La historia del viejito y el «cazasueños» me había dejado fascinado. La simple idea de la existencia de un personaje misterioso que se mueve por los pueblos y las montañas haciendo el bien, buscando gente triste o cansada, gente pobre maltratada por la vida, con el único fin de hacer realidad uno de sus sueños, aunque tan solo sea uno, me parecía de una justicia poética maravillosa. Y si semejante personaje existía, yo quería conocerlo.

Así que un jueves al amanecer abandonamos San Lucas Tolimán en dirección a Chichicastenango, donde se celebraba uno de los mercados más antiguos y más multitudinarios de las Américas. No eran muchas las pistas que teníamos, pero al menos había algún sitio por dónde empezar.

—Jonás, ¿has estado alguna vez en el mercado?

—¿En qué mercado, sire?

—Pues en cuál va a ser, Jonás, en el de Chichicastenango.

—Es que no es el único mercado que existe por acá, sire, y por eso con todo respeto yo le preguntaba…

—Ya lo sé, ya lo sé. —Aquel hombre conseguía sacarme de mis casillas—. Bueno, ¿has estado o no?

—Pues mire que va a ser que no, sire, pero me da la impresión de que lo voy a conocer hoy.

La carretera hasta Chichicastenango es una montaña rusa que sube y baja por las laderas escarpadas de un paisaje que parece cortado a cuchillo. El viajero tiene la sensación de no avanzar nunca, de estar metido en una espiral interminable que lo lleva en zigzag de arriba abajo para acabar devolviéndole al mismo sitio. Finalmente, desde lo alto de una colina, divisamos la ciudad. Estaba sumergida en un manto de niebla clara, que no tenía la suficiente espesura como para ocultar los edificios de nuestra vista, pero que le daba un aire mágico e irreal al pueblito.

A lo largo del camino nos hemos ido encontrando con un goteo continuo de campesinos que vienen a vender sus productos, o a comprar, o a hacer trueque, o simplemente a pasar el día.

Aún es muy temprano y el mercado ya está en plena ebullición. Un mar de plásticos tapa por completo las calles. Son toldos puestos por los comerciantes para proteger sus productos. Hay de todo, ropas tradicionales, jabones, frutas, tallas de madera, telas, bolsos, aparatos electrónicos, hortalizas, cuchillos, velas, tabaco, frijoles, flores, abalorios de plata, gallinas…, todo mezclado en perfecto desorden, y de fondo un persistente olor a incienso.

En las escaleras de la vieja iglesia se concentraba el corazón del mercado, allí parecían estar los más viejos del lugar, ocupando escaños heredados que seguramente habían pertenecido a los abuelos de los abuelos de sus abuelos, desde que esa vieja plaza de armas se convirtió en el principal puesto comercial de esa parte del mundo.

Pensé que era un buen sitio para comenzar las pesquisas. Así que me senté en la puerta de la iglesia, bajo los soportales, encendí un cigarrillo (se me hacía raro tomarlo directamente de la cajetilla y no de la pitillera de plata), ofrecí otro a Jonás, y observé el ritual de compra y venta, el intercambio de ajados billetes, el regateo y el acuerdo final.

Vestida con un huipil tradicional, con un sombrerito en la cabeza, encorvada y en cuclillas, una viejita ordenaba una y otra vez las cuatro frutas que tenía para vender.

—No es tan viejita —dijo Jonás—, apenas tendrá cuarenta años.

—¿Crees que hablará español?

—Lo dudo, sire.

—¿Entenderás su idioma?

—Supongo que sí, sire, salvo que sea una china disfrazada.

El sentido del humor de Jonás…

Nos acercamos a la viejita, o no tan viejita. Le compramos unas mandarinas, intercambiamos algunas palabras de cortesía, y cuando me pareció que ya nos habíamos ganado su simpatía, le pedí a Jonás que le preguntara por el «cazasueños». La viejita —o no tan viejita— se quedó un tanto pensativa. Masculló un poco de tabaco, se encogió de hombros y comenzó a hablar.

—Dice —tradujo Jonás— que quizás haya oído hablar de él o quizás no, que es posible que esa persona que dice el señor exista, y que si existe es posible que esté por aquí, pero que también podría no existir o existir en otro sitio, o que el señor se haya equivocado de lugar o de historia, pero que ella es solo una pobre vieja que baja desde su pueblito todas las semanas al mercado a vender sus frutas, y que no tiene mayores conocimientos, por lo cual pide excusas a su señoría.

Siempre me quedaba la duda de si las traducciones de Jonás eran literales o llevaban una buena parte de su propia cosecha.

—¿Y no ha dicho nada más?

—Ah, sí, disculpe, sire, también ha dicho que si le compra más mandarinas le hace un descuentico.

Seguimos paseando por el mercado, un poco sin rumbo, dejándome embriagar por el caleidoscopio de colores, la mezcla de olores, sabores y contrastes de aquel lugar abarrotado de gente, pero curiosamente no muy ruidoso, como si la niebla que ya comenzaba a disiparse quisiera mantener escondido del mundo real aquel caudal de vida.

Los puestos eran de lo más variopinto. De vez en cuando te cruzabas con algún grupo de turistas despistados, sacando fotos como si les fuera la vida en ello. Parecían todos cortados por el mismo patrón, ropa de explorador, botella de agua en la mano (¿tanto necesitan beber a todas horas que no pueden caminar sin su botella?, pensé), cámara de fotos, sombrero o gorra, gafas de sol.

—¿Qué piensas del turismo, Jonás?

—Pues depende, sire, pero en principio no pienso nada.

—¿Pero te molestan?, ¿crees que es bueno porque dejan dinero?

—Pues algunos sí y otros no, sire, los que se comportan bien y dejan dinero no me molestan, para qué le voy a engañar.

—Jonás, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Por supuesto, sire.

—¿Por qué me llamas sire, de dónde has sacado eso?

—Pues mire, sire, que lo vi hace años en una película, era de aventuras en un país muy lejano, y a los señores siempre les llamaban sire, por eso se lo llamo, aunque si le molesta no lo volveré a hacer, sire.

—Deja, deja, está muy bien, Jonás, llámame como quieras.

—Gracias, sire.

Empezaba a cogerle cariño a Jonás. Su forma estoica de comportarse, aparentemente alejada de cualquier emoción, su lógica infantil pero indiscutible, y su carácter siempre reposado me intrigaban y al tiempo me despertaban una gran ternura. Me prometí a mí mismo que esa noche le invitaría a cenar y trataría de aprender algo de él y de su vida. Pero ahora teníamos otra misión entre manos, la búsqueda del «cazasueños», o al menos de alguna pista que nos condujera hasta él.

Callejeando por el mercado nos encontramos con un curioso personaje. Era el típico charlatán de feria, eso estaba claro, en cualquier esquina montaba su pequeño espectáculo, acotaba una zona, soltaba un saco informe en el centro, y comenzaba a hablar por una especie de megáfono que más que amplificar distorsionaba el sonido. El ritmo de su discurso era machacón, como si se tratara de una letanía. Por supuesto, yo no entendía nada, aparte de alguna palabra suelta en español, como «mami chula, mami guapa». Y parece que a ellas, a las madres, iba dirigido el mensaje, porque muy rápidamente comenzó a formarse un corro de campesinas a su alrededor.

El charlatán seguía con su discurso atropellado, tratando de atraer el mayor número posible de espectadores a su actuación. Al cabo de un rato pareció reunir a una concurrencia razonablemente aceptable, así que tomó aire, se situó en el centro de la placita que había acotado, dijo unas palabras en tono místico y misterioso, cogió el saco, lo levantó y dejó caer su contenido. Un «¡oh!» generalizado de sorpresa salió de las bocas de todos los presentes. Sobre la pequeña placita cuatro brillantes serpientes se retorcían.

—¿Son venenosas? —le pregunté a Jonás.

—¿Quiénes, sire?

—Las serpientes, Jonás, las serpientes.

—Pues depende, sire, las hay que sí y las hay que no.

—Me refiero a estas, animal. —Volvía a sacarme de mis casillas.

—Pues estas va a resultar que sí, sire.

Las serpientes se enroscaban sobre sí mismas mientras el charlatán seguía su discurso grandilocuente y monótono. Con un palo largo terminado en hache las cogía y las soltaba, las mostraba al público ante el gesto de pavor del respetable, las subía y las bajaba, mientras gesticulaba con la otra mano, abría los ojos hasta casi sacarlos de sus órbitas, y continuaba su parlamento apocalíptico.

De pronto, el charlatán sacó unos frasquitos. Eran pequeños, de color blanco, con una etiqueta muy rudimentaria pegada de mal modo. Los colocó todos en fila, sobre una banqueta plegable de madera que completaba todo el atrezzo de su espectáculo. En una mano tomó uno de aquellos botecitos y, en la otra, de repente, rápido él como un reptil, cogió a una de las serpientes. Un nuevo «¡oh!» colectivo salió de las gargantas de la concurrencia. El charlatán agarró a la serpiente con dos dedos, presionando con fuerza tras su cabeza, de modo que la serpiente abrió la boca y mostró sus colmillos, mientras seguía protestando y retorciéndose sin parar. Entonces el charlatán pidió un momento de silencio y, elevando la tensión al máximo, jugando con el ambiente y la escena como un auténtico profesional, acercó la serpiente a su brazo y dejó que le mordiera.

Alguna señora del público se desmayó, otras gritaron, los niños aplaudían, y el charlatán dejaba los ojos en blanco mientras parecía entrar en trance. Solo entonces soltó la serpiente, cogió uno de los frasquitos blancos, se aplicó un poco de ungüento sobre la herida y se bebió un traguito. Dos minutos, dos larguísimos minutos de tensión silenciosa, el charlatán nuevamente en trance, los ojos fuera de las órbitas, los brazos extendidos… y de pronto:

—Ya está —declaró—, el antídoto me ha curado.

—¡Milagro! —gritó una señora—. Deme tres frascos, por favor, por Dios se lo pido.

—A ver, a ver —dijo el charlatán—, tengo bastante stock, pero no sé si habrá para todos.

Y entonces fue la locura. Las mujeres movían en el aire sus billetes suplicando un botecito de aquel ungüento mágico, se daban codazos por conseguir la pócima milagrosa. Entre tanto, el charlatán había aprovechado para meter en el saco a las serpientes, y se disponía a despachar decenas de sus recetas increíbles. Y seguía su discurso mezclando palabras en varios idiomas, en las que yo solo entendía «mami chula, mami guapa». Y las mamis entraban entregadas al trapo, dejándose sus miserables ahorros en aquel ungüento maravilloso.

—Esto tiene truco, Jonás, esa serpiente no tenía ya ningún veneno, le habían quitado las glándulas.

—Yo no sé nada de glándulas, sire, por no saber no sé ni lo que son.

—Y la mujer que gritó «milagro», la primera de todas, está claro que está compinchada con el charlatán.

—Las mujeres siempre están compinchadas con alguien, sire, el problema es cuando lo hacen contra uno.

—En eso tienes razón, Jonás.

Esperé a que el charlatán liquidara toda su mercancía. Tras hacerse de rogar y estar a punto de crear un problema de orden público, accedió a vender unos cuantos frasquitos más, eso sí, haciendo un gran esfuerzo, pero por ser un público tan fiel estaba dispuesto a hacer una excepción que dejaría sin el ansiado néctar a otras poblaciones, pero, en fin, qué se le va a hacer, así es la vida, querido público.

Mientras recogía todo el equipo —la banqueta plegable de madera, la maleta con los frasquitos, el megáfono y el saquito con las serpientes—, me fijé en sus brazos. Estaban llenos de pequeñas cicatrices, de mordeduras sin importancia y sin veneno de aquellos tristes ofidios que tenían aspecto de ser ejemplares de anticuario.

Tal como intuía, la mujer que había gritado «milagro» le ayudaba a recoger y a armar el petate.

Me presenté, tratando de mantener el mayor respeto y educación.

—Buenas tardes, me ha encantado su show, muy efectivo. Me gustaría, si no es mucha molestia, hacerles unas preguntas.

Me miró desconfiado, y por un momento me dio la impresión de que iba a echar a correr.

—No, no, por favor, no me malinterprete —me excusé—. No soy policía, ni inspector de sanidad, ni nada por el estilo. De hecho, lo que quiero preguntarle no tiene nada que ver con su trabajo… o su negocio, o comoquiera que le llame.

Solo entonces pareció tranquilizarse un poco. Suspiró hondo, intercambió unas palabras con la chica en un idioma que no entendí, pero que me pareció una lengua eslava, y me extendió la mano.

—Un placer conocerle, me llamo Sultán.

—Sultán, curioso nombre. ¿Es un nombre artístico?

—Nombre artístico, nombre propio, ¿qué más da? Pero si no le gusta llámeme como quiera, no sé, José Carlos, o Alexander, o mejor Dimitri, como le apetezca, todo me vale.

—Disculpe, no quería ofenderle. ¿Podemos hablar unos minutos, entonces, Sultán?

—Claro que sí, y si me invita a un traguito me tirará más de la lengua.

Y allá que nos fuimos los cuatro, el charlatán, su chica, Jonás y yo a una tabernilla que estaba en el primer piso de una casa colonial en medio del mercado.

Sultán, o comoquiera que se llamara aquel individuo que con seguridad había cambiado de nombre y de identidad en muchas ocasiones, conocía bien la zona. Nos contó que llevaba años por Centroamérica, pero que cambiaba con frecuencia de ciudad, de pueblo, de mercado y, en cuanto podía, de país. No me extrañó lo más mínimo su confesión, no debe de ser fácil vivir de timar a la gente pobre e ignorante, pero también comprendí que yo no era nadie para juzgar ningún comportamiento, no conocía el contexto, no tenía todos los datos. Quizás ese era el gran mal de nuestro tiempo, que todo el mundo se cree con el derecho de juzgar todo, de opinar de todo sin conocer ni una mínima parte de los hechos, como el marino soberbio que desprecia el iceberg y en realidad no sabe lo que hay debajo.

Resultó ser un tipo simpático, uno de esos personajes que caminan por la cuerda floja continuamente, un superviviente nato. Le pregunté por el «cazasueños». Se me quedó mirando muy fijamente, como si volviese a entrar en trance repitiendo su show. Entonces me dijo:

—¿Verdad que sería maravilloso que existiera un personaje así?

—¿Pero usted ha oído hablar de él? ¿Hay algo que pueda contarme? —pregunté.

—Mire usted, amable caballero —se detuvo un momento—. Por cierto, no le importa que me pida otro traguito, ¿verdad?

Asentí, le trajeron otro trago, y siguió hablando.

—Esas leyendas se cuentan por esta zona desde tiempo inmemorial —dijo—, en realidad las he escuchado también en otros lugares. Puede ser que ese individuo exista, y que sea el mismo que recorre los pueblos y los mercados, pero lo cierto es que yo nunca lo he visto, ¿o se cree que seguiría vendiendo estas pócimas si alguien viniera a hacer realidad mis sueños?

La mujer, el gancho del negocio y seguramente su pareja actual, era una rubia de mediana edad, algo regordeta y con un permanente rictus de tristeza en la cara. Asintió cuando Sultán habló, y aunque supongo que siempre asentía a lo que decía aquel hombre, tuve la impresión de que esta vez lo hacía de corazón.

Aún le invité a un tercer trago antes de despedirnos.

—Y llámeme si lo encuentra —dijo Sultán—, ya estoy hasta los cojones de esta vida de titiritero.

Me volvió a extender su mano franca, abierta, un saludo de caballeros, mirándonos a los ojos.

—Así lo haré —le dije—. Buena suerte, amigo.

Apuró su copa, guiñó un ojo, y se fue del brazo de su rubia.

—Sultán, disculpe, una última pregunta —le dije desde lejos.

Él se volvió, se caló el sombrero, soltó el brazo de la chica, y me miró.

—Dígame, pues, amigo.

—¿De qué está hecho el ungüento que vende?

Bajó la cabeza y la movió un par de veces mientras una risa tonta empezaba a invadirle.

—Será pendejo —dijo—. Pues es agua no más, buey, agua del lago. Eso sí, mezclada con un poquito de pasta de dientes para espesarla. Como ve, un producto totalmente inocuo, y de paso bueno para la salud… y para su dentadura.

Se quitó el sombrero, saludó y se marchó riéndose a carcajadas, agarrado del brazo de la rubia.

—Es una mezcla muy buena para las espinillas, sire —dijo Jonás.

—Coño, Jonás, ¿y por qué no te la aplicas, si tienes la cara llena de espinillas?

—Pues verá usted, patrón, que en mi casa nunca hubo pasta de dientes.

Jonás, ese esqueleto con ropa y con la cara llena de granos, moreno con el pelo cortado a cepillo, filósofo absurdo que te desarma. Cumplí mi promesa y esa noche lo invité a cenar.

Nos dieron una mesa tranquila, en los soportales que enmarcaban el patio del hotel donde nos alojábamos, un edificio blanco de estilo colonial que era el referente de los turistas que venían a visitar el mercado. Pedimos ensalada de frutas, y pescado, y arroz, y también algo de carne, pollo, creo recordar. Y entonces Jonás me contó su historia.

Jonás había nacido en una aldea diminuta en las montañas, cerca de la frontera con México. Un lugar muy pobre pero muy apacible, apenas unas cabañas de madera y paja en un cerro, media decena de cabras, algunas gallinas, agricultura de subsistencia y poco más. Ni electricidad, ni agua corriente, ni calefacción, ni un solo símbolo de eso que llamamos progreso o civilización. Recuerda una infancia feliz. No iba a la escuela, porque no la había, pero su madre le enseñó a leer y a escribir. O al menos eso creía Jonás, porque la primera vez que bajó a la ciudad no entendió nada de lo que vio.

Su padre estaba casi todo el día fuera de casa, buscando algo que llevar a la despensa. Digamos que era cazador, agricultor, buhonero, mercader o lo que se terciase. Un indito muy delgado que siempre había vivido en la aldea y que no aspiraba más que a ver atardecer cada día y fumarse su cigarrillo en paz. Un sabio, dijo Jonás.

Su madre, sin embargo, era una persona mucho más inquieta. Tampoco tenía estudios, ni especiales ambiciones, pero de niña había estado interna en un convento de monjas y allí aprendió dos cosas: a leer y a escribir, y a temer a la Iglesia. Siempre les hablaba a sus hijos del temor de Dios, de la llegada del apocalipsis, algo que a ella la aterraba, y que era moneda de cambio habitual en el convento. Aunque, para ser sinceros, ni Jonás ni sus hermanas le dieron nunca mayor importancia.

Y es que Jonás tenía dos hermanas, las dos mayores que él, que siempre fue el pequeño de la casa. Una era una indita pizpireta y algo regordeta a la que le gustaba fantasear con otros mundos. Algún día iré a la ciudad, solía decirle a Jonás, y a este todo aquello le sonaba muy distante.

La otra era más seria, más formal. Estaba además en edad casadera, y comenzaba a preocuparse por su futuro. En la aldea apenas había un par de muchachos de su edad, y ambas posibilidades le parecían muy poco atractivas. En cualquier caso, tonteaba con los dos mientras deshojaba la margarita de aquella ruleta de la vida.

Jonás ayudaba en casa, preparaba el fuego, iba a la fuente a por agua, recogía leña. Cuando podía se escapaba con los otros niños de la aldea a cazar lagartijas o a seguir rastros de animales.

El único libro que había en casa era la biblia, una edición antigua y barata que su madre había traído a la salida del convento. Allí encontró el nombre para su único hijo varón, Jonás. Le gustaban los nombres muy sonoros, con jotas, erres, rotundos, decía la pobre vieja, mi hijo tiene que tener un nombre rotundo. Así que pensó en llamarle Job, pero su padre se opuso, es que me parece que está incompleto, es como si faltara algo, decía. Ese algo era una sílaba más, pero el buen hombre no sabía lo que eran las sílabas.

—Jacob, entonces —dijo la madre.

—¿Y por qué no le llamamos José? —preguntó el padre.

Pues lo pensamos y mañana lo decidimos. Y se fueron a dormir. Esa noche la madre durmió mal, tuvo muchas pesadillas y alucinaciones. En mitad de la madrugada cogió su vieja biblia y la abrió por cualquier página, solo buscaba distraerse. Y la primera palabra que leyó fue Jonás. Entonces supo que su hijo se llamaría así, Jonás.

La vida pasaba apacible en la aldea, cada día era igual que el anterior y no muy diferente del siguiente. Llegaban las lluvias y llegaba la estación seca, las cosechas daban sus escasos frutos y nunca faltaban unos huevos o un poco de leche. Era todo lo que aquella buena gente aspiraba a tener.

Pero un mal día bajaron del cielo unos enormes pájaros de hierro. Al principio en la aldea todos se asustaron mucho, nunca habían visto nada igual, y además aquellos pájaros metían mucho ruido y generaban grandes corrientes de aire.

Los helicópteros aterrizaron en el llano que había justo entre las cabañitas de paja. De las tripas de aquellos pájaros de hierro salieron un montón de soldados armados hasta los dientes, con sus uniformes de campaña, sus cascos, sus botas, sus chalecos antibalas y sus armas, sus obscenas armas, cuchillos, pistolas y rifles de asalto.

No dejaron a nadie con vida. Mataron a todos los que encontraron, a dos chicas las violaron —entre ellas a la hermana casadera de Jonás— para después rematarlas de un tiro en la nuca. La madre de Jonás se quedó paralizada cuando vio llegar a aquellos tipos y ver cómo violaban a su hija. El apocalipsis —dijo— estaba escrito. Y se santiguó, justo antes de recibir un brutal golpe en la cabeza con la culata del fusil de asalto. Nunca se supo si murió del golpe o quemada entre las llamas de su choza.

—Decidles a vuestros amigos comunistas que los aniquilaremos a todos —gritó el que parecía mandar en aquella jauría.

Pero ya no quedaba nadie para decir ni eso ni nada, los habían matado a todos. Solo se salvó un chaval, delgaducho y tímido, con la cara llena de espinillas, al que la llegada de los pájaros de hierro pilló lejos de la aldea. Cuando oyó aquel estruendo se fue corriendo hacia casa, pero quiso la suerte que antes de llegar viera el aquelarre de violencia y destrucción que había bajado del cielo.

Qué raro que baje la destrucción del cielo, pensó Jonás. Esto debe de ser ya el infierno, todo está ardiendo. Ya lo decía mi madre, tenía razón la viejita, esto iba a llegar.

Los milicos disparaban ráfagas a la maleza, por si aún quedaba alguien con vida. Una de esas balas sueltas estuvo a punto de volarle la cabeza a Jonás, desprendiendo un buen trozo de astillas de un árbol que había a su lado. El árbol era un gran roble centenario, pero que hacía ya tiempo que había muerto, y aunque aún se sostenía en pie, tenía el grueso tronco completamente vacío.

Y así fue como se salvó Jonás, escondido en el vientre de un árbol en lugar de en el de una ballena, pero vientre protector al fin y al cabo. Acurrucado allí dentro, paralizado por el miedo, pudo escuchar las risas de los soldados, las ráfagas de disparos alocados y, finalmente, el ruido ensordecedor de los pájaros de hierro alejándose.

Estas deben de ser las trompetas del juicio final del que hablaba madre, pensó.

Cuando desapareció el ruido se quedó inmóvil, conteniendo la respiración. Aún tardó dos días en salir del árbol.

Jonás nunca supo que los pájaros de fuego los había enviado un tal Efraín Ríos Montt, ni que las armas que mataron a su familia eran cortesía de la CIA. De hecho, nunca supo qué era la CIA, ni los comunistas, ni dónde quedaba la URSS, ni lo que era el telón de acero. Nunca lo supo y nunca le interesó. Lo único que sí le quedó claro es que el ser humano puede ser diabólicamente cruel, y que, al final, todos estamos solos y desamparados bajo las estrellas, por muy hermosas que sean estas.