Hace ya tres días que María no le prepara el café por las mañanas, tres días hace ya que no pone el agua del baño a calentar, tres días sin hacer el nudo de la corbata.
Hoy la señora María se ha ido hasta la puerta de su antigua escuela. Pocas cosas habían cambiado en tantos años. Los pobres seguían siendo pobres, los muy pobres habían caído directamente en la absoluta miseria, y la clase media prácticamente había desaparecido. Tantos años y nada se había avanzado. Ella seguía siendo analfabeta, jamás aprendió a escribir más que su propio nombre, con enorme dificultad, y aún le fascinaba la magia que hacía posible que aquellos extraños trazos, símbolos cincelados en tinta con un bolígrafo o una pluma sobre un papel, pudieran significar cosas tan hermosas. Era la magia del lenguaje, y la señora María jamás había podido dominarlo.
En el patio de la escuela, la señora María vio a una niña, no tendría más de seis o siete años. Estaba descalza. En una enorme mochila, que llevaba con esfuerzo a la espalda, iban los cuadernos, los libros y la escasa comida. En sus brazos, la niña llevaba a un bebé, aún no había cumplido los siete y la niña tenía que cuidar ya de su hermano pequeño. Aquella imagen la emocionó mucho, sintió que la injusticia seguía dominando el mundo, y que su propia vida tampoco había sido tan terrible, porque ella, al fin y al cabo, nunca tuvo que cargar en brazos con sus hermanos, ni alimentarlos, ni cuidarlos, mientras trataba de entender lo que decían los gastados libros que había en la escuela.
Y sin embargo, para ella, para la noble y buena señora María, qué diferente iba a ser todo ahora que el señor Pinkerton había muerto y le había legado a ella en herencia toda su inmensa fortuna.