Cuando Keiko terminó de leer la carta se dio cuenta de que también a ella se le habían escapado un par de lágrimas. Sí, pensó, no hay duda, este será hoy el elegido. Volvió a leer el texto una vez más, la letra elegante, triste, que las letras también pueden ser tristes.
Pensó en todos los daños colaterales que la vida nos inflige, en toda la maldad, la mezquindad y la miseria que habita en los corazones de tanta gente tan repugnante. Pensó en el porqué de su proyecto en Venecia, en su desafío a la ruleta del destino, en la futilidad del tiempo, en la brevedad de la vida. Pensó en el disparate de la crueldad, en la insensatez del rencor y la envidia, en la estupidez de la guerra. Pensó tanto y con tanta clarividencia que se deprimió.
Así que lo mejor era poner en marcha el procedimiento habitual, inventarse el refugio, la música melancólica, el agua cálida del baño, la luz tenue de las velas, las sedas, las alfombras, las mantas, las almohadas de pluma suave, los olores a perfume. Los ingredientes del paraíso, en definitiva.
Cuando por fin llegó el día, Bruno se sintió mal. No estaba enfermo, no, simplemente eran nervios, o quizás miedo, ese pegajoso compañero de viaje que le había acompañado en tantas ocasiones a lo largo de su existencia de aventurero crápula. En la vida todo llega, hasta la muerte llega, no compensa pasarlo mal sin motivo. Esta frase se la había dicho un amigo recién conocido en un bar del barrio de la Alfama, en Lisboa. Lo que nos hace profundamente infelices es esa absurda capacidad que tenemos los humanos para anticipar las penas, nos preocupamos por el futuro cuando ni siquiera tenemos la certeza de que vayamos a tener más horas de vida, de que estemos invitados a la fiesta del mañana, o del mes que viene.
Desde aquel encuentro en Lisboa, Bruno había aprendido a ser más feliz, a no despertarse sudando a media noche pensando en lo que podría ocurrirle, en la falta de ahorros para la vejez, en la probable venganza de algún marido celoso y herido, o en la sagacidad de la policía de cualquier país en el que en mala hora puso sus pies.
Así que respiró hondo, trató de relajarse y pensar que hoy cumpliría uno de sus sueños, toda una noche a solas con la hermosísima Keiko, por fin un oasis entre tanto desierto vital. Se cambió de ropa unas cuatro o cinco veces, y si no lo hizo más fue porque esa era toda la ropa que tenía. Finalmente una camisa blanca y unos pantalones negros. Tantas vueltas para esto, pensó, si parezco un camarero. Lo complementó con una chaqueta oscura y la capa y el sombrero perennes.
A esa misma hora, Keiko envolvía su piel en una yukata de seda blanca. En breve un perito improvisado tendría el privilegio de discernir qué era más suave, la piel blanca o la seda blanca. Solían convenir los expertos en que la piel era la ganadora, piel saboreada por besos eternos que perdían esa condición al amanecer, y es que hasta la eternidad tiene un amanecer que mata la magia. La luz, que tan pronto nos da la vida como nos la quita.
Todo era como esperaba, el espacio cálido que siempre había soñado. Decir que Keiko estaba ese día más guapa que nunca podría sonar a tópico de adolescente enamorado, pero si alguien lo hubiera dicho no habría faltado a la verdad en absoluto.
El nerviosismo inicial no fue más que el abono que necesitaba la pasión. Pero no era esta una pasión precipitada, joven y alocada, atropellada. Era incluso más intensa, pero era una pasión serena, una pasión profunda y meditada, macerada largo tiempo en la marmita de los desengaños con los que nos obsequia la vida.
Estuvo a punto de estropearlo todo en dos ocasiones, soltando te quieros innecesarios, pero a última hora su lengua se negó por fortuna a decir la estupidez. Eso pensaba él, y sin embargo ella hubiera dado su vida por que lo dijera, por que alguien se lo dijera con total sinceridad. Toda una vida esperando una frase que nunca llega mientras otros se censuran a sí mismos por cobardía.
A veces ocurren cosas tan íntimas que no sería elegante compartir, por eso ahorremos detalles de lo que sucedió esa noche en el apartamento de Dorsoduro, mientras la luna llena entraba con su luz hasta la misma cama sin necesidad de golpear en los cristales de la ventana.
Lo que sí es reseñable es lo que ocurrió después, cuando se produjo el milagro diario del amanecer. Bruno y Keiko, trasnochadores rendidos, abrazados con la ternura más cómplice, se besaron en silencio. Fue un beso breve, pero al que no le hacía falta nada más porque lo decía todo.
Bruno se levantó resignado, que las reglas eran las reglas y llegaba ya la hora de desaparecer. Se apoyó en la ventana, de espaldas a las luces del alba, y la miró, bellísima tumbada en la cama, tratando de grabar en su retina cada detalle de aquel instante, un instante al fin tan fugaz como una vida. Como la vida. Esta vez los hoyuelos apenas esbozaron una sonrisa muy tímida. No es fácil decir adiós, ni siquiera para un profesional del escapismo.
Con lentitud comenzó a vestirse, despacio, con la calma de aquel a quien nadie espera, sin perder nunca su mirada. Costaba ya doblarse para ponerse los calcetines, para atarse los cordones de los zapatos. La edad, que no perdona a nadie. Finalmente cogió la capa y el sombrero del perchero, jugando nervioso con él mientras pensaba en algo que decir. Los ojos clavados en los de ella. La cama revuelta. Los cristales empañados. Las velas convertidas en pequeñas chimeneas de humo sin vida.
Por fin se caló el sombrero, dispuesto a despedirse con un galante movimiento y una sola palabra: gracias.
Pero no llegó a pronunciarla, las cosas no salieron como esperaba, al igual que tantas veces le había pasado con anterioridad, y es que la vida es así, indomable.
Justo cuando despegaba sus labios para dar las gracias, que el adiós ya lo daría tocando el ala del sombrero, fue ella la que habló. Y con siete palabras lo dijo todo:
Quédate, por favor.
No me dejes.
Nunca.