El lunes era el día de descanso. Bruno solía aprovechar para dormir hasta cansarse de dar vueltas en la cama, arreglar sus cosas, dar un paseo y poco más. Pero como esta era ya su última semana en el hotel, y este —por tanto— su último día libre, decidió aprovecharlo bien. Se levantó muy temprano, con la idea de ir a desayunar a una cafetería del centro de la ciudad en la que, al parecer, hacían unos croissants increíbles que, acompañados por un buen café espresso o un chocolate, le daban a uno energía para empezar el día como un príncipe.
No eran más de las nueve de la mañana cuando llegó a la placita del casco viejo de Ginebra en la que estaba la cafetería. Había amanecido un día soleado, radiante, y además apenas soplaba el viento. Así que decidió sentarse en la terraza, una mesita redonda en una esquina desde la que se podía ver el trajín de la ciudad que, a esas horas, empezaba a funcionar con la precisión —cómo no— de un reloj. Se sentó y esperó a que llegara el camarero, pero lo que ocurrió a continuación, quien en realidad llegó, no estaba previsto en ningún plan, seguramente ni en sus mejores sueños, porque allí, de pie frente a él, la condesa Alma Capogentile sonreía alegre.
—Qué sorpresa, Bruno. La verdad, así, vestido de calle, sin el uniforme del hotel, casi no te reconozco.
Él se ruborizó, solo un poco, lo imprescindible para que se le enrojecieran por un momento las mejillas. Ella se dio cuenta y no quiso jugar con el chico. Vestido así estás mucho más guapo, le dijo. Gracias, sonrió él, y con la sonrisa iban de propina los hoyuelos de las mejillas.
Hubo un momento de silencio, algo absurdo, hasta que tuvo que ser ella de nuevo la que lo rompió.
—Pero bueno, ¿me vas a tener aquí de pie toda la mañana?, ¿es que no me vas a invitar a sentarme a tu mesa?
Bruno se levantó como un resorte, torpe, por supuesto, pero rápido al menos. Tiró su silla al levantarse, mientras tartamudeaba una excusa, disculpe, condesa, por favor. Ella se rio y aceptó encantada la silla que Bruno le brindaba. En realidad, dijo, suelo sentarme en la mesa de la otra esquina, la que queda justo al otro lado. Desde allí se tiene una vista mejor de la plaza y de la gente que pasa por ella. Es muy curioso lo que se puede aprender observando a la gente, es, no sé, como ir de safari, urbano pero safari al fin y al cabo.
—¿Viene usted mucho por aquí? —preguntó Bruno.
—Supongo que menos de lo que debería —dijo ella—, teniendo en cuenta que soy la dueña.
—Vaya, no sabía… —musitó Labastide—. Ahora entiendo por qué no desayuna todos los días en el hotel.
—Bueno, este es uno de los regalos que me dejó mi difunto Gaetano, digamos que dejó las cosas bien atadas.
—Lo siento —dijo Bruno—, no sabía que fuera usted viuda.
Ella sonrió, le acarició la mejilla con ternura, rozándole la comisura de los labios, y le dijo:
—No te preocupes, caro, de eso hace ya tanto tiempo que ni me acuerdo. Lo importante ahora es vivir.
Los camareros servían aromáticos chocolates, tazas humeantes de café y croissants recién horneados que prometían derretirse en la boca. Uno de ellos, el que parecía más veterano, se acercó a su mesa, saludó a la dama con un gesto servil, le preguntó si tomaría lo de siempre —a lo que esta contestó afirmativamente con un simple movimiento de cabeza—, y entonces, dirigiéndose a Labastide, le preguntó:
—Y el señor, ¿qué va a tomar?
Bruno sonrió, miró a la condesa, le guiñó un ojo, y finalmente dijo:
—El señor tomará champán.