LAS LETRAS HISPANAS

Cuando decimos que vamos a tratar de las letras hispanas, parece que vamos a recitar de memoria el alfabeto. Y no es así. Al decir letras hispanas me refiero, naturalmente, a las obras importantes de nuestra literatura, ya ese grupo de señores que enriquecieron notablemente la citada literatura, porque escribieron montañas de cosas. Sobre todo, el Brocense.

Vamos, pues, a contemplar el panorama literario español. Mucho habría que decir de tan importante y valioso acervo, pero como resulta que el autor de este libro no ha sabido nunca lo que esun acervo, ni por qué se le llama acervo a la literatura patria, vamos a dejarlo, no se complique más la cosa.

Sin embargo no podemos eludir un pequeño bosquejo, aunque sea de pasada, del panorama de que antes hablaba, y dar una idea de los orígenes de nuestra literatura, de su evolución y de los escritores más famosos. Sobre todo, del Brocense.

Hay que distinguir entre escritores y escritores. Esto, que parece una tontería, tiene suma importancia. Me explicaré con más claridad: hay escritores per se, es decir, hombres que han conquistado un puesto preeminente en nuestras letras por su estilo, por su inspiración, por su originalidad: por sus calidades y cualidades. Hay, en cambio, otros escritores que han pasado de repente a ser considerados y estimados, porque un día uno de nuestros eruditos ha empezado a decir que Fulano es así o asao, que tiene esto y lo otro, que es una maravilla. Este es el caso del Brocense. Por fin, hay una tercera clase de escritores hispanos que lo son porque en ellos se dan estas tres circunstancias, necesarias por lo visto para que se les conceda con magnanimidad el pedacito de gloria que les pertenece:

Son prolijos.

Son sabihondos.

Son aburridísimos.

Tal es el caso del Brocense.

Y de esa especie de Voltaire a la española, con ayuno y trisagio, que se llamó Padre Feijoo.

LA LITERATURA PRIMITIVA

En un principio, una vez que los godos se instalaron definitivamente, la literatura apenas existía. Y si existía, los escritores de aquellos tiempos tan remotos tuvieron el pudor —recomendable a tantos valores de hoy— de romper sus apuntes y notas, de modo que la posteridad no los pudiese leer. Es lógico que no hubiese entonces escritores, porque, desde que se nos colaron aquí los moros, a ver quién era el guapo que tenía tiempo de escribir nada, recibiendo, como recibíamos los españoles, cada guantazo que encendía yesca. Era natural que a los castellanos les apeteciesen unas buenas magras con tomate y una buena cama, tanto era el ajetreo a que los tenían condenados los aguerridos partidarios de la media luna.

De todo esto se deduce que la literatura castellana fue muy deficiente, por no decir nula, en aquella época de la Reconquista, pues no estaba el horno para bollos.

Pero siempre hay un gracioso que lo estropea todo. Tal fue el caso del juglar que, de repente, se puso a recitar en las plazas públicas, en los mercados y en los campamentos cristianos aquella especie de novelas de aventuras de la época —los cantares de gesta— con sus buenos y sus malos. Muy del gusto del ingenuo auditorio fueron aquellas coplas, mal escritas, y supongo que peor recitadas; tan mal como en la actualidad se suele decir el verso en los escenarios españoles por los llamados actores, excepto Carlos Ballesteros. Y el Brocense.

A partir de este momento crucial, la literatura española se ve invadida de coplas heroicas y anónimas. Fueron los juglares una especie de café-teatros de aquellos tiempos, que se extendieron en seguida, que se multiplicaron.

Contra aquella invasión populachera se pronunciaron los autores cultos, que publicaron sus obras en cancioneros, y exigieron minuciosamente que sus nombres apareciesen al pie de sus composiciones, no sólo para que las pudiese identificar la posteridad, sino para darse pote descaradamente, con esa vanidad que caracteriza a todo escritor de habla hispana, sea medieval o de nuestros días.

Es entonces cuando aparecen, en el panorama que estamos observando muy a la ligera, los escritores que se conocen con el nombre genérico de los clásicos.

Entre ellos, de manera destacada, figura, como está mandado, el Brocense.

LOS CLÁSICOS

Durante mucho tiempo se pensó en España que los clásicos eran unos escritores antiguos cuya lectura resultaba, no sólo soporífera, sino erisipelante. Esto sucedía cuando el nivel cultural de nuestro país era muy bajito. Hoy la gente lee más y ha podido comprobar que, lo que antes se suponía más o menos gratuitamente, es cierto. Resumiendo: salvo pocas y honrosas excepciones, los clásicos son aburridísimos. Sobre todo, el Brocense.

Al leer esta tremenda afirmación, habrá más de cuatro señores que se echarán con horror las manos a la cabeza. No importa: déjenles ustedes en esa incómoda postura y sigamos adelante.

Mucho ojo: no he querido decir que todos los clásicos sean insoportables. Ahí tenemos, sin ir más lejos, a Góngora, a Lope, a Ruiz de Alarcón, a Tirso de Molina. Pero que al lado de ellos figure Moreto, autor de la comedia El desdén con el desdén, de la que jamás he podido sacar nada en claro por lo oscura, conceptuosa y barroquísima, no hay derecho.

¡Fuera, pues, los Moretos de nuestras honradas letras!

¡Fuera el Brocense, caray!

Bueno, la verdad es que jamás he leído nada del Brocense. Lo citaba nada más que para darme pisto, como tanta gente que hace alusión a autores que nadie recuerda.

Si tuviéramos que hilar muy delgado, tendríamos que reconocer que, incluso entre los autores más importantes, las obras maestras no se pueden contar por docenas.

Cojamos, por ejemplo, a Tirso de Molina. Leamos sus obras completas, saltándonos, naturalmente, los comentarios y aclaraciones de doña Blanca de los Ríos, por lo ingenuos, y por su recalcitrante manía de atribuir al Mercedario todas las obras perdidas que se encontraba a mano en sus jornadas husmeadoras de rata de archivos. Si somos sinceros y ecuánimes, reconoceremos que entre toda la producción de fray Gabriel solamente hay tres obras maestras, a saber: El vergonzoso en palacio, Don Gil de las calzas verdes y El burlador de Sevilla y convidado de piedra. Casi maestra es Marta la piadosa, pero le falta el casi. El resto de la extensa producción de don Tirso son comedias más o menos amables, dramas con mejor o peor carpintería teatral, pero inferiores sin duda a las tres que he citado. E incluso algunas que tienen fama, como El condenado por desconfiado, son ladrillos inaguantables.

Otras veces el autor es tan rematadamente plúmbeo, tan tedioso, tan extenso, que uno se pregunta con frecuencia de quién ha sido la manita gloriosa que ha incluido a semejante poeta soporífero entre los coronados de laurel y otras hierbas aromáticas. Tal es el caso de don Alonso de Ercilla, autor de La Araucana, poema redactado en no sé cuántos miles de estrofas —que posiblemente serán octavas reales, para fastidiar más— y que por fortuna no ha leído nadie.

El Siglo de Oro fue el cénit, la cúspide de nuestras letras. Y tan característicos fueron nuestros escritores, y tan famosas las obras que produjeron en la citada centuria, que saltamos las fronteras e influimos poderosamente en las literaturas europeas.

Durante el resto de nuestra historia literaria fue siempre al revés: las literaturas europeas penetraron en España —casi siempre tarde— y empaparon nuestras producciones. Primero, la lírica provenzal, la portuguesa, la italiana —todos los poetas cultos medievales imitaron La Divina Comedia, del señor Alighieri—, y más tarde, hasta la época presente, fue Francia la que nos envió sus soplos por encima de los Pirineos.

En España ha habido siempre, casi en pugna, dos tendencias, dos fórmulas, dos escuelas. Primero fue el Mester de Clerecía contra el Mester de Juglaría. Y siempre, más tarde, ahora mismo, los sobrios, los escuetos, los profundos, contra los floridos, los ampulosos, los superficiales. Me quedo con los segundos, con la excepción de Herrera —ampuloso de mala sombra—, porque la belleza está siempre con ellos, con Góngora, con Darío, con Valle-Inclán. Lo de «que no profundizan» me importa un rábano fresco, por dos razones:

1.ª Porque cuando la poesía es poesía, el tan cacareado «mensaje» está en la misma poesía, por serlo.

2.ª Porque generalmente el llamado «mensaje» es una cosa que todos conocían ya, como la moraleja de una fábula, en la cual el papel de los animales y sus enseñanzas morales está, sin duda, reservado a unos lectores que son tan tontos que necesitan que se les lance, aunque sea por los burros flautistas, un «mensaje».

Algunos de nuestros compatriotas aseguran en ciertas ocasiones, muy serios: «Conozco mis clásicos». Yo también conozco, con modestia, los míos: los que me gustan y los que no me gustan. En la falsa antología que a continuación, como naipes de tresillo literario, inserto, hay una muestra de ambos grupos. En el primer caso —el de los clásicos que me gustan— mi caricatura de tan importantes poetas es una ofrenda cariñosa, un homenaje, una manera como cualquier otra de decirles poéticamente: «¡Viva la madre que te parió!» Así sucede con Santillana, Manrique, Góngora, Darío. En el caso segundo —los que no me gustan— mi caricatura, mi puesta en solfa, no es todo lo mordaz y despiadada que se merecen, a mi juicio, poetas engolados, y falsorros, y cursis como pueden ser un Quintana o un Manuel Machado.