El día de su cumpleaños a Lucas le regalaron cuatrocientas palabras. Gastó las dos primeras en darle las gracias a su madre, y con las catorce siguientes escribió un par de versos dedicados a la chica de la que estaba enamorado. Hacía ya unos meses que la corporación multinacional Pinkerton había comprado los derechos de uso de todos los idiomas del mundo, de todos los lenguajes hablados y escritos, de todas las palabras inventadas. Desde entonces, cualquiera que quisiera usar el lenguaje tenía que pagar derechos al señor Pinkerton. Por ello cada vez se hablaba menos. Ya solo los ricos podían permitirse derrochar palabrería en fiestas vacuas, escribir ridículos mensajes, o usar el idioma para agredir a sus enemigos. Los poetas escribían para sí mismos en la clandestinidad, incapaces de pagar por tanto hermoso adjetivo derramado sobre el papel.
Se aproximaba San Valentín, y los grandes almacenes anunciaban en sus escaparates «te quieros» de ocasión. Los vendían a mitad del precio habitual, envueltos en cajas de terciopelo con lazos rojos. Por poco dinero más, cualquiera podía componer sus propios mensajes —personalizados, brillaban los neones— o recuperar palabras perdidas que nunca se atrevieron a decir.
La gran maquinaria del consumo funcionaba a todo ritmo. El mundo se degradaba envuelto en un manto de silencio, la ignorancia campaba a sus anchas, y un ingente mercado negro severamente perseguido empezaba a emerger. Pero al joven Lucas le habían regalado cuatrocientas palabras, las que él quisiera elegir, y su desbocada imaginación buscaba ya las mejores combinaciones posibles para decirle las cosas más hermosas a la chica a la que amaba.