Nunca fue la chica más guapa del barrio, pero ahora, en su madurez, tenía un indudable atractivo. En su mirada, lánguida y algo escéptica, se veían las cicatrices que habían dejado varios naufragios, barómetros que bajan de veinte, vientos huracanados de dirección variable que acaban con las arboladuras más gallardas. Corazones rotos, en definitiva.
Se estaba bien en aquella terraza de París, acariciada por el sol suave de una sobremesa de otoño, un té con pastas, un libro sobre la pequeña mesita redonda, una jarrita de agua. Apenas media docena de mesas ocupadas.
Echó un vistazo rápido, distraído: una pareja de turistas japoneses, un par de chicas que discuten acaloradamente, un caballero entrado en años que lee el periódico. Del resto ni se acuerda.
Por el Sena, que se intuye al fondo, circulan los barcos cargados de turistas. Parecen más interesados en tomar fotografías que en disfrutar del paseo y de las vistas, como si el principal objetivo de sus vacaciones fuera poder contárselo después a sus amigos.
Por la terraza se movía con soltura un camarero vestido de negro, con delantal negro, cabello negro y esa altanería que tienen los camareros de París que los emparenta con aristócratas de cartón. Le llamó un par de veces. Ni caso. A la tercera consiguió pedir la cuenta.
—Ya está pagado, mademoiselle —dijo el camarero.
—¿Perdón? —dijo ella.
—Ha pagado el caballero que está sentado en la mesa de la esquina.
—¿Qué caballero? —preguntó de nuevo ella.
El camarero dibujó un gesto de fastidio, o quizás de hastío, mientras recogía la taza y la tetera de la mesa.
—El que está sentado allí —insistió con desgana—, el caballero que lleva un clavel rojo en la solapa.
Y al señalar hacia la mesa, el camarero se dio cuenta de que el hombre ya se había ido.
—Pensé que se conocían —dijo.
Ella se quedó en silencio, tratando de recordar las caras de sus compañeros en aquella terraza parisina. Aún seguían allí los turistas japoneses, las chicas que se reprochaban el favor de algún joven, el señor mayor que leía el periódico. Ahora vio también a una señora con su perrito que apuraba a pequeños sorbos una copita de anís, y a otros dos señores grises, enfundados en sus trajes grises y enfrascados en sus conversaciones grises sobre sus grises vidas. Y allá, al fondo, en una esquina, los restos de una copa de vino que se había tomado el misterioso caballero del clavel en la solapa.
Caminó por el boulevard, con paso distraído, aparentemente sin rumbo fijo, deteniéndose ante los escaparates de las tiendas que ya anunciaban sus ofertas para el cercano invierno. A la sombra hacía frío, el viento soplaba con fuerza y sin la caricia del sol de otoño el mundo se veía más hostil.
Había viajado sola a París a reencontrarse con paisajes y recuerdos, como el criminal que siempre regresa a la escena del crimen, y ahora se daba cuenta de que no había sido una buena idea. El peso de la memoria puede ser a veces insoportable, y uno ya no sabe si duelen más los recuerdos felices o los infelices, todos acaban convirtiéndose en tristes.
Entró en una tienda, casi por inercia. Saludó a la dependienta y se perdió entre las estanterías y las perchas rebosantes de ropa. Se probó un sombrero, luego una bufanda, después unos guantes, por pasar el rato, sin verdadera intención de comprar nada. Luego vio dos vestidos de noche, uno negro y otro dorado —champán, dijo la dependienta—, espectaculares ambos, y se imaginó cómo lucirían en su cuerpo, que aunque ya no tenía la tersura de la piel adolescente, aún conservaba unas bonitas formas.
—¿Puedo probármelos?
—Mais oui, madame, bien sûr.
Entró en el probador. Se quitó la ropa, y allí, frente al espejo, con aquella horrible luz cenital, vio los estragos del tiempo sobre su propia carne. Luego, ya con el vestido negro puesto, su autoestima ganó muchos puntos. Hay que reconocer que le quedaba de maravilla, perfecto, como hecho a medida. Dejaba la espalda al aire, desnuda, y pensó que en verano, con un buen bronceado, ganaría mucho.
Con el dorado —perdón, champán—, tampoco estaba nada mal. El tacto de la tela era tan suave que invitaba a dejarlo caer sobre su cuerpo, como si fuera una catarata de agua caliente, pensaba ella, imaginando unas manos de hombre enamorado acariciando aquella seda.
Dudó un momento, se volvió a mirar en el espejo con ambos vestidos. Finalmente se vistió y salió del probador.
—Me quedo el negro —dijo a la dependienta cuando se los devolvía.
—Pues sí que la conoce bien —dijo esta.
—¿Perdón?
—Su… amigo…, o lo que sea —se ruborizó la dependienta—, dijo que usted elegiría el negro.
—¿Qué amigo? —preguntó ella sorprendida.
La dependienta bajó la mirada, como si se hubiera colado en una fiesta a la que no estaba invitada.
—El caballero del traje oscuro con un clavel en la solapa —susurró—. Dijo que tenía que irse porque tenía prisa, pero que estaba seguro de que usted elegiría el vestido negro. Por cierto, lo ha dejado pagado.
Le temblaban las piernas cuando salió a la calle, tráfico intenso en París, una elegante bolsa de una tienda de lujo con un bonito vestido negro dentro. Miró a ambos lados. ¿Quién demonios era aquel hombre del clavel rojo en la solapa?
Un motorista estuvo a punto de atropellarla, un taxista la insultó. Ella volvió a tomar conciencia de dónde estaba, cruzó rápido el boulevard y se puso a cubierto de una leve lluvia que empezaba a caer.
Tomó un taxi. Aún era media tarde, pero sentía que necesitaba algo de calma, un refugio tranquilo donde reflexionar. Decidió volver al hotel, darse un largo baño, descansar, escuchar la maravillosa música del silencio de una coqueta habitación de hotel en el medio de la gran ciudad.
El agua caliente y las burbujas de las sales de baño consiguieron relajarla hasta hacerla dormitar. Había dejado la puerta abierta, y desde la bañera podía ver el vestido negro extendido sobre la cama.
Sonó el teléfono. El estruendoso pitido la sobresaltó, como si alguien sin miramientos osara irrumpir en su mundo de felicidad.
—¿Sí?
—Disculpe que la moleste, señora, soy el conserje. Ha llegado un sobre para usted, y nos han rogado que lo entreguemos con urgencia. ¿Desea que envíe un botones a su habitación?
Ella dudó un instante, en aquel universo de vapor caliente y olor a jabón aromatizado le costaba pensar.
—Sí, sí, por favor, gracias —dijo casi tartamudeando.
En menos de dos minutos llamaron a la puerta de su habitación. Ella seguía en la bañera, aún no había tenido tiempo de reaccionar, ese ritmo lento que impone al corazón un largo baño caliente y relajante.
Salió de la bañera y se puso un albornoz. El timbre volvió a sonar.
—Ya voy, ya voy, un momento, s’il vous plaît.
Abrió la puerta con el pelo empapado, desnuda bajo el albornoz de suave rizo. Enfrente tenía a un chico joven, con acné en la cara y cuerpo desgarbado, aún en formación.
—Madame, la carta que le han dejado en recepción.
Ella lo miró de arriba abajo, desafiante, con la seguridad que da llevarle tantas horas de vuelo más a su oponente.
—¿Por qué sabes que es una carta? —preguntó—. ¿La has abierto?
El chico se ruborizó. Estaba temblando.
—No, no, por supuesto —logró balbucear.
Ella se dio cuenta de que había estado excesivamente dura, había volcado su ira por ser molestada durante aquel relajado baño con el eslabón más débil de la cadena. Y eso la hizo sentirse mal. Siempre le ocurría lo mismo, era muy dura consigo misma y no soportaba la idea de haber actuado mal.
En realidad, el botones casi adolescente no solo balbuceaba y se sonrojaba por lo que le había dicho aquella señora que, por edad, bien podría ser su madre, sino que también influía el que el albornoz de la dama se había aflojado y dejaba entrever un pecho aún firme, redondo y mojado.
Ella se dio cuenta de que la mirada del chico se dirigía precisamente allí. Así que ahora fue ella la que tartamudeó una excusa, disculpa, no quería ofenderte, espera un momento, por favor. Arrimó un poco la puerta sin llegar a cerrarla, dio media vuelta y se fue a por unas monedas para dárselas de propina al botones.
Se ajustó con fuerza el albornoz.
Cuando regresó a la puerta, el chico ya se había ido.
Se tumbó sobre la cama. Encendió el televisor, aunque no tardó mucho en darse cuenta de que no soportaba el ruido, así que quitó el volumen y se dejó seducir por el colorido espectáculo de las imágenes en silencio. En ese instante recordó que aún no había abierto el sobre.
Estaba allí, a su lado, un sobre americano, blanco, sin logotipos, ni remitente, ni lacre, ni nada. Ni siquiera venía dirigido a su nombre, solo unas letras y un número, habitación 315, garabateado a mano en tinta azul.
Lo abrió. Dentro no había ninguna carta, ninguna nota, ningún mensaje, solo una entrada para la ópera, Le Nozze di Figaro, de Mozart, en el Palais Garnier, para esa misma noche.
Cogió el teléfono, como un resorte.
—¿Recepción?, hola, buenas tardes, me acaban de subir un sobre a la habitación y quería saber…
—Un momento, señora, le paso con el concierge.
Una musiquita despreciable en la espera.
—Sí, hola, concierge, buenas tardes, es que me acaban de subir un sobre a la habitación y quería saber si la persona que lo ha traído seguía ahí.
—Habitación 315, claro. Lo siento, señora, lo trajo un caballero hace un rato, pero me temo que ya se ha ido.
Ella puso pucheros.
—¿Un caballero, dice?
Tomó aire.
—¿Y no llevaría el señor, por casualidad, un clavel rojo en la solapa?
Hubo un breve silencio al teléfono.
—Lo siento, madame, la verdad es que no me he fijado. ¿Ocurre algo?
—No, no, muchas gracias —dijo ella—. Por cierto, creo que esta noche representan Le Nozze di Figaro en la ópera Garnier, y me preguntaba si…
No la dejó seguir.
—Ya sé lo que va a preguntarme, madame —la interrumpió el concierge—, y lamento decirle que es imposible, no puedo conseguirle entradas, llevan semanas agotadas, este estreno es el gran acontecimiento cultural de la temporada en París.
—No, no —dijo ella—, si yo solo quería saber… En fin, muchas gracias de todos modos.
—À vous, madame.
Tenía un sentimiento de excitación y miedo, a partes iguales. Empezaba a sentirse acosada por aquel tipo del clavel, aunque quizás todo tuviera una explicación más sencilla, al fin y al cabo, el concierge no había reparado en si el caballero que había traído el sobre llevaba el dichoso clavel rojo en la solapa, y ese no es un detalle que se le pase así como así a un conserje de hotel.
Quizás la invitación se la había enviado alguien de su familia que sabía que se alojaba allí, y no era ningún secreto para nadie de su entorno que ella era una amante de la ópera. Quizás era su día de suerte. O quizás alguien se había equivocado de hotel o de número de habitación. Quizás no era más que su mente atormentada la que se imaginaba conspiraciones que tenían una explicación mucho más simple.
En cualquier caso, la perspectiva de pasarse la noche sola en una habitación de hotel no era el mejor de los planes, vamos, se dijo a sí misma, estás en París y el destino te ha dejado una entrada para uno de tus espectáculos favoritos. Tomó el sobre de nuevo y volvió a mirar la entrada. Butaca de patio, centrada, una de las mejores localidades del Palais Garnier, de la ópera de París.
Se puso el vestido negro. Lo hizo de forma instintiva, sin pararse a pensar por qué, simplemente era un vestido nuevo y se sentía muy guapa en él. Mientras se maquillaba —una sombra de ojos que realzaba su mirada melancólica— se descubrió a sí misma tarareando algunas melodías de la ópera que iba a ver, sintiéndose una amante secreta del Conde de Almaviva. Debajo del vestido, lencería muy fina, casi impropia para una mujer de mi edad, pensó dubitativa. Qué demonios, estaba espléndida, una mujer madura de bandera.
Dos gotas de perfume en el cuello y en las muñecas y ya estaba lista para disfrutar de una noche en la ópera de París, con la que tantas veces había soñado cuando era niña, allí, en aquel olvidado pueblo de provincias del país más provinciano del mundo.
Cruzó el hall del hotel con paso firme. Dos caballeros con sobrepeso y aspecto de turistas detuvieron su conversación a su paso. Ella se dio cuenta de que la seguían con la mirada. Esto le dio confianza, claro que sí, estás guapísima, se dijo a sí misma, aún consigues que los hombres se fijen en ti.
El botones adolescente con acné y cuerpo desgarbado que le había subido el sobre, de nombre Bruno, cargaba aparatosamente con cuatro maletas. Se cruzaron la mirada y ella le sonrió. El chico, azorado, tiró una maleta al suelo, tropezó con ella, y se cayó con el resto del equipaje. El jefe de recepción fulminó al joven con la mirada y se apresuró a pedir excusas a la pareja de americanos propietarios del equipaje que se dirigían camino del ascensor.
Tomó un taxi. Había dejado de llover y la noche envolvía aquella ciudad convirtiéndola en un lugar mágico, de atmósfera limpia y olor a humedad, deliciosamente iluminada, viva y elegante.
El espectacular edificio de la ópera brillaba con todo su esplendor y su opulencia. Había varios fotógrafos en la puerta, se notaba que era una noche muy especial, una gran gala en la que las castas más altas de la République competían en lujo, glamour y exhibicionismo. Ella se preguntaba cuántos de aquellos amaban realmente la música como lo hacía ella, y cuántos estaban allí por pura impostura social.
Subió la impresionante escalinata hasta el foyer del primer piso. Desde allí se divisaba la enorme avenida desplegarse a los pies del majestuoso teatro, como si fuese una larga alfombra de luces que saliera desde su misma puerta. Ruido de copas, muchas sonrisas, conversaciones intrascendentes, querida, estás ideal, ay, gracias, tú sí que llevas unos pendientes divinos, ¿sabes que he tenido que despedir a la sirvienta, que quería seguridad social y aumento de sueldo?
Labios como espárragos, viejas que no supieron envejecer, viejos verdes, hermosas jovencitas engreídas, algún aristócrata rancio pero con clase, turistas extranjeros…, en definitiva, una fauna variada y curiosa a la que ella miraba con una traviesa sonrisa en los labios.
Sonaron los avisos y el público ocupó sus butacas. Tal como esperaba, la suya era realmente de las mejores, excelente ubicación, tanto para ver como para ser visto, algo muy propio de la rutina de la ópera en ciertos sitios.
El teatro estaba a rebosar, había ese murmullo de excitación que precede a las grandes ocasiones. Miró en todas direcciones: no había una sola butaca libre, los palcos abarrotados, la platea, el gallinero, todo ocupado. Todo salvo un asiento, justo el que quedaba a su derecha.
Comenzaron a apagarse las luces y la butaca seguía libre. Ella se inquietó. Primeras notas de la obertura —en re mayor, musitó ella—, y nadie ocupaba aquel asiento, el único libre en toda la sala, y justo en medio de la platea, justo a su lado.
Se levanta el telón y comienza la acción. Ella se dejó arrastrar por la música y la complicada trama, el enredo de amores, malentendidos y traiciones. La función estaba saliendo de maravilla, estupendos los cantantes, briosa la dirección musical, empastada la orquesta, sorprendente la puesta en escena. Disfrutaba profundamente de la velada.
No fue hasta el entreacto, hasta que volvieron a encenderse las luces, que abandonó las intrigas que ocurrían en aquella Sevilla de ficción y volvió a la realidad, al misterio y a la inquietud de aquella silla vacía al lado de la suya.
Comentarios de satisfacción entre el público, nuevos cumplidos y conversaciones intrascendentes, otra vez la feria de las vanidades. Decidió que le vendría bien una copa de champán. Las burbujas rebasando la copa le hacían cosquillas en la nariz, y el aroma y el frescor de aquel mágico líquido dorado le hacían sentirse bien.
Se reanuda la función. Tercer aviso. Aún hay cola en el baño de señoras. Público a la carrera. Se apagan las luces. Se cierran las puertas. Vuelve la música y continúan los enredos entre los Almaviva, Susanna, Cherubino, Marcellina y el juez don Curzio. Solo entonces ella vuelve a reparar en que la butaca, allí, a su lado, permanece aún vacía. Sonaba con intensidad en ese momento la orquesta, quizás por eso nadie se percató del ahogado grito que apenas pudo contener cuando vio allí, sobre la vacía butaca que estaba a su lado, un clavel rojo desmayado y melómano.
Público puesto en pie. Una larga ovación. Telón que se abre y se cierra, una y otra vez, cantantes exhaustos pero felices que saludan sonrientes, bravo, bravo, gritan desde el tercer anfiteatro, y ellos emocionados doblándose en señal de respeto ante el público, como han hecho tantas generaciones de cómicos, actores y cantantes desde el inicio de los tiempos.
Todo esto ella simplemente lo intuye, porque hace tiempo que ha salido corriendo del teatro. Le tiemblan las piernas, piensa que no debería haberse tomado esa copa de champán. Siempre ocurre lo mismo, cuando algo nos perturba buscamos culpables o explicaciones circunstanciales. Pero en realidad a ella le tiemblan las piernas porque se siente espiada, acosada.
Ya no hay duda, alguien la vigila, le sigue los pasos, de hecho, podría estar ahora mismo tras ella, viendo cómo se esfuerza por saltar los charcos que ha formado la lluvia, las luces de los coches en la noche de París. Y ella subida sobre aquellos tacones.
Al fondo, a lo lejos, la ópera iluminada parece un hermoso barco fantasma anclado al final de la avenida. Ella mira en todas direcciones, pero sus ojos no se cruzan con los de nadie, rostros indiferentes, vidas de autómatas. Solo la sonrisa de unos chicos la hace detenerse, allí está concentrada toda la belleza, la razón de la existencia. El resto no son más que figurantes de esa farsa que es la vida.
Un taxi la deja a la puerta del hotel. Había mucho tráfico, pero a ella le daba igual, allí, dentro de aquel coche, se sentía segura, protegida. Siente que necesita estar sola, mira a la gente que hay alrededor con recelo, con infinita desconfianza. Cruza el hall a la carrera. En el bar del hotel aún hay algunos solitarios tomando una copa. Siempre le han inspirado ternura los bebedores noctámbulos, solos, acodados en la barra, sin buscar siquiera conversación con las camareras.
Duda un instante, piensa que un trago le vendría bien, pero el solo hecho de pensar en alcohol le revuelve el estómago. Es el cuerpo el que manda, el que se impone al deseo, así que pasa de largo y sube las escaleras a grandes zancadas, no le apetece esperar por el ascensor, solo quiere llegar cuanto antes a su habitación y encerrarse con doble vuelta de llave.