Aún no había amanecido y ya olía a café. Es curioso el efecto que es capaz de crear el café, puede conseguir que un lugar inhóspito se convierta, gracias a su simple aroma matinal, en un hogar.
Eso mismo debía de pensar Pinkerton en su cama, maldito insomnio, no conseguía pegar ojo, vueltas y vueltas en aquella enorme cama siempre tan vacía y tan fría, y es que aquella casa era fría y gris, por mucho que la calefacción funcionara a todo gas.
Sonó el despertador, un quejido absurdo, estruendoso, innecesario para alguien que difícilmente se abandonaba en sueños. Pero un ritual, al fin y al cabo, tantos años ya. Las seis de la mañana.
A esa hora, la señora María llevaba ya un buen rato en la cocina. Aquel era su territorio, se movía en él con la seguridad de quien sabe el terreno que pisa. Si Pinkerton se quedara solo en casa, no sería capaz de encontrar ni un tarro con azúcar. Claro que a él siempre le llegaba en un pequeño recipiente de plata, con el resto de la vajilla de porcelana china, siglo XIV, comprada en una subasta en Londres años atrás.
Tras el baño matinal —la señora María ya le había dejado la bañera llena de agua caliente y sales—, Pinkerton abrió su vestidor. Allí, alineados, había no menos de cincuenta trajes, hechos a medida, en todos los tonos grises que uno pueda imaginar, como si fuera la paleta de un pintor daltónico que solo usa el blanco y el negro.
Enfrente, las camisas, unas cien, del blanco más impoluto al negro, pasando por toda la gama de grises y cremas. Y después las corbatas. Todas de seda. Todas negras. Ahí ya no había duda ni discusión. Pinkerton solo llevaba corbatas negras.
Esa mañana se sentía contento, así que Pinkerton eligió una camisa blanca, traje gris marengo y, por supuesto, corbata negra. Cuando bajó a su despacho, el café humeaba ya envolviendo toda la estancia. Dos tostadas, mermelada, mantequilla y una manzana. La manzana siempre se la llevaba y se la comía en el coche camino de la oficina.
La señora María llevaba casi cuarenta años al servicio del señor Pinkerton, lo había visto envejecer, temblar de frío en las noches de invierno, llorar de soledad en las de verano, le había enjabonado la cabeza y la espalda, le había acunado cuando le pudo la depresión y se sentía como un niño abandonado, le había preparado tila cuando estaba nervioso, le había cocinado miles de platos, miles de menús a lo largo de tantos años, le había lavado su ropa, sus camisas, sus calcetines, sus calzoncillos, le había sonreído en Navidad, cuando le ponía a enfriar el champán, le había enviado sus cartas y, por encima de todo, día tras día, durante casi cuarenta años, le había hecho el nudo de la corbata. Y es que el señor Pinkerton, tan poderoso él, no sabía hacerse el nudo de la corbata.
La señora María jamás le había tuteado, nunca se hubiera atrevido a hacerlo. Pinkerton nunca tuvo una palabra amable para ella, todo era neutro y profesional. Nunca se abrazaron. Nunca intercambiaron un beso. Nunca.
Pero allí estaban, frente a frente, una mañana más, Pinkerton desayunando, la vieja señora María cuidando de que todo estuviera bien. Él la miró y trató de sonreír, pero no sabía cómo hacerlo, y es que el señor Pinkerton no sabía sonreír. Ella bajó la mirada y salió de la habitación.
Pinkerton terminó su desayuno, cogió su cartera y se acercó a María. Ella le atrajo hacia sí, cogió su corbata, le hizo un nudo perfecto, y le sonrió. Él intentó devolverle la sonrisa, pero ya saben, Pinkerton no sabía sonreír. No hablaron. No se dijeron nada. Hablar era caro y la señora María llegaba justa a fin de mes.