Nadie sabe tanto de la soledad como yo. Nadie. Ni quien nunca supo lo que eran unos pies fríos a su lado en la cama en las largas noches de invierno, ni quien jamás conoció unos dedos cariñosos que le enjabonaran el pelo, ni el niño obeso con quien nadie quiere jugar en el recreo, ni la adolescente con gafas y acné que se ha leído ya todos los libros de la biblioteca del pueblo en el que veranea porque no tiene amigas. Nadie.

Ni el abuelo al que limpian las babas en el asilo esperando que por Navidad alguno de sus tres hijos venga a visitarle. Nadie.

Ni el náufrago desahuciado sobre una tabla en medio de un océano desconocido, ni el reo incomunicado en el corredor de la muerte esperando la descarga definitiva. Nadie.

Llega un momento en que la soledad es tan profunda que te cala en los huesos, como te cala la humedad de los callejones de la Serenísima al relente de las madrugadas de enero, un frío atroz que te devora las entrañas, te paraliza el habla y te adormece los dedos. Un frío miserable que te impide respirar, que transforma tu rostro en el de un payaso patético que no para de llorar, lágrimas que al poco se convierten en hielo, pestañas que son de escarcha. Y el alma que cruje, como crujen las cuadernas de un galeón que se hunde en medio de la tormenta. Y la congoja que te ahoga.

Después, con el agotamiento, llega el sueño. Pero entonces ya es tarde y no eres capaz de dormir.

Vine a Venecia porque es la ciudad más melancólica y solitaria del mundo. Vivo en un pequeño apartamento en el barrio de Dorsoduro. Y en ese apartamento, cada noche, ocurren cosas que hacen justicia, que desafían a la realidad y al destino, y que mitigan la terrible condena de mi maldita soledad.