El vaporetto iba inusualmente vacío. Era ya tarde, y la línea no era de las más turísticas. Bruno paseaba por el Zattere cuando vio venir el lanchón, que ya reducía velocidad. En la parada, o sea, en el pantalán, apenas un par de abuelas con bolsas de plástico que regresaban a sus casas en la Giudecca. No fue hasta que estuvo en medio del canal, sintiendo el viento gélido en la cara, que se percató de haberse embarcado. Había subido al autobús acuático como un autómata, o como un hipnotizado con órdenes concretas.
Y qué hermosa era la ciudad. Por mucho tiempo que uno viviera en ella, en la ciudad increíble, no dejaba de sorprenderse de su belleza. Hacía años que había dejado de fumar, y sin embargo se sorprendió a sí mismo palpando los bolsillos de la chaqueta buscando un cigarrillo. Una de las abuelas, sentada en las sillas al aire libre de la popa, merendaba nicotina con avidez. Bruno se acercó a ella, se tocó con elegancia el ala del sombrero en señal de respeto, sonrió —aún quedaba algo de magia en esa sonrisa— y le pidió un cigarrillo. La abuela le ofreció uno, y él hizo una cueva con sus manos mientras ella le daba fuego. Las manos de la vieja estaban increíblemente frías, como si pertenecieran a un cadáver, y Bruno no pudo evitar estrecharlas mientras agradecía el cigarrillo con la sonrisa de sus ojos.
Fue entonces cuando recordó la historia de Khaled, y las manos frías, heladas, de una madre rota por el dolor en una guerra, una de tantas, buscando a su hijo Khaled de hospital en hospital por las calles devastadas de una ciudad del Medio Oriente, el marido muerto, el hijo desparecido, y el bombardeo de las tropas del bien o del mal, o de la madre que los trajo a todos, amenazando de nuevo con lluvia de destrucción.
Esa batalla, justo esa batalla, no se la contaron al seudocorresponsal Bruno Labastide. Esa la había visto él, la había vivido, había tenido en sus manos las manos heladas de la mujer rota, había visitado al adolescente Khaled, al hijo de la mujer rota, y aquella historia, adormecida en una esquina escondida de la alacena de sus recuerdos, volvía ahora a su cabeza, allí, sobre las aguas de los canales de la Serenísima.
Saltó del vaporetto en la primera estación y se metió en el primer café que encontró. Era un bar minúsculo, apenas una barra chiquita y un par de mesitas altas donde apoyar las tazas. En una de ellas, Bruno dejó la cerveza que acababa de pedir, sacó del bolsillo el cuaderno que siempre llevaba consigo y comenzó a escribir. La historia de Khaled. Esta no me la he inventado, se repetía a sí mismo en silencio, esta no me la han contado. Esta la vi yo, con mis propios ojos. La viví. La historia de Khaled.