El escándalo, claro, fue monumental. La opinión pública se debatía entre el estupor y la indignación. Fue despedido fulminantemente, por supuesto, pero ese fue el menor de sus problemas. Hubo quien le llevó a juicio y pidió para él pena de cárcel. Sus vecinos le negaron el saludo. Su mujer le pidió el divorcio, harta de tanta presión social. No recibió un solo apoyo. Nadie le defendió. Ricardo Kublait era linchado en público y estaba solo, absolutamente solo.

Lo tomaron por loco, y eso le salvó de la cárcel, porque lo acusaban de estafa. El equipo de su infancia, el equipo de los amores de su abuelo y su cuadrilla de nonagenarios, había sufrido aquella noche la derrota más severa y humillante que los aficionados recuerdan. Sin embargo, Ricardo Kublait, la voz de la Argentina, el amigo del arquero, el altavoz del gol, había narrado el partido que le había dado la gana, solo pensaba en sus cuatro oyentes en silla de ruedas de la casa azul de Chacaritas, y en esa verdad radiofónica el resultado había sido justo el contrario. Una noche para la historia, decía, solo los viejos aficionados recordarán una gesta igual de este equipo, narró con voz entrecortada mientras media Argentina creía una realidad inexistente.

El abuelo murió al poco tiempo sin enterarse del escándalo.

—Murió feliz —dijo la enfermera rolliza.

Y Ricardo Kublait, allí, en pie frente a la tumba, pensó que nunca jamás, por muchos años que la vida le concediera, volvería a ser capaz de hacer algo tan maravilloso.