¿Cómo sería tener zapatos? ¿Qué se sentiría caminando sin tener que esquivar las piedras, sin aterirte en invierno, sin quemarte las plantas de los pies en verano? Doce kilómetros diarios en cada dirección para llegar a una escuela sin calefacción, sin libros y casi sin maestros. Ante ese panorama no era extraño que los padres de la pequeña María prefirieran que ayudara en el negocio familiar, remover entre la basura del vertedero municipal en busca de algo que comer, o que vender, o que quemar en la improvisada hoguera callejera, para abrigarse de tanto frío.
Así que cuando la pequeña María se convirtió en la hermosa jovencita de piel suave y mirada tímida, cuando ni los harapos que vestía eran capaces ya de esconder la belleza de aquel cuerpo, la perfección de sus formas, el olor a mar de aquel ser, su padre le planteó una situación que no admitía respuestas tibias.
—Hija, aquí somos ya muchas bocas y tú nos aportas muy poco. Así que te vas a ir a la ciudad, y ahí tienes dos caminos, o te haces puta o te pones a servir. Elige el que quieras, para los dos tienes buenas aptitudes.
Y María eligió servir. Y allí se presentó, ante la puerta de una enorme mansión que vio nada más llegar a la ciudad, convencida de que si algo se necesitaba en aquella casa era personal de servicio, y es que con su inocencia pensaba que la señora de la casa no podría sola con todo, como si no hubiera ya un ejército de sirvientes en aquel lugar, como si no estuvieran hartos de recibir escoria de la sociedad que pedía empleo.
Pero tuvo María la suerte de que ese día, al acercarse a la verja de la mansión, entrara en la finca el coche del dueño, y al ver a aquella belleza descalza tratando de argumentar con el guarda de la puerta, pidió a su chófer que parara y se puso a hablar con la joven María.
Y así fue como aquella chica, María, la misma que unos días antes caminaba descalza hacia la escuela, se convirtió en la criada más joven de la mansión.
Los primeros días no fueron fáciles. Los celos y las envidias de sus compañeros hicieron que su trabajo y su vida se convirtieran en un infierno. Crueles y mezquinos como solo los tuertos pueden serlo con los ciegos, aquellos desgraciados que consumían tristemente sus vidas al servicio del señor de la mansión rechazaron a la hermosa María, quizás porque era la más humilde, la más noble, la más servicial, la más agradecida, la más sonriente. Y quizás también porque era arrebatadoramente bella. Un cóctel explosivo que ponía en peligro los miserables privilegios que habían conseguido con el paso de los años los desgraciados sirvientes. Y sin embargo María, mientras tanto, era inmensamente feliz porque por fin tenía un par de zapatos.
Estuvo un tiempo trabajando en la mansión, no demasiado, porque muy pronto entró al servicio de un joven muy inteligente que había hecho ya algo de fortuna en los negocios y que tenía una ambición enorme que le auguraba un futuro muy prometedor. Ese joven tímido y tartamudo se había convertido hoy, más de medio siglo después, en el anciano señor Pinkerton, en el señor de las palabras, el dueño de todos los idiomas del mundo.