Tenía una zurda de oro. En carrera, con el balón pegado a su pie izquierdo, no había manera de pararlo, poco importaba que el campo no fuera más que un secarral de arena y piedras lleno de baches ni que el balón no fuera más que un trozo de cuero deforme que había perdido hacía ya tiempo la condición de esférico.
Khaled acababa de cumplir trece años y tenía un don: era un jugador excepcional. Vivía para el fútbol. En clase le costaba concentrarse pensando ya en el partido del recreo con los amigos. Y por la tarde, tras ayudar a su padre en su paupérrimo negocio familiar, se escapaba a las primeras de cambio a jugar con los otros chicos. El «campo» era un solar abandonado en el que los chavales de su pandilla habían construido dos rústicas porterías con unos maderos que apenas se sostenían en pie. El juego favorito de Khaled era tirar las porterías abajo. Tres tiros desde el punto de penalti. Si le daba los tres en la escuadra, en la misma cruceta, la portería se caía. Y Khaled, con su zurda de oro, no fallaba nunca.
Pero si los partidos de los recreos y de la tarde eran momentos de felicidad, lo que realmente aceleraba el corazón de Khaled eran los fines de semana. Entonces, y en la desvencijada televisión que colocaba en la calle el dueño del único café del barrio, Khaled podía ver los partidos de sus ídolos, la liga inglesa, la española, la serie A italiana. Él sabe que algún día jugará allí, y se hará famoso y millonario, y sacará a su familia de la miseria.
—Khaled, hijo, ayuda a tu madre a poner la mesa.
Y Khaled sonreía pensando en que muy pronto tendría suficiente dinero como para comprarle a su madre una casa grande y cómoda en la que ya no tuviera que deslomarse para sacar a la familia adelante, dejándose los ojos cosiendo para ayudar a la esquelética economía familiar. Y la llevaría de viaje, a conocer París, que era su sueño de jovencita, y la alojaría en el mejor hotel de la ciudad, y le compraría joyas en esas tiendas tan elegantes que se ven en las revistas.
—Khaled, ¿no ves que te está llamando tu padre?
El bueno de su padre, un hombre inteligente que nunca pudo estudiar, condenado a trabajar de sol a sol por el sátrapa que gobierna su país desde hace décadas, un país rico en el que las riquezas van a parar siempre a los mismos bolsillos.
Ya faltaba menos, un par de días más y llegaría el gran día: la final de la Copa de Europa. Y esta vez su equipo favorito iba a ganar, estaba convencido, y el gol lo metería su ídolo, un argentino tímido y bajito con una zurda de oro.
Claro que la emoción empezaba antes de que comenzara el partido. Era la tensión por asegurarse de que la televisión funcionaba, de que el satélite, o la parabólica o lo que fuera funcionaba, de que esa noche no habría cortes de luz, y que si los había el generador del café seguiría funcionando.
Todo el barrio se concentraba ante aquel televisor. El calor asfixiante e implacable durante el día se esfumaba al atardecer con el rabo entre las piernas, dejando paso a una brisa fresca y suave, y a la noche, siempre estrellada, momento propicio para los sueños, los de un chaval dotado con un don excepcional para el fútbol que sabía que algún día sería él quien jugaría esa final en un campo tan verde, con esa hierba segada que semejaba un tapete de billar.
Muy lejos de allí, a miles de kilómetros del humilde barrio de Khaled, se jugaba otro partido mucho más siniestro. También había dos equipos, o al menos eso se deduciría de los uniformes de los contendientes. Unos iban vestidos de traje oscuro y corbata, todos idénticos, y los otros disfrazados de color verde oliva y repletos de medallas.
—La comunidad internacional no puede tolerar por más tiempo la actitud desafiante…, la democracia debe imponerse…, nuestros valores deben prevalecer…
Comienza el partido. Khaled cruza los dedos, bien, la tele funciona. Esa misma tarde, en el partidillo diario con los amigos, había metido uno de los mejores goles que se recuerdan en el barrio, cogió el balón en el centro del campo y sin pensárselo dos veces echó a correr, driblando a cuantos le salían al paso, buscó algún compañero en el que apoyarse pero no encontró a ninguno, todos estaban ya agotados, así que se escoró un poco hacia la izquierda, hacia su pierna buena, y desde el borde del área, con esa zurda de oro, enganchó un zambombazo que limpió las telarañas de la escuadra de la portería. Hasta los rivales le habían aplaudido.
Khaled corrió a casa a contárselo a su padre, estaba tan excitado que se le trababa la lengua al hablar. Su padre le acarició la cabeza, le sonrió y le dijo que estaba muy orgulloso de él, pero que no descuidara sus estudios, que eso era lo más importante que tendría en su vida, su formación.
Ambos equipos han salido muy temerosos. Prudentes, tratan de no arriesgar el balón, como si estuvieran tanteándose. La calle está abarrotada, todos concentrados frente al televisor. Los mayores fuman reposadamente pipas de agua y beben té a sorbitos.
De pronto, a lo lejos, se oye un ruido, algo parecido a un rugido. Hay peligro, el equipo favorito de Khaled abre el juego a la banda, allí recoge el balón su ídolo, hay ocasión de gol. El ruido se hace más intenso. La gente grita, va a ser gol, piensa Khaled. El ruido ahora es ensordecedor. Luces en el cielo, fogonazos de luces en el cielo. Un silbido que se mete por los oídos hasta clavarse en el cerebro. El jugador dispara.
Y de pronto la nada.
El bombardeo había comenzado.
Khaled se despierta aturdido. No sabe dónde está. A los pies de la cama hay un joven occidental vestido con una bata blanca. Es un médico de una ONG, pero Khaled no lo sabe. No entiende nada, no recuerda nada. Solo le preocupa el resultado.
—¿Ganamos el partido? —pregunta.
El doctor no sabe de qué le está hablando aquel chaval, pero lleva a sus espaldas las suficientes guerras como para saber escuchar y responder las preguntas más absurdas.
—Sí, ganamos —le responde, sin saber muy bien a qué.
Khaled aprieta los puños en señal de victoria. ¡Bien!, exclama. Si hubiera habido una televisión en aquella sala, Khaled podría haber visto a los señores de traje oscuro, ese uniforme tan feo, comparecer ante los medios de comunicación y declarar que la primera fase de la operación había sido todo un éxito, hemos destruido las baterías antiaéreas del dictador, hemos cercado a su ejército y emprendemos ahora la tarea… con el respaldo de la comunidad internacional… por el bien de los pueblos oprimidos…
Cuando Khaled volvió a despertarse, el joven doctor seguía a su lado. Esta vez le cogió la mano y le miró muy fijamente a los ojos. Khaled no pestañeó.
—Has sido muy valiente —le dijo el médico—, pero ya ha pasado todo. Todo va a ir bien, ya verás.
Khaled imperturbable, como si fuera una esfinge, sin mover un solo músculo ni apartar la mirada del doctor.
—Has tenido mucha suerte, dentro de unos días podrás dejar el hospital e irte a casa. Saldrás de esta.
Khaled seguía muy serio.
—Pero tengo que decirte algo. Hemos hecho todo lo que hemos podido, te lo aseguro, lo hemos intentado hasta el final, te doy mi palabra, pero no había nada que hacer. No nos ha quedado más remedio que amputarte una pierna.
Khaled continuó mirando al doctor a los ojos, con una frialdad que llegaba a asustar al médico. Hubo un silencio tenso, largo. Finalmente, y sin apartar su mirada de la del joven doctor, Khaled pronunció una palabra. Solo una. Y lo hizo de forma desapasionada, como el notario que certifica una compraventa, sin implicación emocional alguna.
—¿Cuál? —preguntó Khaled.
Al médico le pareció una pregunta extraña, qué importancia tendrá eso, pensó.
—La izquierda —contestó.
Solo entonces Khaled giró su cabeza y la hundió en la almohada, no quería que nadie viera el manantial de lágrimas que comenzaba a brotar de sus ojos.