El ruido de los aviones era su compañía más habitual, algunos parecían pasar rozando el tejado del modesto edificio en el que vivía Ricardo, muy cerquita del aeroparque Jorge Newbery. Ricardo había estado casado, pero de eso ya nadie se acordaba, habían pasado ya varias glaciaciones, como a él le gustaba bromear. En su tiempo fue un periodista importante, muy reconocido. Cubría deportes, sobre todo fútbol, hasta que un día ocurrió algo que arruinó completamente su carrera y lo envió directamente al paro y a la jubilación, o sea, a la mierda cuando se tienen poco más de cincuenta años. Horacio, que no sabría reconocer un balón de fútbol en un campo de melones, le ha preguntado en varias ocasiones qué fue lo que ocurrió, pero Ricardo se niega a contar nada, y eso que en su momento fue un escándalo muy notorio. Pero siempre que sale el tema termina bromeando, y diciéndole a su amigo que su historia no es para contar así como así, que merece un libro aparte, y que si algún día se decide a escribirla, su amigo no va a parar de recetarla, porque habla de locos que están muy cuerdos, justo lo contrario de lo que ocurre en el mundo.
Hoy es domingo y toca limpiar los cristales. Mientras lo hace ve aterrizar los aviones que vienen del otro lado del río de la Plata, o del sur de la Patagonia. Tras los cristales hay que hacer la colada, planchar, colgar la ropa. No pasa un solo día en que no piense en la mujer a la que amó, en la fama de la que disfrutó, cuando hasta los chavales más duros de las barras bravas se cuadraban ante él, ante el gran locutor deportivo Ricardo Kublait, la voz de la Argentina, como decía pomposamente el comentarista que hacía la entradilla de su programa. Ricardo Kublait, la voz que baja la bola al pasto, el amigo del arquero, el altavoz del gol. Y entonces sonaba una musiquita facilona pero contagiosa, unas notas de esas que te sorprendes silbándolas horas después sin saber por qué.
Cuando terminó las rutinarias labores del domingo, orden y limpieza, básicamente, esperando un lunes que, en realidad, para él era un domingo más, comenzó uno de los rituales que más feliz le hacían. Ese día, con la casa impecable y la perspectiva de una buena cena y una buena cama por delante, abría el libro que le había recetado su amigo y comenzaba a leerlo. Uno nuevo cada semana, libros que invariablemente encontraba en la Biblioteca Nacional. A veces, solo muy de vez en cuando, los compraba, siempre en ediciones baratas y de bolsillo. Le gustaba entonces ordenarlos en la estantería del salón, y de vez en cuando los rescataba y los volvía a releer. Si algo tenía que reconocer Ricardo era que su amigo Horacio Ricott, el recetador, era el mejor en lo suyo. Siempre tenía el título perfecto para cada estado de ánimo, tenía la infinita capacidad de empatizar con su cliente hasta leerle el alma y, después, por supuesto, poseía la cultura literaria más vasta que imaginarse pueda, y eso, sumado a su rapidez mental, daba siempre con el libro preciso para cada momento. Y sin embargo, Ricardo no dejaba de pensar en qué buen libro podría haberse escrito con su historia, la historia de su caída a los infiernos.