La mañana en el edificio de oficinas fue tranquila, buenos días, buenos días y poco más. Algún visitante despistado que busca una gestoría que no se encuentra allí. Los chicos del reparto, y mucho tipo encorbatado que entra y sale, que sube y baja. La mañana ideal para Horacio Ricott, con tiempo suficiente para leer y leer.
Pero hay ocasiones en las que leer hace daño, en las que es mejor no haber leído tanto. Ese fue uno de esos días. Ocurrió poco antes de que terminara el turno, cuando las tripas emitían ya sonidos que eran alarmas de hambre. Alguien lo había dejado olvidado sobre el sofá del hall, sin duda para que la señora de la limpieza lo tirara a la basura. Un periódico bastante amarillista, que Horacio jamás leía ni mucho menos compraba. Pero ese día ya había terminado de leer todo lo que había traído, y como aún quedaban unos veinte minutos hasta la hora de salida, decidió cogerlo y echarle un vistazo antes de mandarlo a la papelera. Grave error. Apenas pasó unas pocas páginas —un gobernador pillado en pleno soborno, la amante de un intendente que le chantajeaba— se encontró un titular que consiguió darle un vuelco al corazón: «Joven aparece salvajemente asesinada».
La noticia venía ilustrada con una foto de un cuerpo tapado con una manta en el arcén de una carretera secundaria, totalmente irreconocible. Pero el texto lo dejó perplejo:
«Ayer a la noche se encontró el cadáver de una joven de unos veinte años de edad salvajemente asesinada. Según el forense, la joven apenas llevaba muerta un par de horas, por lo que se espera que sea posible identificar el cadáver. La policía no ha querido ofrecer más datos a la espera de que avance la investigación».
Horacio Ricott, el recetador, se quedó sin aire, pálido como el mármol del suelo del hall del edificio de oficinas de Leandro N. Alem. Nada en la noticia indicaba de quién podría tratarse, pero él lo sabía de sobra. Bastaba ver en la foto, junto al cadáver, bajo la manta, una gorrita de lana roja.
A partir de ahí, la vida de Horacio Ricott no volvió a ser la misma. Le costaba respirar, tenía ataques de ansiedad, desconfiaba de todo el mundo. No podía dormir, ni siquiera con la dosis habitual de somníferos, hasta le costaba mantenerse inspirado para recetar libros. En más de una ocasión despachó a algún cliente con un best seller facilón, o con uno de esos clásicos que nadie se explica cómo han adquirido tal categoría. En todo caso, algo impropio de un profesional como él, un auténtico recetador de libros.
Cuando llegó a casa se preparó la cena con infinita desgana, un par de huevos fritos y unas salchichas, lo primero que encontró en la desértica nevera. Lo acompañó todo con un vaso de vino malo, restos también de una botella abierta unos días antes.
Cuando terminó recogió los platos y rompió el silencio que le había acompañado durante toda la cena —en realidad, el mismo silencio que le acompañaba en todas y cada una de sus comidas caseras— poniendo en el tocadiscos un vinilo del polaco Goyeneche. Lo hacía siempre que estaba triste y se sentía especialmente solo, o sea, cada dos días aproximadamente.
En la cama, incapaz de dormir, no podía alejar de su mente el torrente de vitalidad, de juventud y de belleza de la chica, sus mejillas de porcelana, la forma de morderse el labio, los dientes blanquísimos, los coloretes, y el pelo rubio como el trigo bajo la gorra roja de lana. Entonces se la imaginaba ya en su casa, sobre su misma cama, donde ahora trataba de dormir, y el sufrimiento se le hacía ya insoportable. Ya fuera un asunto de drogas —que parecía lo más probable— o un ajuste de cuentas, o una venganza, o un caso de alto espionaje, lo que fuera que motivó el brutal asesinato, era incapaz de entender cómo alguien podía hacer semejante daño a un ser tan bello y lleno de vida como la chica. Su fe en el ser humano, que a decir verdad nunca había tenido, se diluía ahora como un azucarillo en el café.
El que pidió otro azucarillo fue Ricardo. El café hoy está muy fuerte, se excusó. Había quedado con Horacio en un boliche de La Recoleta, cerca de una tienda de vinilos que le gustaba mucho a Ricardo, en el que solían verse de vez en cuando. Horacio aún llevaba puesto su disfraz de mariscal del ejército ruso, no había tenido ganas de pasar antes por casa a cambiarse.
—Es increíble cómo una persona a la que apenas conocemos puede cambiarnos la vida —dijo Horacio con la mirada miope perdida en la inmensidad del mundo que quedaba tras sus gruesas gafas de pasta—. Te vas a reír, Ricardo —prosiguió—, pero haber conocido a esa chica es lo más maravilloso que me ha ocurrido en la vida.
Ricardo, con su peculiar sentido del humor y tratando de animar a su amigo, optó por la ironía, que era lo que mejor se le daba.
—Triste vida la tuya entonces, compañero.
Horacio no le hizo mucho caso, acostumbrado de sobra a las pullas de su amigo.
—Uno cree que está solo, que es el ser más solitario e infeliz de la tierra, que nadie puede llegarle a la suela de sus zapatos en una competición de soledades, y de repente encuentras a alguien que apenas pasa unas horas por tu vida, te enamoras, se va, desaparece para siempre, dejándote sin esperanza de volver a verla, a acariciarla, a abrazarla, y entonces te das cuenta de que tu soledad y tu dolor aún eran superables, que la capacidad de sufrimiento no tiene límites, que la maldad humana no tiene límites, que la violencia no tiene medida. Todo esto me cuesta mucho, Ricardo, no puedo más.
Ricardo revolvió el segundo azucarillo en el café haciendo un ruido cadencioso con la cuchara para matar el momento de silencio. Percusión en situaciones complicadas, lo llamaba. Luego apuró el café.
—Pobre chica —dijo Horacio. Salvajemente asesinada. Y pensar que puedo haber sido el último hombre con el que se acostó.
Ricardo esbozó su sonrisa de pillo, agarró el antebrazo de su amigo, le miró a los ojos y dijo:
—Pobre chica, y además eso…