Muy temprano, con las primeras luces del amanecer, con la piel erizada aún por las caricias, el elegido debía marcharse, con la seguridad de que nunca jamás volvería a vivir nada igual, de que nunca más volvería a visitar el paraíso.
Todos intentaban resistirse y convencer a Keiko de que les permitiera regresar, pero ella era inflexible, las reglas allí eran estrictas, y solo otros poetas, solo otros solitarios, tendrían el premio de una noche mágica, solitarios que después serían expulsados del paraíso para dar entrada a otros, que acabarían sus noches igual, en una espiral en la que, de todos modos, quien más sola estaba siempre era Keiko.
Fue por la época de la vendimia, cuando el calor se retiraba discretamente para dar paso a las primeras lluvias de otoño, y los vencejos emigraban camino del sur, fue por esa época cuando Keiko, cada día más cómoda en su cruzada contra las injusticias del destino, recibió una larga carta en la que alguien le contaba la historia del recetador.