ESTE MANUAL fue publicado en su versión primitiva el año 1957. La finalidad de este libro de texto apócrifo fue —y sigue siendo— la crítica donosa y el suavito cachondeo de las reglas y normas que aprietan de lo lindo a los poetas, apretón que se llama preceptiva literaria. Desde su primera edición han transcurrido quince años y ese lapso de tiempo, implacable, ha envejecido y gastado lo que fue lozano y pimpante. Y aún hay más: esa erosión temporal ha afectado, no sólo al libro, sino a su autor, que de esbelto y guapito que era, se ha trocado en pachucho y fondón. Así es la vida.
Varias veces tuve oportunidad de volver a publicar este volumen, y siempre me negué a ello porque comprendía que necesitaba con urgencia una meticulosa revisión. Despacito, sin prisas, fui alargando, puliendo, retocando, sustituyendo, aclarando, como dicen que hacía don Diego Velázquez —salvando las distancias— con sus cuadros. Y tanto he reformado y corregido, que el libro de hoy no tiene apenas nada que ver con aquel esbozo que, con prisas y carrerillas, tuve que escribir antaño para cumplir un compromiso contraído con una famosa editorial.
Pero cuando iba a emprender la reforma y revisión del texto pensé que, puesto que el tiempo inexorable había atacado al libro ya su autor, tenía por fuerza que haber hecho lo propio con lo que rodeaba a ambos: España. Y, en efecto, así era. La situación literaria nacional no es la misma que hace quince años; sobre todo en lo tocante a la poesía.
Los preceptos y reglas que durante tantos siglos rigieron, ya no se observan, como algo agobiante y molesto. ¡Qué bien! Resultaba, pues, que mi libro había tenido algo de sibilino y premonitorio, puesto que lo que fue motivo de burla se había desechado. Pero ¡mucho ojo!, si para ser arquitecto bastasen las cuatro reglas de cálculo y un poquito de geometría, ¿cuántos arquitectos habría en el mundo? La supresión de las reglas que yo caricaturizo en este libro, ha dado acceso en parnasillos, tribunas y conventículos, a una masa impresionante de poetas —cualquiera lo es hoy— porque esas reglas ya no existen. Y, mal que nos pese, eran una especie de cartelito que decía: «Reservado el derecho de admisión en la Literatura». Esta caótica situación me ha impulsado, casi a la fuerza, a tomar una posición media, de equilibrio. En los forros y entretelas del corazón me duele esta postura mesocrática, porque quisiera estar con los que van delante. Pero he llegado a la penosa conclusión de que, si ajustarse a las inflexibles reglas de la poesía tradicional da como resultado —no siempre— partos trasnochados y parnasianos, ignorar esas normas, saltárselas alegremente a la garrocha, es permitir que cualquier majagranzas, cualquier cipote, aficionadillo de tres al cuarto, con más osadía que talento, nos quiera hacer tragar a fortiori erotismos de fin de curso y primitivismos de cafetería.
Dentro de su estilo, dentro de su aparente coña literaria, este libro es sincero, a veces, descarnadamente sincero. A la española, vamos. Podré estar equivocado o no en lo que digo burla burlando, pero no digo nada que no sienta. Al que le pique, que se rasque.
Me consta que mucha gente se escandalizará cuando se penetre de las razones que aduzco para dar mazazos iconoclastas contra los pedestales de escayola gratuita de muchos conspicuos inmortales. No me importa que se atufen, porque sé que todos los que claman y se desgañitan hoy, dirán otra cosa dentro de diez años. Y muchos de ellos, hoy como mañana, harán suyo la que escuchen decir a alguien que les inspire confianza. Los que defienden a bocados una postura la que seay más intransigentes se muestran, son casi siempre los que hablan por boca de ganso, los que caminan —borregos del arte— delante de un pastor, los que no tienen ideas propias y necesitan que alguien se las dicte.
El arte, que es invento del hombre, tiene modas. Y lo que parecía deleznable y espantoso, la generación siguiente lo encuentra importantísimo. Recuerden ustedes que Hamlet que hoy nos parece fuera de discusióna Moratín le daba cien patadas en la boca del estómago. ¿Por qué no me las van a dar a mí Unamuno, pongo por caso, o Azorín?
Una advertencia final y entramos en materia: en este libro no hay mil poesías, sino muchísimas menos. Las que faltan para completar las mil horrorosas que promete el título, las pueden encontrar ustedes en los libros, en los muchos libros que se publicaron, se publican y se van a publicar.
Ya está.