Un coche grande, amplio, negro. El chófer con gorra y librea, impecable. Aún no eran las ocho. Ya nadie tenía conductores con uniformes tan antiguos, pero Pinkerton era implacable en eso, que cada trabajador cumpla con su función, solía decir. Y allí estaba su chófer, despierto y encantador como si no existiera la noche, oliendo a colonia y desodorante, nada que ver con el sudor de su familia, allá en aquel apartamento de cuarenta y cinco metros cuadrados en el que vivían, a una hora de la casa del señor.

—Buenos días, señor Pinkerton.

Pinkerton levantó una mano y gruñó algo que nadie entendió. En el asiento de atrás, perfectamente encuadernado, estaba el dosier de prensa del día. Política, economía, finanzas, incluso algo de deporte. No había nada de cultura.

Seguramente nadie lo hubiera notado, pero tras el reluciente coche de Pinkerton arrancó otro vehículo. Eran sus escoltas. Otros, en moto, habían recorrido ya un par de veces los diez kilómetros que separaban su casa del edificio de la corporación Pinkerton.

Unas letras enormes plateadas daban la bienvenida al visitante. «Edificio Pinkerton». El jefe bajó del coche, estiró la seda de su traje y se introdujo en el edificio. A su entrada se hizo el silencio. Había mucho trajín, pero nadie habló. Pinkerton se fue directo a su ascensor privado. El ascensorista inclinó su cabeza y pulsó el botón. Piso cincuenta y tres. Durante el viaje no intercambiaron ni una palabra, ni un saludo. Al lado del señor Pinkerton, un guardaespaldas, o algo similar, imperturbable, arrogante. Pinkerton tampoco le habló.

El despacho de Pinkerton era amplio, a decir verdad era enorme, mucho más grande que el apartamento de su chófer o el de la señora María. Y estaba decorado de forma muy minimalista, estaba prácticamente desnudo, una mesa grande de cristal sostenida por dos robustos caballetes de plata, un sillón de cuero negro, un gran cuadro de Picasso, enorme, que iba casi de pared a pared y que en otro tiempo había estado expuesto en un museo que había tenido que venderlo por la salvaje reducción de fondos públicos que había sufrido, y poco más.

Sobre la mesa de cristal nunca había papeles. El teléfono —en realidad eran tres— estaba escondido en un mueble auxiliar, al lado de la mesa. No había ni un libro, ni una fotografía, ni un detalle personal. No había nada que delatara al dueño de aquel espacio, podría fácilmente haber sido un estudio de televisión, o el escenario de una obra de teatro. Pero era el despacho de Pinkerton, el corazón de la corporación empresarial más poderosa del mundo, un universo con cientos de miles de empleados en los cinco continentes que poseía, entre muchos otros activos, los derechos de uso sobre todos los idiomas, sobre el lenguaje, sobre las palabras. Y todo se dirigía desde allí, desde un despacho sin papeles ni libros.

El pequeño Pinkerton, el niño Pinkerton, era tartamudo. Eso lo atormentaba. En la escuela los otros niños, crueles como solo los niños pueden serlo, aprendices de futuros psicópatas, le hacían la vida imposible. Se reían de él, le insultaban, no tenían piedad. Pinkerton se ponía muy nervioso, e intentaba defenderse, pero cuanto más trataba de replicar a sus compañeros, más nervioso y tenso se ponía… y más tartamudeaba.

Pinkerton ton, le decían, y estallaban en una ácida carcajada.

Pinkerton ton acabó convirtiéndose en ton-ton, y el pequeño Pinkerton juró vengarse algún día de aquella jauría de miserables.

Lo tenía apenas a un palmo de sus narices. Un río largo que se recortaba sobre un fondo verde, recorría cientos de millas, se bifurcaba, se doblaba sobre sí mismo para seguir su rumbo hacia el mar.

La bofetada lo hizo volver en sí.

—Pinkerton, parece que está usted en la luna.

Pero el pequeño imaginaba que aquellas grietas que rajaban la pizarra eran ríos que, como un tajo, cortaban la tierra. Era una tierra de aventuras, eso estaba claro, y Pinkerton se imaginaba navegando aquel río en una barca de vela, y respirar el aire fresco del atardecer, y ver ponerse el sol, allá a lo lejos, por babor.

—Le he dicho ya tres veces que resuelva la multiplicación.

El profesor, inflexible, ridiculizaba al pequeño ante sus compañeros, pero a él le daba igual, ya estaba muy lejos de allí, con escozor en la nuca y las gafas en el suelo, eso sí, pero navegando río abajo camino del mar.

Poco después, a la hora del recreo, Pinkerton estaba sentado junto a sus compañeros en las gradas de una cancha de baloncesto. Se jugaba un partido del campeonato del colegio, y las aficiones jaleaban a sus jugadores. De repente, alguien gritó algo grosero, muy sucio, contra uno de los equipos. Era el chico que estaba sentado al lado de Pinkerton, un rubio de un curso superior que siempre se reía de él. Rápidamente acudió un profesor que, confundido, creyó que la blasfemia venía de la boca de Pinkerton.

—Es usted un maleducado —le dijo, y le dio un bofetón que le voló las gafas hasta mitad de la cancha.

—Pe pe pero si yo no no no he hecho na nada —masculló el pequeño Pinkerton entre sollozos.

—Y encima mentiroso —le espetó el guardián de las esencias, y le reventó la cara con un nuevo bofetón.

El escarnio, obviamente, no quedó ahí. Sus compañeros comenzaron a reírse como posesos, Pinkerton ton, tartaja de mierda, cabrón, basura, pe pe pero si yo no no no he hecho na nada, y estallaban en una estruendosa carcajada.

El pequeño Pinkerton lloraba, pero se tragaba las lágrimas, no quería que aquellos miserables le vieran así, destrozado, humillado, hundido, tan injustamente tratado. Dentro, muy dentro de sí, Pinkerton se prometió que las cosas no iban a quedar así.