La historia de Ricardo Kublait no podrán entenderla aquellos que no hayan amado a sus abuelos. Podrán intuirla, acercarse a ella, sorprenderse y aceptarla, pero jamás podrán entenderla. ¿Qué es lo que lleva a una persona de éxito, a un profesional respetado y querido, en la cumbre de su carrera, a inmolarse conscientemente, a destrozar su prestigio y su vida? Solo hay una respuesta: el amor. El amor más puro e incondicional, el más noble, el más sincero. Sin pasiones, sin urgencias, sin condicionantes. El amor. Y el amor, cuando es tan generoso, siempre conduce al mismo lugar, al árido territorio de la soledad.

Ricardo Kublait visitaba todas las semanas la casa azul del barrio de Chacaritas. Allí estaba el asilo en el que vivía su abuelo. Ricardo es la única persona que visita al viejo, ya casi centenario. Este le sigue tratando como a un niño, Ricardito, le dice, qué guapo estás. Y Ricardo, que está calvo y pesa más de cien kilos de carne blanca y mórbida, sonríe como lo hacía casi medio siglo atrás, cuando el abuelo lo llevaba a la Bombonera a ver a su equipo, el paseo por el barrio, el olor del choripán, las risas de la gente camino de la cancha, las bufandas azules, los cánticos, no te sueltes de mi mano, Ricardito, y el niño que ve el mundo con ojos como platos, y el run run de las tripas, la emoción de entrar al campo, el aroma del tabaco, las luces que ya se encienden, el confeti que vuela desde las gradas, desde las barras. Y la publicidad por la megafonía, y el rugido colectivo cuando salen los jugadores, y los cánticos, y las caras desencajadas por la euforia cuando tu equipo marca gol, y los abrazos entre desconocidos como si les fuera la vida en ello. El fútbol, ah, el fútbol.

De vuelta a casa, antes de tomar el colectivo, el abuelo siempre le compraba un helado de dulce de leche, daba igual que fuera invierno, para el dulce de leche no importaba ni el frío ni el calor, y el pequeño Ricardo se sentía el niño más feliz del mundo, su helado, el partido, su abuelo feliz por la victoria de su equipo, y después el espectáculo de las calles y los barrios de la ciudad desde la ventanilla del bus, y el abrazo cariñoso del abuelo al despedirse, con los ojos vidriosos, y unas monedas furtivas que le metía en los bolsillos, para que te compres figuritas y golosinas, decía, y el beso en la frente, y el olor a colonia del abuelo. Y dos semanas que se hacían eternas hasta que volvía a buscarle para llevarlo de nuevo al estadio, al paraíso, a la felicidad.

Hoy su abuelo no ha comido nada, le dice la enfermera. Lo hemos sacado al jardín, para que le dé el sol, pero está muy melancólico, no deja de llorar.

Ricardo Kublait, el locutor deportivo más famoso del país, esboza una sonrisa triste. La enfermera cree ver una lágrima en sus ojos. Esta alergia me va a matar, se justifica la estrella de la radio, pero la enfermera sabe que la culpa no la tiene la primavera, sino los recuerdos.

—¡Ricardito, has venido a verme! Escuchad, escuchad, Ricardito ha venido a verme —grita el abuelo a sus compañeros de soledad.

Y los tres nonagenarios de la cuadrilla que comparten los minutos basura de sus vidas con el abuelo aplauden y abrazan al locutor. Y este se emociona, y su preciosa voz que cautiva en las ondas, ese terciopelo de voz que baja la bola al pasto, el amigo del arquero, el altavoz del gol, Ricardo Kublait, la voz de la Argentina, se quiebra y no es capaz de articular sonido alguno. Su visita manda al carajo a la depresión del abuelo, Ricardito ha venido a verme, ¡Ricardito ha venido a verme!, no hay lugar para tristezas ni para estar taciturnos.

Los cuatro amigos nonagenarios ríen y recuerdan viejas historias. Ricardo les ha traído un soplo de aire fresco, por fin alguien que los visita. ¿Sabes, hijo?, le dice uno de ellos, vivimos aquí aparcados como si fuéramos coches en un desguace, ¡con lo que hemos hecho por vosotros, los jóvenes!, no hay derecho.

Hablan de fútbol, de jugadores del pasado que hoy no podrían atarse los cordones de las botas sin sufrir un tirón en las lumbares, de los nuevos ídolos de la afición, de la nostalgia de las tardes de otoño camino del estadio. Ricardo los escucha ensimismado, como si un duende lo hubiera hipnotizado, como un sonámbulo consciente de que duerme y a la vez camina.

Mira el reloj. Tiene que irse. Hoy se juega el partido decisivo del campeonato, en la Bombonera, en la cancha de su infancia, y se le humedecen los ojos cuando recuerda los paseos de la mano de su abuelo, el olor del choripán en las churrasquerías, las bufandas azules, el frío, los cánticos, la lluvia de confeti al saltar su equipo al césped, el olor a tabaco y a colonia de su abuelo. Ese mismo abuelo que hoy vive encerrado en la prisión de su cuerpo decrépito, piernas que no responden, córneas que apenas ven, esfínteres que no se refrenan, babas que se caen de las comisuras de los labios, manos que tiemblan, y el cerebro intacto, y la inteligencia intacta.

—Ricardito —le dice apretándole la mano—, ¿te acuerdas de cuando te llevaba a ver a nuestro equipo?

Y Ricardo Kublait, hoy convertido en el locutor deportivo más importante de la Argentina, no puede reprimir una lágrima que sale del interior de su alma mientras le dice:

—Claro que me acuerdo, abuelo, y siempre me comprabas un helado de dulce de leche.

Y el abuelo sonríe, y Ricardo, el famoso locutor Ricardo, deja caer otra lágrima, porque cuando creció y aprendió lo que era la vida, supo que su abuelo no tenía apenas dinero, y que ahorraba para llevar a su nieto al estadio y poder comprarle un helado de dulce de leche.

—Claro que me acuerdo, abuelo.

—Ricardito, hijo, eres un ángel que nos has traído la alegría —dice uno de los nonagenarios amigos de su abuelo.

—Tengo que irme, no puedo llegar tarde al partido —se excusa ruborizado Ricardo.

—Te estaremos escuchando, Ricardito, hoy tenemos que ganar el campeonato —dice el abuelo.

—Cruzaremos los dedos —dice uno de la cuadrilla cuasi centenaria—, hoy vamos a ganar el campeonato.

—Enfermera, enfermera, ¿a que nos dará un vasito de vino si ganamos? —dice el abuelo.

Y la enfermera, una mujer simpática, rolliza, solterona a leguas, sonríe y afirma con la cabeza.

—¡Vino! —grita otro de la cuadrilla—, hoy tenemos que ganar y ¡tomaremos vino!

—Y brindaremos por Ricardito —dice otro—, que nos lo contará como si estuviéramos en el estadio.

—Dame un beso, hijo —dice otro.

Abuelo, te quiero. Y yo a ti, Ricardito.