La resistencia, claro, no era más que un chaval enamorado dotado de una imaginación prodigiosa. En lo único en que pensaba el joven Lucas era en seducir a la chica de sus sueños, a la preciosa Clara de ojos de agua. Todo lo demás le daba igual.
Obviamente, él no era consciente de las consecuencias tan terribles que estaba causando la privatización del lenguaje, no era consciente de cómo los hijos de los humildes aprendían a hablar más tarde y con menos riqueza de vocabulario porque en sus casas se hablaba poco, o de cómo los mercados de abastos se habían convertido en lugares tristes y solemnes porque los comerciantes ya no gritaban sus mercancías y sus ofertas a los clientes. Y de cómo el ser humano, capaz siempre de obtener sucio beneficio de cualquier ocasión, aprovechaba para sacarles el dinero a los ciudadanos inocentes, gente que gastaba más en palabras el día de su entierro de las que se había gastado en vida, gente a la que cobraban más por hablar en las bodas —como ya se hacía con las peluquerías o los restaurantes— que por pronunciar las mismas palabras un día cualquiera. Todo esto, claro, no hubiera sido posible sin el increíble avance de la tecnología, que permitía ya facturar inmediatamente todo lo que se hablaba y escribía.
El Estado estaba encantado con la situación, al fin y al cabo, los impuestos que generaba la normativa y que la multinacional pagaba eran enormes. Solo la Iglesia y el ejército se habían librado del pago, un concordato, la seguridad nacional, esas cosas…, lo de siempre.
La carta que Lucas le había escrito a Clara con sus palabras de regalo era muy hermosa, tanto que ella se emocionó, y si alguien la hubiera mirado a los ojos del color del agua en ese momento habría podido ver que, realmente, manaban agua. Las lágrimas de felicidad son la esencia del agua, del líquido que nos da la vida, le había escrito Lucas.
Pero aquello no era suficiente, y tras gastarse todo lo que tenía ahorrado, Lucas necesitaba seguir tocando el corazón de Clara, decirle lo que sentía una y mil veces. Solo había un problema: Lucas y su familia eran pobres.
Sin embargo, los padres de Clara eran burgueses acomodados, clase media labrada en dos o tres generaciones de ahorro y esfuerzo. Eran gente de bien, ciudadanos responsables que entendían que era necesario un orden y una cadena de mando y, por tanto, jamás habría pasado por su cabeza hacer nada ilegal o contrario a las normas establecidas. Su padre aún recordaba la multa que había tenido que pagar por no llevar una rueda de repuesto en su coche. No lograba entender qué demonios le importaba al Estado que no llevara una rueda extra en su coche, al fin y al cabo, si hubiera pinchado, él mismo habría sido el único perjudicado, el que hubiera tenido que llamar —y pagar— a una grúa y comprar otra rueda. ¿Quién era el Estado para incautarle todo el jornal ganado honradamente aquel día en su trabajo por ese motivo? ¿Cómo podía alguien afrontar un duro día de trabajo cuando sabe que todo lo que ganará ese día se dedicará a pagar esa absurda multa?
Pues bien, ni con esas el padre de Clara había osado protestar o rebelarse contra aquella injusticia. Afortunadamente, las cosas le habían ido bien, tenía una posición económica sólida, una familia unida, y aceptaba de buen grado pagar sus impuestos, aunque fuera por algo tan disparatado y absurdo como pagar por hablar. Así que en casa de Clara se hablaba mucho y siempre de forma legal, pagando por cada sustantivo, por cada verbo, por cada adverbio.