Para ganarse la vida con un mínimo de dignidad —lo de recetar libros, obviamente, no daba para comer—, Horacio Ricott trabajaba por las mañanas en la portería de un edificio de oficinas de la avenida Leandro N. Alem. El trabajo era sencillo, y aunque el jornal no fuera gran cosa, le permitía leer, que era, al fin y al cabo, su gran pasión. Con el uniforme azul de conserje y las desfasadas y enormes gafas de gruesa pasta parecía un mariscal del ejército ruso.
A la hora del almuerzo llegaba a casa, se cambiaba de ropa y abría consulta. Soñaba con poder dedicarse en exclusiva a recetar libros, al fin y al cabo, había gente que se ganaba bien la vida con profesiones similares e incluso más raras, psicoanalistas, parapsicólogos, contables y hasta sacerdotes.
Esa tarde esperaba a una pareja de inmigrantes filipinos que trabajaban en la residencia de un embajador europeo, y a una abuela octogenaria que vivía sola en una casita muy humilde de La Boca, y que pasaba consulta con el recetador para que este le recomendara libros para su nieta. La niña había crecido al calor de los gustos literarios del recetador, desde los primeros cuentos infantiles y las aventuras de Verne en la adolescencia. Ahora, sin trabajo, embarazada de un rufián y con un niño de otro gañán, a la abuela le costaba mucho convencerla para que leyera. Como siempre que venía a visitarle, el recetador invitaba a la abuela a un café y a unas pastas. Era una mujer muy humilde a la que la vida no había tratado nada bien y que, sin embargo, nunca perdía la sonrisa.
La primera vez que le visitó, el recetador, tras escucharla largo rato, le dio dos títulos, uno de los hermanos Grimm y otro de Dickens.
—No los voy a recordar, señor —dijo ella con humildad.
—Pues apúntelos —contestó el recetador.
Sobre la mesa había papel y lápiz.
—Es que no sé leer ni escribir —dijo con vergüenza la abuela.
Aquella confesión dejó a Horacio boquiabierto, nunca le había ocurrido nada igual, tener como cliente a una persona analfabeta.
—Y entonces —preguntó con delicadeza—, ¿por qué ha venido a verme?
La mujer tragó saliva, apretó con fuerza contra las rodillas el bolso que traía y contestó con suavidad:
—Es que quiero que mi nieta tenga una vida mejor que la mía, y sé que eso se encuentra en los libros.
Desde aquel día se habían hecho íntimos, y era el propio Horacio el que escribía los títulos en una hojita de papel que la abuela guardaba en su bolso como un tesoro para dárselo después a la encargada de la biblioteca municipal.
Hacía días que le costaba dormir. Por un lado estaba el miedo a los tipos que habían entrado en su casa y le habían pegado. Cada ruido en la escalera de madera del viejo edificio le ponía en guardia y hacía que su corazón latiera desbocado. Pero lo que verdaderamente le llevaba al borde del infarto era el recuerdo de la chica, su pelo rubio bajo la gorra roja de lana mientras lo estudiaba divertida en el café, su sonrisa traviesa y el sabor salado de las minúsculas gotas de sudor cuando le besaba el cuello.
El despertador dictó sentencia. Hora de ir a trabajar.