Hay un lugar en Venecia llamado la Piazzetta del Principe della Follia. En ella hay un café frecuentado por los pocos parroquianos que aún se resisten a abandonar ese hermoso y decrépito barco que se hunde centímetro a centímetro. No es fácil encontrarlo. Según de dónde se venga habrá que cruzar un par de puentes o un sotoportego, rodear un canal y volver a deshacer lo andado y cruzar un cortile.

Apenas tres pequeñas mesas y media docena de sillas permiten a los clientes sentarse al aire libre los días en que el tiempo no lo impide. Yo suelo llegar un poquito antes del mediodía, con el periódico bajo el brazo, capa larga los días de frío y sombrero panamá blanco los de calor.

El camarero ya no pregunta qué voy a tomar, buon giorno, signore, etcétera. Me ha costado más de un año, un año de lealtad perruna, día tras día, a la misma hora, en la misma mesa, la misma bebida. Pero al fin lo he conseguido, a los pocos minutos de sentarme, el viejo cascarrabias que regenta el café desde los tiempos de cualquier lejano Dux aparece con el aperitivo perfectamente preparado, un buen spritzer, ya saben, una base de Aperol, vino blanco, un poco de soda y vermut.

El tiempo allí pasa lento, perezoso. Alejado de las hordas de turistas que devoran la ciudad, la vida en la piazzetta transcurre como un río tranquilo, una corriente cotidiana que fluye lánguida pero que jamás se detiene.

Por eso me sorprendió tanto ver aquella mañana, justo en medio de la plaza, a una joven japonesa. En realidad era la tercera vez que pasaba por allí, arrastrando una enorme maleta, un paraguas en la otra mano para protegerse del sol, un mapa arrugado y un extraño aparato electrónico que consultaba continuamente.

Era evidente que se había perdido, nada raro por otro lado en una ciudad diseñada como un laberinto por algún duende burlón o por un cartógrafo demente.

—Hola, ¿puedo ayudarte?

No hubo respuesta. Pensé que no entendía el idioma en que le hablaba, o que el miedo o la timidez le impedían trabar conversación con un extraño. Aunque vestía ropa amplia y cómoda, podía adivinarse un cuerpo bien formado, y esa suave piel blanca que es una permanente invitación a la caricia.

—¿Te has perdido? —insistí.

Y entonces clavó su mirada en mí. Fue la primera vez que ocurrió. Y aunque han pasado ya muchas lunas no puedo olvidar aquel momento, el momento en que por vez primera los dulces ojos del color de la miel de Keiko me miraron. Toda la melancolía del mundo se concentraba en esa mirada, era el pasaje secreto a un mundo desconocido y atractivo, peligroso, sin duda, pero irresistible. Y yo, Bruno Labastide, volvía a cortejar con el peligro.

—Estoy buscando una dirección y este aparato me dice que es por aquí, pero no sé qué pasa que siempre acabo en el mismo sitio.

—Bueno —contesté—, es que en Venecia la tecnología no sirve de mucha ayuda, en este laberinto la mejor forma de orientarse es la experiencia.

—O sea, perderse.

—Eso es, hay que perderse una y otra vez hasta que la ciudad te acepte como a uno de los suyos. Ni mapas, ni brújulas ni nada. Déjame ver esa dirección a la que quieres ir.

Keiko me entregó un papel escrito con una letra que me recordaba a los cuadernos de caligrafía de los niños pequeños.

—Está aquí al lado, has pasado por delante ya varias veces. Dorsoduro es un barrio en el que no es fácil orientarse.

Le indiqué cómo llegar de la forma más sencilla, que no es necesariamente siempre la más rápida. Me sonrió, me dio las gracias, se caló bien el sombrero y se fue arrastrando la maleta por toda la plaza, con el paraguas para el sol, el mapa arrugado de la ciudad que de poco servía y el aparato electrónico que no servía de nada.