El día amaneció luminoso, radiante, sin restos de la niebla del día anterior. Con buena parte del mercado desmontado, el pueblito parecía aún más pequeño, casitas encaladas, tráfico de motos, gente que viene y que va. Sorprende el silencio a estas horas de la mañana, a pesar del ajetreo, como si el volumen de fondo fuera subiendo a medida que avanzaba el día.

Aún tuvimos tiempo para seguir indagando, unas preguntas a un chamarilero, una conversación con una vendedora de telas y poco más. Pesquisas que no llevaban a ninguna parte.

Decidí que era el momento de cambiar de aires, nunca descubriría la verdad del «cazasueños», si era una leyenda popular o si realmente existía. A mí me gustaba imaginar que era un rico ejecutivo que un día se cansó de toda la falsedad de su vida de dinero especulado, bonus de productividad y economía irreal, y se fue a las montañas a dilapidar su fortuna y su talento haciendo algo por los demás. Pero quizás la historia era demasiado hermosa para ser cierta.

Emprendimos el camino de regreso.

—¿Adónde vamos, sire?

—A La Antigua, amigo, a dejarte en tu casa. Yo después me iré de Guatemala y seguiré mi viaje. Por cierto, Jonás, ¿tienes casa?

—Tener, lo que es tener, no tengo, sire, pero duermo en un cuartico en la trasera de una tiendita, y allí ayudo y limpio y coloco las telas, y los señores a cambio me dejan usar el cuartico para mis cosas.

Hicimos el viaje en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos. Otra vez la sucesión de curvas, subir y bajar montañas, el paisaje verde y fascinante.

Al llegar a El Encuentro paramos a tomarnos un refrigerio. Cafecito para Jonás y cerveza Gallo para mí. Aquel pueblito era realmente un cruce de caminos —de ahí su nombre— entre la autopista panamericana y las carreteritas locales.

Pagué la cuenta, volvimos al coche y seguimos nuestra ruta. Ya anochecía cuando entramos por las calles empedradas de La Antigua.

—Bueno, Jonás, muchas gracias por tu ayuda. Ha sido un gran placer conocerte.

—Gracias a usted, sire, gracias por la confianza. Este viaje ha sido la mayor aventura de mi vida.

Sonreí. Seguramente no exageraba el pobre desdichado. Perra vida, pensé.

Le pagué muy generosamente. Jonás cogió el dinero con ambas manos, como quien recibe un presente.

—Gracias, sire —dijo.

—Gracias a ti, Jonás. Buena suerte.

—Buena suerte, sire.

Al día siguiente volé a San Pedro Sula. Nunca más volví a ver a Jonás.