Cuando llegó al bungalow era ya más de media noche. En el interior hacía un calor tremendo, y allí, tumbado en la cama a la luz de un farol débil, se acordó de la madre que parió al tipo que construyó aquella caseta a base de chapas y uralita. Se levantó y abrió la ventana, pero la solución fue peor que el problema. Se oía el rumor de las olas, eso es cierto, pero a cambio recibió la visita de una legión de mosquitos que no tardaron en torturarle. Harto de dar vueltas en la cama, incapaz de dormir, con el sopor del alcohol que le embotaba el cerebro y el recuerdo de la conversación en el bar machacándole en las sienes, decidió levantarse y darse un baño.

Media luna generosa, acariciando los tres cuartos, teñía de plata la superficie tranquila del agua, un agua cálida, suave y acogedora, como la que un tiempo después disfrutaría en la bañera de un apartamento del barrio veneciano de Dorsoduro, las piernas enredadas en las piernas de ella, la suite número dos de Bach al chelo en una grabación antigua, los besos dulces y húmedos en medio de la humedad, sin saber si es agua o es sudor. La felicidad, en definitiva.

Pero Labastide, allí, nadando suavemente a la luz de la luna del mar de China, aún no sabía que pronto nadaría entre los brazos de la soledad.

Salió del agua y se quedó inmóvil en la playa, de pie, sobre la arena, dejando que la brisa secara lentamente su cuerpo. No había nadie alrededor, solo a lo lejos se oían algunas risas y el ruido amortiguado de alguna conversación de amigos. El resto de los bungalows estaba a oscuras, un ladrido de un perro, el cricrí de los grillos, y el suave aleteo del viento en las hojas de las palmeras. Y nada más. Ya no necesitaba nada más. Se arrojó en la cama aún algo mojado, cerró las ventanas, apagó la luz y se quedó dormido con una sonrisa en los labios.

¿Qué estarán haciendo mis hermosas damas?, pensó.

Margie apenas podía moverse del sillón en el que daba cuenta de un batido de frutas exóticas.

—Es la artritis, hija, este clima me mata.

—Es la edad —contestó Wendy—, que ya no eres ninguna niña y llevamos todo el día viendo templos y monumentos.

—¿Me estás llamando vieja? Mira que solo tienes dos meses menos que yo.

Se cruzaron la mirada y estallaron en una carcajada, volvía la complicidad gamberra que a punto había estado de desaparecer tras la noche loca de Phnom Penh.

—Era simpático el cabrón.

No hacía falta especificar más, las dos sabían de quién hablaba.

—Pues sí —corroboró Margie—, y además estaba muy bueno.

Y volvieron a reír como colegialas, y así, poco a poco, fueron recuperando el humor y las ganas de divertirse, que al fin y al cabo nadie obtuvo nunca tanto placer de un robo.

Cuatro días después, bronceadas y sonrientes, nuestras dos amigas americanas hacían cola pacientemente ante el mostrador de facturación del aeropuerto de Bangkok. El viaje había llegado a su fin y ahora tocaba volver a la rutina del hogar, a cocinar pasteles al horno, poner la mesa los domingos mientras sus maridos avivan las brasas de la barbacoa, preparar el pavo por Acción de Gracias, comprar los regalos de Navidad, ver crecer a los nietos, luchar absurdamente contra las arrugas, e ir a misa los domingos.

Sus maridos, los cornudos, en palabras de Labastide dichas la noche de autos, se encerraban por su parte en una reunión del gabinete de crisis, con sus medallas de chatarra y sus uniformes verdes impecablemente planchados. La comunidad internacional no puede tolerar por más tiempo la actitud desafiante… la democracia debe imponerse… nuestros valores deben prevalecer… Y mientras los cornudos ordenaban la muerte, Margie y Wendy despegaban rumbo a casa, y Bruno, nuestro Bruno Labastide, caminaba por la playa camino del bar del Carasapo. Y el mundo giraba impasible repartiendo las cartas de la suerte.

—No parece muy sorprendido de volver a verme —dijo Labastide.

Carasapo le había puesto una cerveza bien fría sobre la barra, junto a la bolsita con cincuenta gramos de marihuana.

—Sabía que volvería, son todos ustedes iguales, mucho discurso, mucha indignación, pero todos acaban volviendo al bar del Carasapo, uno tras otro, sin excepción. ¿Y sabe por qué? Porque sus vicios son más sólidos que sus principios, y este bar es el único lugar en treinta kilómetros a la redonda donde puede conseguir una cerveza bien fría, una botella de whisky no adulterado, buena hierba para fumar, unas buenas putas o un joven chapero. Eso solo lo va a encontrar aquí.

Labastide no esperaba esa respuesta.

—¿Está usted comparando mis vicios con los de esos despreciables degenerados? Ahora va a resultar que tomarse una copa o fumarse un porrito es igual que tirarse a una menor. Vamos, no me joda, Carasapo.

—Esa es su escala de valores, cada uno tiene la suya, y no tiene por qué ser mejor o peor que la del de al lado. Por aquí pasa mucha gente y todos tienen su verdad.

—Y usted, ¿cuál es su verdad? ¿Usted tiene valores?

Carasapo sonrió de forma grosera.

—Yo solo tengo un bar.

Al amanecer del cuarto día, Bruno Labastide pensó que ya estaba bien de playa y descanso, comenzaba a aburrirse de la plácida vida al borde del mar. Sacó las joyas robadas de la bolsita en que las había guardado y las miró otra vez al trasluz de la ventana. Desde luego, eran buenas, oro de bastantes quilates bien trabajado, algún pequeño diamante, una esmeralda fascinante engarzada en un collar, y un anillo con un buen pedrusco rojo como la sangre, un rubí, sangre de la tierra.

Calculó mentalmente lo que podría sacar por el lote, fácilmente suficiente como para pasar una buena temporada a cuerpo de rey, o como para volver al pueblo de sus padres, al de su infancia antes de mudarse a París a buscar fortuna, y abrir un pequeño negocio, una casa de comidas o un bar de copas, ya vería.

Pero antes tenía que vender las joyas, y sacar el mayor beneficio posible. Esperaba que las damas americanas no hubieran denunciado el robo. Su intuición —no exenta ya de cierta experiencia— le decía que el pudor y el previsible escándalo vencerían al enfado y a la pérdida económica, pero tampoco podía fiarse. Así que lo mejor sería salir discretamente y cuanto antes del país, buscar un buen perista en el mercado negro, y cambiar anillos, pendientes y collares por un buen fajo de dólares, esos papelitos verdes y alargados que milagrosamente se pueden trocar por cualquier cosa que uno pueda imaginar.

Hacía tiempo que le habían hablado de un chino que pagaba bien y no hacía preguntas, te recibía, examinaba la mercancía, la tasaba y te pagaba. Punto. Ni regateos, ni conversación, ni sonrisitas, ni carcajadas, esto es lo que hay, lo tomas o lo dejas, pero si no lo tomas rápido, lárgate y no vuelvas. A cambio, aseguraban, tasaba generosamente.

Labastide había estado en Shanghái ocho años atrás, pero cuando aterrizó tras un cómodo vuelo, en un día lluvioso, no reconoció nada. El aeropuerto era un monstruo ultramoderno de acero y cristal, las autopistas se habían reproducido hasta el infinito, como si fueran serpientes fugadas de un circo. En Pudong, al otro lado del río, donde antes no había nada, ahora se elevaban enormes torres de formas imposibles vestidas de luces de neón de todos los colores. Pero al menos el Bund seguía siendo el Bund, con sus edificios coloniales, su malecón junto al río y su alma canalla de contrabando.

Alquiló una habitación en un hotelito discreto y barato, una casa de huéspedes sucia y mugrienta en la que se apiñaban trabajadores venidos del campo para atender a la impresionante demanda de la industria de la construcción, chinitos que se quedaban dormidos en cuclillas en cualquier pasillo del hotel tras jornadas eternas en la obra de algún rascacielos.

Se respiraba aún el aroma de lo prohibido, del pasado golfo de una ciudad contrabandista y meretriz. A Labastide le encantaba esa sensación, la de verse como el protagonista de una novela de aventuras, y es que en realidad el bueno de Bruno no había dejado de buscar otra cosa desde que era un niño, inventarse una existencia más excitante y divertida que la que le tenía preparada la rueda absurda del destino.

Tomó una larga ducha, consumiendo el agua que nunca usarían sus vecinos de alojamiento. Desenvolvió nuevamente las joyas, las admiró una vez más, trató de descansar un rato, pero no pudo pegar ojo, y finalmente decidió salir a dar un paseo por el Bund con la mercancía a buen recaudo en una pequeña mochila.

Frente a la torre del reloj de la aduana se quedó hipnotizado mirando hacia el otro lado del río, a los rascacielos de Pudong que habían brotado como setas en apenas unos años.

Entró en un bar, se pidió una cerveza bien fría y le trajeron un líquido amarillento y caliente con una cubitera de hielo al lado. Maldijo a la camarera —bajito y en francés, no hay que olvidar que Labastide era cobarde— y se bebió el infecto caldo. Cualquier cosa servía para calmar sus nervios. Miraba el reloj con aprensión cada cinco minutos, como si el tiempo corriera más rápido por vigilarlo continuamente. El perista chino le esperaba en una dirección cercana al Bund, pero las instrucciones eran claras, no llegar a la cita antes de la hora ni llevar compañía.

Labastide pensó que esa noche no le vendría mal un amigo, o una novia, pero hacía muchos años que había renunciado a ambas posibilidades, embaucado en su vida de aventurero nómada.

—Colecciono recuerdos para compartirlos en la vejez —le había susurrado al oído a Wendy la noche de autos, y esa confesión, sorprendentemente por fin sincera, había excitado a la americana de forma increíble.

—Haz conmigo lo que quieras, soy una perra —dijo Wendy ante el estupor de Margie.

La dirección del perista chino le llevó hasta una callejuela oscura, iluminada apenas por un farol. Olía a orines, y un perro esquelético se rascaba las pulgas en una esquina. Niños en pijama correteaban entre grandes pucheros donde se cocinaban sopas en las que flotaban ingredientes que Labastide prefirió no identificar.

Llamó a la puerta, al principio con timidez, pero al ver que nadie contestaba decidió aporrear con más fuerza. Al cabo de un rato que le pareció eterno apareció tras el umbral un chinito feo y gordo con un desagradable y enorme lunar en la frente del que salían dos largos pelos negros como cerdas de una brocha tosca. Una verruga en la nariz completaba el panorama.

Labastide preguntó por el perista. El chino no hizo gesto alguno. Entonces se produjo un momento absurdo, un francés joven y guapo frente a un chino joven y feo sin saber qué decirse, y es que el chino solo hablaba chino y no había entendido nada. Labastide sonrió divertido, ya saben, los míticos hoyuelos en las mejillas que hacían derretirse las barreras de las damas más férreas, hizo un gesto con las manos y sacó de su mochila algunas joyas, solo un resplandor dorado, lo justo para hacerle entender al chino el propósito de su visita. Y ese simple gesto fue como el ábrete, sésamo. La puerta hasta entonces entreabierta se entregó de par en par, y el ruido de la calle comenzó a quedarse atrás, como se quedan las amistades en las que no invertimos, como un eco lejano que termina por apagarse, mudo ruido, sordos oídos.

Los ojos, los hermosos ojos azules del francés, enrojecieron con el humo de la habitación. Tras la puerta de la calle le esperaba una larga escalera hasta el sótano, una cortina de terciopelo rojo, calor, humedad, y un pequeño ejército de hombres drogados languideciendo sobre enormes cojines. Entre ellos se mueven un puñado de jóvenes chinas envueltas en batines de seda rojos y azules. Apenas tienen caderas ni pechos, y Labastide no pudo evitar recordar sus noches locas en Maracaibo un par de años atrás, los senos rotundos, la piel salada y morena, el vaivén de las caderas al compás de la música.

Al fondo de la sala hay una barra larga, y frente a ella unos taburetes mugrientos perfectamente alineados, como si imitaran la disciplina marcial de los soldados de terracota. Labastide se sienta en uno de ellos. Enciende un cigarrillo. En una de las paredes hay un enorme cuadro de un idílico paraje con un oso panda comiendo una caña de bambú. Justo debajo del cuadro, un hombre más orondo que un oso panda se afana en chupar la caña de una pipa de opio. Lleva pantalones negros y camisa blanca, y Labastide sonríe ante la contemplación de los dos pandas.

Le vino bien la extravagancia, porque, mientras reía, una pequeña y vieja mujer le miraba atentamente. La mujer debió de pensar que aquel tipo que se reía solo no estaba en sus cabales, y eso, curiosamente, hizo que ella lo tomara con más respeto.

—¿Monsieur Labastide? —dijo la china en un francés rudimentario.

—Sí —dijo el guapo aventurero. E instintivamente ofreció su cautivadora sonrisa con los hoyuelos en las mejillas.

Pero esta vez no funcionó. La vieja y diminuta china arrugó el ceño, refunfuñó algo en su idioma que —obviamente— Labastide no entendió, dio media vuelta, hizo un gesto con las manos indicándole al francés que la siguiera, le pegó una patada al oso panda —al que fumaba opio en el suelo, no al que comía bambú en el cuadro— para que la dejara pasar, caminó por un pasillo estrecho que olía a humedad, abrió con llave una puerta y se sentó en un enorme sillón de mimbre. Labastide, al verla allí, vieja y decrépita, pero sentada como una reina en aquel trono, pensó en todas las películas eróticas que había visto furtivamente en su adolescencia en los cines de la banlieue de París, cuando se escapaba desde su pueblo para ver mundo. Y pensó en el paso del tiempo, y en los estragos de la vejez, en la tristeza de la decrepitud.

Miró a la vieja largo tiempo, con curiosidad, sin decir palabra. Había algo raro en la mujer, más allá del encorvamiento y las arrugas. Tardó en darse cuenta de lo que resultaba tan extraño en el personaje: la vieja llevaba monóculo. El otro ojo parecía la entrada de una cueva cegada por el agua. Eran cataratas.

Hubo un momento de silencio violento, Labastide sentado frente al trono de mimbre en el que una Emmanuelle centenaria le miraba a través del monóculo y del humo de una pipa que acababa de encender. Una Bent, pensó el francés, que había aprendido las diferencias entre las pipas Bent y las Billiards para hacerse el interesante ante las damas de la alta sociedad. Me chiflan los hombres que fuman en pipa —le había dicho una cincuentona rica en el bar del Raffles de Singapur unos meses antes—, y desde entonces siempre llevaba en la maleta un par de cazoletas de atrezzo.

—¿Qué me traes? —dijo la china.

Labastide abrió nervioso su mochila y sacó un puñado de joyas.

—¿Cuándo va a venir el perista? —preguntó en su francés balbuceante.

—El perista soy yo —zanjó cortante la china.

—Pero… me habían dicho que…

—Soy Madame Chang, y aquí los negocios se hacen conmigo o no se hacen.

Labastide enrojeció como un niño pillo al que encuentran haciendo alguna trastada.

—Disculpe, yo pensaba que usted era un hombre —dijo absurdamente.

Madame Chang dio una larga calada a su pipa, se ajustó el monóculo, sonrió mostrando una boca desdentada, y con voz entrecortada por el humo y la risa dijo:

—Todos lo creen, hijo, todos lo creen. Por eso sigo con vida.

La pieza que pareció interesarle más fue el anillo con el pedrusco rojo, el rubí, la sangre de la tierra. El resto de las piezas de oro las miró al trasluz, les dio un mordisco —muerde sin dientes, pensó Labastide con aprensión—, las puso en una balanza y las pesó. Pero el pedrusco rojo seguía entre sus manos, el monóculo en el ojo vivo y una lupa de joyero en la otra mano. Le daba vueltas una y otra vez, como si estuviera empeñada en descubrir algún secreto tras los cristales de rubí.

Se tomó su tiempo, la vieja, estudiando una a una las joyas. Luego sacó una libreta mugrienta y amarilla que escondía en el cajón de una cómoda de madera ajada, y escribió algo en ella. Trazos rápidos y pequeños, preciosa caligrafía china que dibujaba a velocidad vertiginosa.

Madame Chang se levantó del sillón de mimbre con insólita agilidad para su edad, el monóculo milagrosamente en su sitio sin necesidad de sujetarlo, la espalda encorvada, los pies arrastrándose silenciosos. Hizo un gesto con las manos y refunfuñó algo que, nuevamente, Labastide no pudo entender.

Salió de la habitación dejando al francés solo en el cuarto. Un pensamiento fugaz pasó por su cabeza. ¿Y si le habían engañado? ¿Y si le habían robado? Ciertamente, los hechos, descritos de forma objetiva, eran preocupantes: Labastide estaba encerrado en una habitación de un sótano sin las joyas y sin escapatoria.

Comenzó a sudar, y notó que su corazón latía a gran velocidad, de nuevo la dichosa ansiedad. De pronto empezó a sentirse mal, podía ser un ataque de claustrofobia, o simplemente miedo, o ambas cosas a la vez.

Un aventurero miedoso, pensó Labastide, eso es lo que soy, un aventurero miedoso.

La contradicción, con todo, no era tan grande, quizás ese miedo era lo que le permitía seguir con vida, el miedo puede paralizarte o ayudarte a ser más prudente, depende del momento.

Por la cabeza del francés pasó, como quien ve su vida reflejada en un golpe final, el día en que siendo niño le tiraron a la piscina para que aprendiera a nadar. No fue capaz de hacerlo solo y tuvieron que empujarle, pero una vez en el agua, en lugar de rendirse, gritar y pedir ayuda, decidió luchar y salir solo de allí. Del miedo también se aprende.

Todo eso pasaba por su cabeza, todos esos recuerdos, cuando volvió a la realidad, al sótano del Bund de Shanghái en el que se encontraba, frente a un enorme sillón de mimbre, encerrado y sin las joyas.

Otra vez el sudor y la ansiedad. Pero en ese momento se abrió la puerta y entró Madame Chang, encorvada y refunfuñando en chino, con el monóculo milagrosamente en su sitio y con un sobre entre las manos. Ni rastro de las joyas.

Se acercó al francés y le entregó el sobre. Este lo abrió, miró su interior, y no supo qué hacer.

—Cuéntelo —dijo la perista.

Labastide, sonrojado, cogió el puñado de dólares que había en el sobre y lo contó. Una cantidad muy razonable, más o menos lo que esperaba. Iba a asentir con la cabeza cuando la vieja movió la suya, musitó algo inaudible, dio una calada a su pipa y dijo:

—Obviamente, esto es por el resto del lote, el anillo de rubí va aparte.

—Obviamente —musitó absurdamente el francés, desconcertado y sin ningún control sobre la situación.

El anillo de rubí resultó ser una joya carísima. Ella sola valía mucho más que todo el resto del lote. Por eso la perista, contrariamente a sus normas, quiso negociar con Labastide. Normalmente allí no había diálogo posible, esto es lo que me traes y esto lo que te pago, tal cual, sin regatear, sin negociar. Lo tomas o lo dejas. Así había sido para el conjunto de las joyas, pero el anillo de rubí era algo diferente. Estaba claro que allí había dinero, dinero grande, del bueno, pero también peligro, peligro grande y del bueno.

Labastide se asustó. Así que en ese momento sonó la alarma interna del francés, sonrió mostrando los hoyuelos míticos que derretían a las damas, se ruborizó un poco, guardó en la mochila el sobre con el generoso puñado de dólares y se excusó ante la perista.

—Madame Chang, creo que el anillo con el rubí me lo llevaré.

Ella lo miró perpleja a través del monóculo. Volvía a estar sentada en el sillón de mimbre, el cuerpecito diminuto en la bata de seda, la cara arrugada, el humo de la pipa como la señal que marca el camino en medio de la noche.

Él guardó el anillo en el bolsillo del pantalón, balbuceó unas palabras atropelladas, una especie de disculpa, y salió a paso rápido de la sala. Saltó por encima del oso panda que seguía tirado en el suelo agarrado a su pipa de opio, y subió los escalones de dos en dos, sin mirar atrás. Si lo hubiera hecho, habría visto a dos preciosas chinitas sentadas en los taburetes alineados cual guerreros de Xian, trabajándose a un par de tipos gritones y groseros. También habría visto la cara de resignación de Madame Chang, que delataba cansancio más que sorpresa. La habría visto quitarse el monóculo y limpiarlo con algo parecido a la ternura. La habría visto dar una larga calada a su pipa y pedirse en la barra un vaso de leche. Y habría pensado que no es habitual ver a una china de esa edad tomar lácteos, pero tampoco lo es ver a una vieja perista con monóculo y allí estaba.

En fin, todo esto no son más que elucubraciones, porque la realidad es que Bruno Labastide no vio nada. Salió disparado del sótano, cruzó la cortina de terciopelo rojo como si fuera de fuego, abrió la puerta y se fue calle abajo. El chino del lunar en la frente del que salían los pelos negros como cerdas de una brocha tosca, avisado sin duda desde abajo, le dejó hacer. O sea, ni se inmutó.

Labastide corrió hasta llegar al río. Solo entonces, con el viento suave de la noche acariciándole la cara, se calmó. El burdel de Madame Chang estaba solo a unas decenas de metros de allí, pero a él le parecía que quedaba a años luz.

Poco a poco, como pudo, fue controlando el ataque de ansiedad. Cuando consideró que se había alejado lo suficiente, se sentó en un banco, frente a él la impresionante torre de comunicaciones de Pudong, las luces, los neones, el ¿progreso? La vida a raudales, en cualquier caso.

Fue entonces cuando tomó la decisión más inteligente de su vida, la que le salvó de meterse en un lío de consecuencias impredecibles. Durmió con la ropa puesta, con el anillo de rubí a buen recaudo en un bolsillo del pantalón y con el sobre repleto de dólares en el otro. Tuvo pesadillas, muchas, que le hicieron sudar y respirar mal. En una de ellas estaba en Freetown, en Liberia, en medio de una guerra atroz, pero esta vez no era una fantasía suya para engatusar a unas damas adineradas, todo era ahora tan real, tan cierto. Una patrulla de chavales drogados, con ojos abiertos como zombis, lo paraban en la carretera y le ponían una pistola en la cabeza. Labastide, cabrón mentiroso, despídete porque te vamos a matar, le decían en perfecto francés. Él quería responder, decir algo, pero sus labios eran incapaces de emitir sonido alguno. La patrulla de chavales drogados, vestidos con ropas militares, mostraban sus dientes blancos que brillaban en sus caras negras en carcajadas lascivas, mientras lo acosaban con la punta de los fusiles y las metralletas.

De esta pesadilla pasó a otra aún peor, y lo hizo transitando por los caminos insondables de los sueños. Ahora estaba encerrado en una caja de cristal, y por un agujero entraban moscas, cientos de moscas, miles de moscas, moscas y más moscas, moscas grandes y negras como piedras de azabache. La guerra de las moscas, fantasma, le gritaban las moscas al oído, ¿no presumías de haber estado en la guerra de las moscas?

Se despertó empapado en sudor, con el corazón a punto de reventarle, latiendo vertiginosamente, a la misma velocidad a la que llevaba tiempo viviendo. Se levantó de la cama y dio un par de vueltas por la habitación, como un prisionero encerrado en una celda. Comprobó que el anillo y los dólares seguían en los bolsillos. Preparó a toda velocidad su equipaje y se fue de allí sin despedirse de nadie. La habitación estaba pagada por anticipado, como suele ocurrir en este tipo de sitios, lugares en los que no se fía. A nadie.

Envolvió el anillo en papel de periódico, lo metió en un sobre acolchado de papel manila, entró en la estafeta central de correos y lo envió al embajador americano en Phnom Penh. En el sobre escribió el nombre de la americana a la que se lo había robado.

Funcionó su intuición. Margie y Wendy no habrían dicho nada del robo si no hubiera sido por el dichoso anillo, una pieza muy valiosa que, además, tenía especial significado sentimental para el marido de Margie, el general del pentágono Aloisius Smith. Las dos damas habían tenido que inventarse una buena historia de ladrones que entraron en sus habitaciones mientras ellas hacían turismo. El general había movido todos sus contactos en el Departamento de Estado y los largos tentáculos de la Administración americana rastreaban ya los mercados negros de peristas de todo Extremo Oriente. Así que el sorprendente gesto de desprendimiento, renunciando a un buen puñado de dinero, le había salvado de una más que probable visita a alguna cárcel, o —quién sabe— de algo peor, que en determinados ambientes y con determinadas cosas no se bromea.

Labastide nunca supo con certeza que le buscaban por culpa del dichoso anillo, ni que ya le pisaban los talones, ni que, un par de días después de su visita a Madame Chang, cuatro miembros del Consulado americano en Shanghái registraron de arriba abajo el sótano de la perista, del mismo modo que escenas similares se desarrollaban en antros parecidos de Hong Kong, Singapur, Bangkok, Saigón, Kuala Lumpur y otras ciudades de la zona. Y que el gesto de devolver el anillo de forma anónima le había servido, curiosamente, para comprar algo de valor incalculable: libertad.

A las diez y treinta y cuatro minutos de la mañana de un día bochornoso y nublado del mes de abril, Bruno Labastide embarcó en el aeropuerto de Hongqiao rumbo a la calma. Sentado en asiento de clase preferente, con una copa de champán en la mano y varios miles de dólares en las alforjas, no pudo contener una mueca de nostalgia y ternura al recordar sus comienzos en París, como botones de hotel, cuando era un adolescente desgarbado con acné que se ruborizaba al ver hermosas damas en albornoz.