La primera vez que oí hablar del «cazasueños» fue en el pueblito de San Lucas Tolimán, a orillas del lago Atitlán. Me contó la historia un viejito enjuto y arrugado, de piel oscura y mirada triste. Era muy bajito, y además los años y la artrosis lo habían doblado hasta convertirlo en algo parecido a un muñeco de trapo.
Vestía al modo tradicional, con un gran sombrero de ala ancha, unos pantalones que le llegaban poco más abajo de las rodillas, camisa campera y sandalias abiertas. Fumaba sin parar, y las volutas de humo que salían de aquella boca sin dientes me recordaron a los volcanes que nos rodeaban y que, de vez en cuando, engañaban a las nubes con su bufido blanco.
Habló largo rato el viejito, de corrido, como si arrastrara las palabras. Lo hacía en zutuhil, un idioma precolombino del que no entendía una palabra.
—¿No habla otro idioma? —le pregunté a Jonás, el chico que me hacía de conductor y guía por aquellas tierras.
Jonás intercambió unas palabras con el viejito.
—Dice que también habla katchakel, sire —respondió Jonás.
—No importa, mejor me haces tú de intérprete.
Y así fue como el viejito me contó la historia del «cazasueños». Al parecer hacía tiempo que este personaje misterioso vagaba por el altiplano. Muy poca gente lo había visto, pero todos conocían su historia y habían oído hablar de él. Su forma de operar era muy sencilla: un buen día, sin que nadie supiera por qué, se te presentaba, te preguntaba cuál era tu sueño y, como un cazador que sale al monte a cobrarse una presa, volvía al poco tiempo haciendo realidad tu sueño deseado.
—¿Así de fácil? —pregunté.
El viejito esperó a que Jonás tradujera mi pregunta, hizo una mueca que parecía una sonrisa, dio una larga calada a su cigarrillo, y siguió hablando.
El «cazasueños» nunca se presentaba a más de una persona al tiempo, nadie podía llamarle ni solicitar sus servicios, era él quien elegía dónde y cuándo aparecía, y solo «cazaba» un sueño por persona, una vez cumplida su misión, no volvía a presentarse ante el afortunado.
El viejito dijo que el «cazasueños» se movía por los alrededores del lago, por las montañas, por el llano, abarcando una extensión inmensa de terreno. Esa fue la palabra que usó el viejito, inmensa, según tradujo Jonás.
—¿A qué llama inmensa extensión de terreno? —Miré a Jonás para que le tradujera.
Intercambiaron unas palabras.
—Todo lo que está más allá. El viejito no ha salido nunca de este pueblo —tradujo Jonás.
Soplaba una brisa limpia, ese aire que refresca al atardecer y parece llevarse todo el polvo, el sol y el cansancio del día. A veces parece llevarse también las nubes negras y la angustia, la tristeza y la soledad, pero seguramente no son más que alucinaciones.
—¿Le apetece un cigarrillo? —ofrecí al viejito.
El viejito alargó su mano y tomó dos. Después dijo algo.
—Dice que tiene usted una pitillera muy bonita —tradujo Jonás.
Mi vieja pitillera de plata, en realidad era el único recuerdo que me quedaba de mi exmujer. Me la había regalado por un cumpleaños, en una de aquellas épocas en las que infantilmente piensas que el amor es para siempre y que nunca nos separaremos, en que nos juramos amor eterno. El divorcio, como si se tratara de un tornado, se había llevado por delante toda mi vida anterior, dejándome perdido, desorientado y a la deriva. Y además sin blanca. Pero eso sí, la pitillera de plata, aunque solo fuera por costumbre, seguía acompañándome allá donde fuera.
Fue difícil sacarle más información al viejito. Unas cuantas preguntas retóricas sin apenas respuestas, y poco más. Cuando ya estaba a punto de despedirme, el viejito soltó una larga parrafada. Me quedé mirando a Jonás, esperando a que me tradujera.
—Dice el abuelo que vaya usted al mercado de Chichicastenango, que por allí cuentan historias sobre el «cazasueños», que si tal que si cual.
—¿Que si tal que si cual? —repetí perplejo.
—Disculpe, sire —respondió Jonás—, es que no he entendido bien lo último que me decía.
El viejito sonrió, alargó la mano para saludar, y dio por finalizado el encuentro. Cuando se alejaba, caminando lento y encorvado, se detuvo un segundo, se giró hacia mí y volvió a decir algo.
—Dice que le desea mucha suerte, que ojalá se hagan realidad sus sueños, y que, cuando vuelva de Chichicastenango, si aún no ha encontrado al «cazasueños», vuelva a visitarle, que estará encantado de volver a verle y ayudarle.
Los ojos de aquel anciano a quien acababa de conocer clavados en los míos, su sonrisa y sus amables palabras me dejaron muy impresionado. Así que antes de que se fuera definitivamente dije bien alto «un momento, por favor», y no hubo necesidad de que Jonás tradujera nada. Me acerqué al viejito, que seguía allí en pie, encorvado, apoyado en un bastón que más parecía una baqueta, y sin dejar de sonreírle le regalé mi pitillera de plata.
—Me gustaría mucho dársela en prueba de mi agradecimiento —dije.
El viejito soltó el bastón, la cogió con ambos manos, le dio una vuelta, después otra, la abrió, la cerró, contó los cigarrillos que quedaban dentro y, finalmente, la besó y se la guardó en el bolsillo de la camisa campera. Dijo unas palabras que no entendí pero que no necesitaban traducción, Jonás me lo corroboró después, muchas gracias, hijo, que tengas mucha suerte, que Dios te bendiga y cosas por el estilo.
Esa noche, en la placita del pueblo, después de comprarme un paquete de cigarrillos, mientras me tomaba una cerveza Gallo, me sentí bien por vez primera en años. Desprenderme de aquella pitillera era el último capítulo de una historia que llevaba haciéndome daño mucho tiempo, el recuerdo del amor perdido, de la estabilidad perdida, de la felicidad perdida, el recuerdo de sus abogados y de su crueldad, de una persona en la que no podía reconocer a la adorable criatura que tiempo atrás me había robado el corazón y el alma, y que ahora me robaba la cartera y la calma.
Llamé a Jonás.
—Dígame, sire.
—¿Mañana es día de mercado?
—Sí, señor, como todos los jueves.
—Muy bien, pues mañana salimos para Chichicastenango.
—A mandar, patrón.
Jonás era un joven de poco más de veinte años, aunque aparentaba muchos más. Muy delgado, la cara llena de espinillas, con el pelo negro azabache cortado a cepillo, parecía un esqueleto vestido, como si debajo de su camisa y de sus pantalones no hubiera más que huesos. Era muy callado, nunca hablaba si no se le preguntaba, pero era extremadamente servicial y eficiente. Lo había encontrado por casualidad en la Plaza de Armas de La Antigua. Estaba sentado en un banco del parque, silencioso, sin hacer aparentemente nada. Quiero decir que no parecía estar descansando, ni meditando, ni esperando a alguien, ni leyendo, ni tomando el sol ni guarecido a la sombra, las cosas habituales que uno podría estar haciendo sentado en un banco del parque. Tampoco estaba esperando el autobús, ni acompañando a una novia, o a unos niños, o a una anciana. Ni vendiendo merca, ni traficando, ni prostituyéndose, ni escribiendo versos. Simplemente estaba allí, sin hacer nada, como podría haber estado en cualquier otro lugar, dejando pasar el tiempo.
Me acerqué a él.
—Buenas tardes —le dije—, voy a estar unos días por esta zona y estoy buscando a alguien que me haga de guía y de traductor a las lenguas indígenas, ¿usted podría recomendarme a alguna persona?
Se me quedó mirando, con esos ojos entre sorprendidos y velados.
—Pues con mucho gusto yo mismo, sire —dijo—. Si usted me acepta, claro.
—Pues no se hable más. Mañana temprano salimos. Vente a este hotel —le extendí una tarjeta— a las ocho en punto.
—Allí estaré, sire. Buenas tardes.
Y allí se quedó, sentado en el banco, sin descansar ni meditar ni esperar a nadie, ni leer ni tomar el sol ni guarecerse a la sombra, sin esperar el autobús ni acompañar a novias, niños o ancianos, sin traficar ni prostituirse ni vender nada. Sin escribir versos. Simplemente allí se quedó, dejando pasar el tiempo. No me preguntó cuánto iba a pagarle, ni cuántos días íbamos a estar fuera, ni cuál era el propósito de mi viaje, ni qué lugares íbamos a recorrer. No me preguntó quién era yo, ni qué demonios hacía aquel gringo cuarentón en Guatemala. En realidad no me preguntó nada, pero al día siguiente, puntual a la hora marcada, estaba esperándome en la puerta del hotel.
Solo entonces me di cuenta de que si aquel chico no conocía nada de mí, yo tampoco sabía nada de él. Podía ser un loco, o un asesino, o peor aún, un inútil y un pesado. Pero me temía que ya era tarde para averiguarlo. De momento tenía una duda más prosaica.
—Sabes conducir, ¿verdad?
—Eso creo, sire.
Bueno, pensé, que tenga que ser lo que tenga que ser. Le di las llaves del todoterreno que había alquilado.
—Pues harás también de chófer.
—A mandar, patrón.
Nos sentamos en el coche. Nadie se movió, ni un solo gesto. Esperé un momento más. Nada.
—Pero arranque, por favor, hombre de dios —le grité.
—Es que no me ha dicho a dónde quiere ir, sire —respondió.
No le faltaba la razón al chaval. Esa era la lógica de aquel hombre, había que ir marcándole cada paso. Su respuesta tan seria —y a la vez tan sabia— me hizo sonreír, una sonrisa que pronto se tornó en risas y al cabo en una carcajada. Esto va bien, pensé.
—Por cierto, chico, ¿cómo te llamas?
—Jonás, sire, para servir a Dios y a usted.
Salimos en dirección al lago Atitlán, con la idea de recabar información para un libro que estaba escribiendo. Se trataba de recoger en un mismo volumen diferentes leyendas que se contaban por Centroamérica y que iban pasando de generación en generación. Era un viejo proyecto en el que llevaba tiempo trabajando, y que había ido postergando por las razones más variopintas. Pero curiosamente el divorcio que tanto daño me había hecho, llevándose todo por delante, había sido la espoleta para volver a activar esta idea.
—¿Te llamas Jonás por la ballena? —pregunté.
—En el lago Atitlán, que yo sepa, no hay ballenas, sire.
Y así eran todas las conversaciones con Jonás.