El pianista ha dejado ya de tocar. Los últimos clientes apuran los restos de sus copas y abandonan el bar. Bruno comienza entonces a recoger, limpiar las mesas, cerrar la caja, comprobar el inventario y dejar bien relucientes y colocadas las botellas para el día siguiente. El pianista le acompaña. Se ha sentado en el taburete más cercano al piano, el mismo en el que la dama había tomado su champán, el mismo en el que se sentaba cada noche.
—Ponme un whisky, chaval, y sírvete otro para ti, que ya se ha acabado la jornada —dice el pianista.
A Bruno le duele aún la cabeza de la noche anterior y lo último que desea es tomarse un whisky. El pianista parece adivinar lo que piensa.
—No te preocupes, ocurre solo al principio, luego te acostumbras y ya no puedes vivir sin él.
Bruno se sirve poco más que un chupito y lo rebaja con agua. El pianista sonríe con complicidad. Al principio beben en silencio, uno a cada lado de la barra, sin apenas mirarse. Y de repente, sin previo aviso, sin que nadie sepa qué mecanismo se ha activado en su cerebro, el pianista empieza a hablar. Ya había ocurrido la noche anterior, y ocurrirá muchas otras, como si un extraño resorte se activara en la cabeza del pianista y le forzara a hablar, a sacar fuera los fantasmas que le atormentan. Fue por esa época cuando Bruno se dio cuenta de que poseía una gran e inusual cualidad: sabía escuchar. Se lo confirmó el propio pianista el día en que se despidieron.
—Sabes escuchar, chaval, eso es bueno. Escuchar es siempre más inteligente que hablar, te lo digo yo, que solo hablo a partir del cuarto whisky.
Noche tras noche, tras cerrar el bar, Bruno fue aprendiendo a querer al pianista, a aceptar el porqué de su comportamiento extravagante, aunque no entendiera sus razones. Bruno era un chico muy tímido, y rara vez se atrevía a hacer preguntas personales. Pero había una que le parecía obvia y que llevaba tiempo queriendo hacer. Por fin una noche se atrevió.
—¿Cómo te llamas, pianista? Nunca me lo has dicho y aquí todos te llaman el pianista.
Este soltó una carcajada, apuró de un trago lo que quedaba en el vaso, y contestó con sorna:
—Mira, chaval, Markus nunca le dice a nadie cómo se llama.
Eso fue todo lo que pudo averiguar Bruno respecto a su amigo, que se llamaba Markus, que tocaba el piano en un hotel de Ginebra, que salía a botella de whisky diaria, y que nunca, jamás, en toda su vida, había fallado una nota.
Pero en el hotel, como en todos los entornos pequeños, resulta difícil guardar secretos. Igual que en las familias, en las que siempre hay alguien dispuesto a rasgar el velo de lo que los demás quieren ocultar. En esta ocasión fue el concierge, quien al día siguiente, enarcando las cejas y quitándose las gafas de leer, le contó a Bruno lo poco que sabía del pianista.
Al parecer, era cierto que se llamaba Markus, aunque nadie en el hotel había visto nunca su pasaporte. Llevaba ya varios años viviendo en Ginebra, y desde el primer día había demostrado ser un tipo huraño pero cortés. Había llegado a un acuerdo con el director del hotel y tocaba cada tarde hasta el cierre del bar. Por ello percibía un sueldo modesto, pero a cambio nadie le contaba los whiskys que se tomaba y que, de haberle sido facturados, seguramente sumarían más que su paga. Digamos que ese acuerdo, tácitamente, iba en el contrato. Vivía en una habitación diminuta de una pensión barata de la Rue des Clochards. Eso lo sabía el concierge porque en cierta ocasión el pianista había olvidado su maletín de cuero con las partituras y hubo que enviar al botones a buscarlo. Y, por supuesto, también se sabía que era el único pianista del mundo que jamás había fallado una sola nota.
Todo lo demás eran meras suposiciones, rumores que no habían podido ser contrastados. Se decía, por ejemplo, que el pianista había tenido que huir por pies de Buenos Aires después de verse envuelto en un asunto turbio de drogas que le costó la vida a una jovencita risueña y bohemia, una chica rebelde hija de una buena familia de Mar del Plata. No es que el pianista traficara, simplemente que estaba en el lugar equivocado cuando no debía. También se comentaba que el pianista había podido tener una carrera muy brillante, que era una gran promesa, pero que un día, sin motivo aparente, dejó de serlo. Y eso era todo, poco más se sabía de aquel hombre.
A Bruno, en realidad, quien le quitaba el sueño era la dama. Y como de ella nadie quería contarle nada, decidió hacer algo que quizás no era lo más correcto, pero tampoco era ilegal. Una tarde, después del almuerzo, mientras todo el hotel dormitaba indolente, Bruno se coló en las oficinas que había detrás de la recepción y buscó la ficha de ingreso de la dama. No tardó en encontrarla, y como el ladrón primerizo y torpe que ya ha conseguido abrir la caja fuerte y tiene las joyas ante sus ojos, se puso nervioso, cerró el cajón de un golpe seco, y salió corriendo.
Esa misma noche volvió a beber con el pianista. La rutina, que para eso se llama así, se había repetido, la dama que se sienta en el taburete más próximo al piano, el champán, los escasos clientes que piden algún cóctel básico, el pianista que no falla notas, la dama que sonríe y canturrea en silencio algunos temas, y la gran lámpara con las bombillas fundidas que a todos ilumina. Al principio, como de costumbre, bebieron en silencio, uno a cada lado de la barra, jugando con los posavasos y con las cabezas bajas.
—¿Qué vas a hacer cuando te vayas del hotel? —preguntó de golpe el pianista.
Bruno se sobresaltó y musitó una especie de no sé, no lo he pensado.
—Pero apenas te quedan unas semanas aquí —insistió el pianista—. Tienes que pensar qué vas a hacer.
Labastide se encogió de hombros, mientras jugaba con las piedras de hielo que se derretían poco a poco en su vaso de whisky.
—La verdad es que no tengo ni idea —terminó por decir—. Estoy muy confundido, no sé lo que voy a hacer.
Entonces sus mejillas tomaron un color rojo intenso, un rubor inocente que hizo sonreír al viejo pianista.
—No te preocupes —dijo—, eso nos ha pasado a todos.
—Ya —respondió Bruno—, pero yo es la primera vez que se lo cuento a alguien.
Entonces el pianista soltó una carcajada de las suyas, de esas que venían sin avisar, e hizo algo insólito. Se quitó de nuevo los guantes, estiró los dedos, crac-crac, abrió la tapa del piano y comenzó a tocar. Sirve otros dos, gritó, mientras atacaba una versión muy libre del Money, money de Cabaret. Cuando terminó de tocarla —se veía que estaba disfrutando—, volvió a sentarse en la barra frente a Bruno, dio un trago largo al whisky recién servido y dijo:
—Dinero, chaval, dinero. Haz dinero. Si no sabes lo que vas a hacer en la vida, yo te diría que hagas dinero. El dinero soluciona el ochenta por ciento de los problemas que nos encontramos en la vida, si tienes dinero es como si saltaras del trapecio con red, da igual las veces que te caigas, siempre podrás levantarte y empezar de nuevo como si nada.
Bruno sonrió con la mirada, y al hacerlo se le marcaban un par de hoyuelos en las mejillas, la marca de la casa, el arma definitiva. Entonces preguntó:
—¿Y qué pasa con el veinte por ciento restante, el que no se puede comprar con dinero?
El pianista volvió a sonreír, pero esta vez su sonrisa era más una mueca triste que otra cosa. Apuró otro trago y dijo:
—Ese veinte por ciento que no puede comprar el dinero son la salud y el mal de amores. Ante eso no hay nada que hacer, chaval, no hay oro en el mundo capaz de aliviarte, capaz de comprar tu calma. Si en la salud o en el amor pintan bastos, chaval, date por jodido.
Se hizo un silencio espeso, largo, que rompió el pianista con otra carcajada sin motivo de las suyas. Pero para todo lo demás el dinero es la solución, gritó. Brindemos, chaval. Y brindaron. Vaya si brindaron, una y otra vez, hasta que la segunda botella ya casi agonizaba y por el este comenzaba a intuirse la claridad del nuevo día.
Entonces, de repente, y tras un largo rato de silencio, el pianista levantó la cabeza del vaso, cogió su maletín y se fue. Buenas noches, chaval. Muchas gracias. Fue la primera vez que el pianista le daba las gracias, y tan simple detalle a Bruno consiguió emocionarle. Gracias a usted, replicó. El pianista se paró en medio de la sala, con su chaqueta al hombro, los guantes protegiendo sus manos y su maletín de cuero. Se dio la vuelta y dijo: eres un buen chico, sabes escuchar y sabes sonreír. Llegarás lejos, pero recuerda, dinero, joven Labastide, dinero. Eso lo soluciona todo, y para el resto no le des más vueltas, no hay arreglo.
Bruno escuchó lo que decía el pianista, pero en realidad no le prestó demasiada atención, porque al verlo detenerse allí, en medio del bar, sobre la alfombra persa que algún día había sido mullida, no pudo evitar pensar en el gesto que, cada noche, en ese preciso lugar, hacía la dama, tocándose el lóbulo de la oreja y quitándose los zapatos de tacón para caminar, como una condesa descalza, rumbo a su habitación.
Como el criminal siempre regresa a la escena del crimen, al día siguiente Bruno volvió a colarse en la pequeña oficina que había tras la recepción. Aprovechó la misma hora que el día anterior, ese momento lánguido de la sobremesa en que el mundo parece detenerse. Esta vez iba ya con la lección bien aprendida, sabía dónde estaban los documentos de la reserva que le interesaba consultar, y esperaba tener el temple de profesional que le había faltado el día anterior. Así que miró a un lado y a otro, vio que nadie se fijaba en él, abrió el cajón de las reservas, buscó la ficha de inscripción que le interesaba, y allí mismo, con el corazón palpitando desbocado por la tensión, la leyó. Bueno, quizás fuera más preciso decir que la estudió, que la memorizó, porque en cuanto terminó de leer salió de allí corriendo como si hubiera cometido el más horrendo de los crímenes. Y a decir verdad, sí había hecho algo que, sin llegar a ser un crimen deleznable, cuando menos estaba feo: había mirado la fecha de nacimiento de la dama.
Y resultó que la condesa descalza de sus sueños era, en realidad, una condesa de verdad. La dama, según la documentación que obraba en la recepción del hotel, se llamaba Alma, condesa Alma Capogentile, pasaporte del Estado independiente de San Marino, aunque nacida en Ajaccio, Córcega, cuarenta y seis años atrás. La dama se había registrado en el hotel hacía ya algo más de dos meses, liquidaba su cuenta semanalmente mediante cheque nominativo —allí estaban las copias de todos ellos—, incluyendo los abundantes extras de restaurante, servicio de habitaciones, masajes, floristería, lavandería y champán, muchas botellas de champán. La reserva de su habitación estaba abierta, es decir, que la dama no había previsto aún el día de su partida, y al hotel, por su parte, parecía no importarle que su inquilina improvisara sus planes.
Se alojaba en la habitación 324, la suite de la tercera planta con terraza y vistas al lago. Bruno nunca había estado en ella, pero se sabía de memoria el plano de emergencias del hotel, y recordaba bien esa habitación, con unas dimensiones que triplicaban ampliamente a las demás.
A partir de ese momento, la atención de Bruno por la dama se convirtió en obsesión. La condesa Alma Capogentile era el único pensamiento que vivía en su cabeza, daba igual lo que estuviera haciendo, ella siempre estaba presente. Pero si había un momento especialmente delicado, era el de irse a dormir, meterse en la cama y no conseguir pegar ojo, dando vueltas y vueltas con la imagen de la condesa en su mente. A partir de ese día empezó a apreciar aún más las largas charlas con el pianista, que le proporcionaban un estado de sopor y embriaguez que le hacía dormir como un bebé y olvidarse, por unas horas, de la dama.
Porque cuando pensaba en ella su corazón se disparaba. Servirle el desayuno cada mañana era una dulce tortura, por nada del mundo hubiera consentido que otro lo hiciera por él, pero al mismo tiempo sudaba en frío y sentía un persistente cosquilleo en el estómago. ¿Sería eso lo que los demás llamaban amor?
Un día amaneció inusualmente frío y lluvioso. Los clientes tomaban el desayuno en el interior del comedor, viendo por los cristales cómo caía la lluvia sobre el lago. Ella, sin embargo, decidió sentarse afuera, como cada día. Y allí, bajo el gran toldo azul que cubría la terraza, y por el que se deslizaban las finas gotas de lluvia, Alma Capogentile sacó un cigarrillo de su pitillera, cruzó las piernas y esperó su desayuno. Hoy iba abrigada con una gabardina cruzada con cinturón de hebilla ancha y unos pantalones de franela gris. El pelo recogido, dejando a la vista un cuello suave y palpitante que a punto estuvo de conseguir —sin pretenderlo— que Bruno tirara la bandeja al suelo, un cuello que era una descarada invitación al vampirismo.
—Buenos días, señora —saludó el camarero mientras dejaba sobre la mesa el plato de fresas y la copa de champán.
—Gracias, Bruno —dijo ella.
Él se ruborizó, ¿cómo sabría ella su nombre? Quizás era una buena señal, señal de que le había interesado y a lo mejor hasta le había provocado curiosidad y… Ella pareció intuir sus pensamientos y, sonriendo, le dijo:
—Bruno, te llamas Bruno, supongo, al menos eso pone en tu placa.
En efecto, las malditas placas que llevan los camareros en sus uniformes. Bruno se sintió como si fuera un perro. A la condesa parecía divertirle la cara de enojo y vergüenza del joven camarero. Decidió no alargar el juego para no ser muy cruel.
—Es un nombre muy bonito —dijo.
—Gracias, señora —balbuceó él.
Al cabo de un rato le rellenó la copa de champán. Seguía lloviendo sobre Ginebra, o quizás llovía solo sobre el hotel, porque allí dentro se creaba un mundo extraño alejado de las reglas de la realidad.
—Bruno, por favor, ¿me das fuego?
La condesa se había quedado sin cerillas. Tenía un cigarrillo en los labios, y pese a ello hablaba con absoluta perfección, incluso más sensual que de costumbre. Bruno no llevaba mechero ni fósforos encima, así que a punto estuvo de ponerse a frotar dos piedras para satisfacer el deseo de la dama. Afortunadamente, esta vez funcionó más rápido su atribulado cerebro, vuelvo en un instante, madame. Mademoiselle, dijo ella con mirada socarrona. Y él pensó que ojalá le tragara la tierra. El caso es que al minuto estaba de vuelta con una cajita de cerillas sobre un plato de porcelana que dejó sobre la mesa, al lado de la copa de champán.
—Aquí tiene, madame, quiero decir… mademoiselle —dijo él.
Ella ladeó la cabeza, se acarició el lóbulo de la oreja y dijo:
—He pedido que me des fuego, no que me dejes unas cerillas sobre la mesa.
No era justa la batalla que se estaba librando, la dama partía con inmensa ventaja sobre las torpes tropas del neófito Labastide. Pero todo aprendizaje es duro, y si es cierto que cuanto más duro mejor es, este, desde luego, era toda una clase magistral.
Bruno encendió uno de los fósforos. Cuando se lo acercaba a la dama se apagó. Volvió a ocurrir de nuevo una segunda vez, e incluso una tercera, el viento jugaba en contra y no parecía dispuesto a colaborar. Ella esperaba sin alterarse con el cigarrillo entre los labios, disfrutando con un puntito de sadismo de las tribulaciones del joven y guapo camarero. Y entonces Bruno hizo algo que consiguió sorprender a la condesa, algo que jamás se habría esperado de él. Con delicadeza, pero también con firmeza, Bruno había arrebatado el cigarrillo de los labios de la dama, se lo había puesto él en la boca, se había girado para evitar las ráfagas de viento que, una y otra vez, apagaban la llama, y lo había encendido. Le dio una calada larga, para asegurarse de que prendía, y entonces lo depositó muy suavemente, con los dedos, entre los labios de la condesa.
Esta esbozó algo parecido a una sonrisa, lo miró con descaro de arriba abajo, dio una larga calada a su cigarrillo, tomó un sorbo de champán, y finalmente susurró:
—Gracias, caballero.
Esa tarde, el concierge llamó a Bruno, acércate un momento, chaval.
—¿Qué ocurre? —preguntó Bruno.
—Nada —dijo el concierge—, simple curiosidad, quería hacerte una pregunta.
—Adelante —dijo Bruno.
—¿Qué le has dicho esta mañana a la condesa durante el desayuno?
Bruno pensó que se iba a desmayar allí mismo, imaginando que la dama se había ofendido por su comportamiento, y que se había quejado a sus superiores, y ya se veía recibiendo una severa reprimenda o, directamente, haciendo el petate y dejando avergonzado el hotel. Se sobrepuso un poco, lo justo para preguntar si se había quejado de algo o había hecho alguna reclamación por su servicio. El concierge, sorprendido por las preguntas, enarcó las cejas en su gesto característico, se quitó las gafas de leer y dijo:
—No, no sé por qué dices eso. Simplemente te lo preguntaba porque hoy, cuando la señora condesa subía a su habitación tras el desayuno, me ha dicho: este chico, Bruno, apunta maneras.
Esa tarde ocurrió algo extraño. El pianista llegó puntual, a su hora, pero esta vez no se había afeitado. Llevaba además el pelo revuelto, como si se hubiera levantado directamente de la cama y hubiera ido al trabajo, una jornada que comenzaba a las ocho de la tarde. Cuando lo vio entrar, Bruno se preocupó, pero lo hizo más aún cuando, al ir a servirle el primer whisky, el pianista le dijo negando con la cabeza: gracias, chaval, dentro de un rato.
El resto del procedimiento sí lo siguió a rajatabla, abrió el maletín, las partituras encuadernadas preparadas, los guantes que desaparecen y el crac-crac de los dedos al hacer estiramientos. La Bohème. Vaya, hoy está melancólico, piensa Bruno, os hablo de un tiempo que los menores de veinte años no pueden conocer, Montmartre, etcétera.
Al rato apareció la dama. Llevaba un espectacular vestido rojo que dejaba sus brazos y su espalda al aire, y a Bruno se le hizo la boca agua. Se sentó en el sitio de siempre, guiñó un ojo cómplice al joven camarero, se giró hacia el pianista y le saludó cortés con una leve inclinación de cabeza. Este, con gesto taciturno, correspondió con la mirada, tras lo cual cerró los ojos y se concentró en la música, esa noche tocaba sin necesidad de consultar la partitura.
El día había sido triste, gris, como si se hubiera equivocado de estación y se hubiera bajado en el verano cuando su destino era el otoño. Ese ambiente se notaba en el bar, más apagado que de costumbre, clientes cansados, bebiendo en silencio o con conversaciones a media voz. Momento propicio para las confidencias. Tras el incidente del cigarrillo por la mañana y la confesión del concierge contándole el comentario de la condesa, Bruno se sentía más fuerte, más seguro de sí mismo. Así que en cuanto terminó de preparar un negroni para un caballero que estaba al otro lado de la barra —¿un negroni por la noche?, pensó Bruno—, reunió todo su valor, se miró de refilón en el espejo del mueble bar para asegurarse de que estaba guapo, carraspeó para limpiar la voz y, sin disimularlo, armado tan solo con su sonrisa que marcaba dos hoyuelos en las mejillas, se dirigió a la dama y le preguntó:
—¿Ha tenido un buen día, señora?
Ya, no era una pregunta muy comprometida ni precisamente muy original, pero por algún lado había que empezar, y si esa cortesía servía para romper el hielo, habría significado mucho más de lo que aparentaba a simple vista.
Ella jugueteó con su dedo sobre el borde de la copa, miró al camarero y con una media sonrisa le dijo:
—Sí, ha estado bien, gracias.
Vaya, no iba a ser fácil, pensó Bruno, ella no iba a darle mucha ventaja ni a facilitarle la tarea, respuesta cordial pero escueta. La pelota volvía a estar en su tejado. Volver a preguntar y arriesgarse a una respuesta cortante o emprender una retirada elegante y a tiempo, antes de que la dignidad registre heridas graves o incluso bajas. Pero Bruno no era un chico valiente, entre sus cualidades no estaba esa, o quizás era simplemente tímido y llevaba su timidez más allá de la cuenta, el caso es que ante la respuesta de la dama sonrió y se retiró silencioso hacia el centro de la barra. Fue entonces ella, la condesa, la que decidió echarle un cable, aparcando por un momento su dulce sadismo.
—Y tú, Bruno, ¿has tenido un buen día?
El chico recibió la frase como una descarga eléctrica. Dio media vuelta y volvió hacia la esquina de la barra donde se sentaba la dama. Y así fue como, por vez primera, la condesa y el joven Labastide entablaron una conversación que iba más allá de monosílabos y cortesías. Y de pronto el pianista dejó de tocar. Lo hizo a mitad del Yesterday, y el silencio sobresaltó al camarero, que, absorto en su conversación con la condesa, no se había dado cuenta de que el pianista llevaba ya un buen rato reclamando un vaso de whisky con tres piedras de hielo. Se lo sirvió a la carrera, y entonces todos sus problemas parecieron tan lejanos, como decía la canción, que siguió sonando con normalidad ante la apatía de los cuatro clientes que había esa noche lluviosa, esa noche rara, en el bar del Hôtel des Étoiles.
—Condesa —dijo Bruno.
—¿Por qué sabes que soy una condesa? —cortó ella con sequedad.
Esta vez Labastide estuvo rápido, en un hotel como este todo se sabe, respondió. Le preguntaba, condesa, continuó el joven camarero, si me permitiría hacerle una pregunta, digamos, personal. Vaya, por fin, pensó ella, esto se anima. En lugar de responderle le hizo un gesto con los ojos que era una clara invitación a que continuara.
—Es solo una curiosidad sin importancia —dijo Bruno.
Aún carraspeó un par de veces antes de preguntar:
—Y usted, condesa, ¿por qué solo bebe champán?
Ella sonrió, no pensaba que esa fuera la pregunta tan personal que iba a hacerle el joven Labastide, pero reconocía que tampoco estaba mal.
—Bueno, verás —comenzó la dama—, puedo darte un montón de razones, pero para hacértelo más corto y ya que pareces tan interesado en mis costumbres, te las resumiré en tres.
Bruno tragó saliva nervioso, se daba cuenta de que había cruzado una barrera peligrosa, la de preguntarle intimidades a aquel pedazo de mujer que esa noche, envuelta en su vestido rojo, estaba más irresistible que nunca.
—La primera razón —dijo la condesa— es muy simple: me gusta. Tan sencillo como eso. Me gusta mucho. La segunda —continuó, haciéndose ahora más insinuante— es que me sienta muy bien, y cuando algo le sienta bien a tu cuerpo, hay que dárselo sin regateos ni tacañería, ¿no te parece, mi querido Bruno?
Labastide afirmó con la cabeza como si fuese un autómata, embobado como estaba escuchando y mirando a la dama.
—Y la tercera —dijo ella—, bueno, la tercera es por coherencia. —Entonces rio y dio un sorbo a su copa.
Me temo que no la entiendo, dijo Labastide. Ella pareció volver de un país muy lejano, dondequiera que se hallara su mente, acarició la mejilla del chaval y dijo:
—Hace tiempo que decidí acostarme solo con hombres que desayunen champán, por eso me parece coherente hacerlo yo también.
Silencio. No solo porque Bruno no sepa qué decir, sino porque el pianista ha vuelto a dejar de tocar por segunda vez en la misma noche. El vaso de whisky nuevamente vacío. Imperdonable. Bruno coge la botella a la carrera y le sirve una ración bien generosa, mientras implora clemencia al pianista con su mejor sonrisa.
Tres canciones más tarde, la señora condesa abandona el piano bar. Lo hace con la elegancia habitual. Buona notte, susurra, deja la generosa propina de cada noche y cruza la sala con su estilo inconfundible y, como cada noche, al llegar al centro se para, se acaricia el lóbulo de la oreja, y se quita los zapatos de tacón, como el soldado que se quita las botas cuando ya se ha terminado la batalla y se retira a descansar a sus cuarteles.
Aquella noche, mientras Bruno recogía y limpiaba la barra, el pianista parecía más taciturno que nunca. No estaba enfadado, no era eso, pero parecía ausente, como si su mente estuviera a muchos kilómetros del lago. Bruno sabía que de nada iba a servir preguntarle qué le pasaba, cuando él quisiera —si es que quería— hablaría. Bebieron en silencio, solitarios, confortados por la mutua compañía. De pronto el pianista apuró un trago largo, dio un golpe con el vaso sobre la barra, como si diera por cerrado un largo capítulo, y preguntó:
—Bueno, chaval, ya solo te quedan unos días aquí, el verano se ha ido tan rápido como de costumbre. Y ahora, ¿qué vas a hacer?
Bruno le pegó también un trago largo a su copa, poco quedaba ya de aquel joven que apenas unas semanas antes se mareaba a la segunda ronda.
—No sé —dijo—, estoy un poco perdido, aunque supongo que le terminaré haciendo caso.
—¿Haciéndome caso en qué? —contestó el pianista.
—En lo que me dijo el otro día, en que es importante hacer dinero, en que con dinero se arreglan la mayor parte de los problemas. Lo he reflexionado mucho y creo que tiene usted razón.
—¡Bien! —exclamó el pianista—, el chico nos ha salido realista, venga, otro trago para celebrarlo.
Brindaron.
—¿Y a dónde piensas ir? —preguntó el pianista.
Bruno hizo un gesto con las manos dando a entender que estaba abierto a cualquier posibilidad.
—¿Qué me recomienda? —preguntó.
El pianista movió la cabeza, sonrió y dijo:
—La Unión Soviética, vete a la Unión Soviética.
El lugar era tan normal o tan raro como cualquier otro, aunque Bruno tuvo que reconocer que le gustaba, le resultaba bastante más exótico que Suiza.
—¿Y por qué allí? —preguntó Bruno.
—Bueno —dijo el pianista—, puedes ir allí o a cualquier país africano, o a Afganistán, no sé, lo importante es que sea un país en descomposición, un país que se cae a trozos, porque en esos lugares, si eres listo, es en los que más posibilidades hay de hacer dinero. Siempre ocurre igual, países que se rompen en pedazos ofrecen oportunidades maravillosas para gente hábil, y la Unión Soviética se está deshaciendo frente a nuestros ojos, así que ahí tienes un lugar por donde empezar. Y si te decides dímelo, quizás te pueda poner en contacto con alguien allá.
Y entonces el pianista empezó a cantar Kalinka Kalinka mientras elevaba el vaso y brindaba con sus recuerdos.