atado con una cadena a la torre del socorrista y decidió hacer su buena obra del día. Pero al llegar hasta ella, le sorprendió que estuviera tapada con un corcho. La alzó para examinarla a contraluz y vio un papel en su interior, enrollado y atado con un cordón.

Durante un segundo sintió que su corazón se aceleraba al venirle a la memoria un recuerdo. Cuando tenía ocho años, de vacaciones en Florida con sus padres, junto con una amiga había enviado una carta por mar, pero nunca había recibido respuesta. Era una carta sencilla, de niña, pero recordaba que, cuando volvieron a casa, durante semanas corría al buzón con la esperanza de que alguien la hubiera encontrado y respondiera a su carta desde el lugar en el que esta hubiera salido a la superficie. Se sintió decepcionada al ver que no llegaba respuesta, y poco a poco el recuerdo de aquella carta se desvaneció, hasta que la olvidó por completo. Pero ahora volvía con toda claridad. ¿Quién la había acompañado, aquel día? Una niña de su edad… ¿Tracey?… No… ¿Stacey?… ¡Sí, Stacey! Eso. Era rubia…, estaba pasando el verano con sus abuelos…, y…, y…, y ya no podía recordar nada más, por mucho que se esforzara.

Empezó a tirar del corcho, casi esperando que fuera la misma botella que ella había arrojado, aunque sabía que era imposible. Pero probablemente la habría lanzado al mar otro niño y, en caso de que pidiera una respuesta, le contestaría. Incluso quizá le enviaría algún souvenir y una postal de Cape Cod.

El corcho estaba metido a presión, y los dedos resbalaron al intentar extraerlo. No podía agarrarlo con fuerza. Clavó sus cortas uñas en la parte del corcho que sobresalía, y lentamente hizo girar la botella. Nada. Cambió la posición de las manos y volvió a intentarlo. Apretó con más fuerza y colocó la botella entre las piernas para ayudarse haciendo palanca y, cuando estaba a punto de dejarlo por imposible, el corcho cedió un poco. Volvió a cambiar la posición de las manos como al principio…, retorció el corcho…, hizo girar la botella poco a poco…, el corcho cedió un poco más… y de repente la presión desapareció y la parte restante del tapón salió fácilmente.

Dio la vuelta a la botella y le sorprendió que el papel cayera en la arena, al lado de sus pies, casi de inmediato. Al inclinarse para recogerlo, se dio cuenta de que estaba muy bien atado, y por esa razón había salido con tanta facilidad.

Desató el hilo con cuidado, y lo primero que le llamó la atención al desenrollar la carta fue el papel. No era papel de cartas de niños. Era un papel caro, grueso y resistente, con la silueta de un velero estampado en relieve en la esquina superior derecha. Y el papel estaba arrugado, parecía antiguo, como si hubiera estado en el mar durante un siglo.

Se sorprendió a sí misma conteniendo la respiración. Tal vez era realmente antiguo. Podría ser, se contaba que había botellas que habían varado en la orilla después de haber estado cien años en el mar, y este podía ser uno de esos casos. Quizás había dado con un verdadero hallazgo. Pero al examinar su contenido, se dio cuenta de que se equivocaba. En la esquina superior izquierda del papel podía leerse la fecha: «22 de julio de 1997».

Hacía poco más de tres semanas.

«¿Tres semanas? ¿Eso es todo?».

Siguió leyendo. El mensaje era largo, se extendía por ambas caras del papel, y no parecía pedir ninguna respuesta. Echando un rápido vistazo, no vio ninguna dirección ni número de teléfono, pero supuso que debían de estar incluidos en el texto del mensaje.

Al sostener el mensaje en sus manos le pudo la curiosidad. Fue entonces, a la luz del amanecer de un cálido día en Nueva Inglaterra, cuando leyó por primera vez la carta que cambiaría su vida para siempre.

22 de julio de 1997

Queridísima Catherine:

Te echo de menos, cariño, como siempre, pero hoy especialmente, pues el océano ha cantado para mí, y la canción relataba nuestra vida juntos. Casi puedo sentirte a mi lado mientras escribo esta carta, casi puedo oler el aroma de las flores silvestres que siempre me recuerda a ti. Pero ahora, estos recuerdos no me satisfacen. Tus visitas se han ido distanciando, y a veces me siento como si la mejor parte de mi ser se estuviera desvaneciendo lentamente.

Pero sigo intentándolo. Por la noche, cuando estoy solo, te llamo, y cuando mi dolor parece tornarse insoportable, tú siempre encuentras la manera de volver a mí. La pasada noche, en mis sueños, te vi en el embarcadero, cerca de Wrightswille Beach. El viento revolvía tus cabellos, y tus ojos reflejaban la luz del ocaso. Me quedo embelesado al verte apoyada en la baranda. Eres hermosa, pienso mientras te miro, una visión que ya no encuentro en nadie más. Poco a poco empiezo a caminar hacia ti y, cuando por fin te vuelves hacia mí, me doy cuenta de que hay otros observándote. «¿La conoces?», me preguntan en un murmullo celoso, y mientras me sonríes, respondo simplemente la verdad: «Mejor que a mi propio corazón».

Me detengo cuando llego hasta ti y te abrazo. Anhelo este momento más que cualquier otra cosa. Solo vivo para eso y, cuando me abrazas, me abandono a ese instante, y me siento de nuevo en paz.

Levanto una mano y rozo tu mejilla suavemente, mientras tú inclinas la cabeza y cierras los ojos. Mis manos son ásperas, tu piel suave, y por un momento me pregunto si apartarás el rostro, pero, por supuesto, no lo haces. Nunca lo hiciste, y es en momentos como este cuando soy consciente de cuál es mi propósito en la vida.

Estoy aquí para amarte, para rodearte con mis brazos, para protegerte. Estoy aquí para aprender de ti y recibir tu amor. Estoy aquí porque es el único lugar en el que puedo estar.

Pero entonces, como siempre cuando estamos juntos, empieza a levantarse la niebla. Es una niebla distante que se alza desde el horizonte, y me doy cuenta de que empiezo a tener miedo a medida que se acerca. Lentamente llega hasta nosotros, y envuelve el mundo a nuestro alrededor, rodeándonos como para impedirnos escapar. Como una nube en forma de ola, lo cubre todo, cerrando el espacio, hasta que solo quedamos nosotros dos.

Siento un nudo en la garganta y las lágrimas anegan mis ojos porque sé que ha llegado el momento de que te vayas. Tu mirada en ese momento me atormenta. Siento tu tristeza y mi soledad, y el dolor acallado durante este tiempo vuelve a anidar en mi corazón y se hace más intenso cuando me abandonas. Entonces retrocedes con los brazos todavía extendidos y te adentras en la niebla, porque es tu lugar, y no el mío. Deseo acompañarte, pero como única respuesta niegas con un movimiento de cabeza, porque ambos sabemos que es imposible.

Me quedo observándote con el corazón roto mientras te desvaneces y me veo a mí mismo esforzándome por recordar cada detalle de esos momentos, cada detalle de ti. Pero enseguida, demasiado rápido, tu imagen desaparece y la niebla regresa a su lejano hogar; entonces me encuentro solo en el embarcadero y no me importa lo que piensen los demás, cuando dejo caer la cabeza y lloro, lloro, lloro.

GARRETT