Abrió el sobre con infinita ternura. Estaba lacrado. Letra menuda y dubitativa. Acarició el bonito papel veneciano y las palabras allí escritas:
«Tus labios son el diario en el que escribo mis momentos de felicidad».
Sonrió, pero el verso no pareció convencerla del todo. El vapor del agua caliente había nublado ya por completo los cristales. Desde la amplia bañera, sumergida en sales y espumas con olor a lavanda, apenas podía intuir el parpadeo de las luces tenues de la calle. Sonaba de fondo una música suave, un solo lastimero de trompeta, jazz que en lugar de cauterizar heridas echa sal en ellas. Como si estuvieran perfectamente coordinados, tras muchas horas de ensayo, la sirena de un carguero procedente de Marghera se sumó al quejido melancólico de la trompeta. Un tintineo en las ventanas delataba la lluvia que empezaba a caer con fuerza, dibujando infinidad de círculos que parecían dianas sobre las tranquilas aguas del canal.
Sumergió la cabeza por completo bajo las aguas calientes de la bañera. Ese era uno de sus lugares favoritos en el mundo, allí, adonde apenas llegaban muy amortiguados los sonidos del exterior. Le gustaba aguantar la respiración y pasar un largo rato tumbada, sintiendo el calor y el olor de las sales de baño. Y es que Keiko había aprendido que la felicidad y el placer consisten en algo tan sencillo como pasar del frío al calor, ya sea el del hogar, el de una manta que nos cubra, o el de alguien que te abrigue el corazón.
Envuelta en un albornoz mullido, el pelo aún mojado, descalza sobre las alfombras persas, Keiko comienza el ritual de cada noche. Enciende las velas, prepara las bebidas, cambia la música de trompeta por un violonchelo aún más melancólico, distribuye con mimo los almohadones sobre la enorme cama vestida con finísimas sábanas de hilo blanco.
Después, sentada frente al tocador, se maquilla muy levemente, apenas los ojos y los labios. Y así, con todos los elementos del teatro de la poesía y el placer preparados, suena el timbre y llega el elegido de la noche.