Lengua castellana es esa especie de ronquido que los españoles utilizan los lunes para discutir de fútbol. La lengua castellana sirve también para decir otras muchas cosas, pero menos importantes.
Sirve, por ejemplo, para expresar un pensamiento cualquiera, verbigracia: «La conjunción de los bloques de masas y el abigarramiento cromático, unido a una valoración intrínseca e individualista, tiende a un puntillismo de nostalgias que se remontan acaso a los albores del primitivismo menos ortodoxo. Los bloques yuxtapuestos y la alineación temática…» Pero párrafos como el precedente sólo se los dejan decir a don José Camón Aznar.
Existe también un castellano especial para economistas y políticos, porque de vez en cuando se leen por ahí cosas como ésta: «En los fundamentos de todo sistema hay, no como premisa, sino como colofón, un inciso coyuntural que retrotrae y frena el caos inflacionista, consecuencia y paradigma de una mal entendida centralización, cuya idoneidad se sincronizaría acaso con una fase empresarial que se apoyase en unas estructuras flexibles que tenderían al fin y a la postre a la sistematización de lo orgánico».
Me permito suponer —no he buceado lo suficiente en este terreno— que lo mismo que existe en literatura un barroquismo, un culteranismo, en política tenemos un grupo de prohombres gongorinos, que hablan para una minoría que los entiende. Y esa minoría selecta y preparada, es el público que sigue de cerca los gorjeos de tales canarios estatales. Al resto del país, que lo zurzan.
CARACTERÍSTICAS DE LA LENGUA CASTELLANA
Tiene nuestra lengua unas condiciones especiales de sonoridad, reciedumbre y armonía. Es el castellano idioma riquísimo, repleto de términos variados. Tan rico y eufónico es, que hasta las canciones modernas, ramplonas y contestatarias, tópicas y vulgares, parecen una maravilla cuando las pía cualquier boquirrubio microfónico. Esto da una idea clara de lo hermoso y sufrido que es nuestro idioma.
El castellano es un idioma ideal para hablar claro, para decir lo que uno siente, para cantarle las cuarenta al lucero del alba. Pero esto por desgracia es difícil de comprobar, porque los españoles pocas, muy pocas veces han tenido la oportunidad de expresar claramente sus pensamientos. Desde los más pretéritos tiempos llevan nuestros paisanos sobre la boca una mordaza —pañuelo de fina batista o de hierbas, según el español sea de la ciudad o del campo— que no les permite explayarse a gusto.
Esa veda, esa prohibición de hablar no se refiere más que a ciertos temas. Quizá por eso, cuando el español habla, lo hace en voz alta, a gritos; acaso para desquitarse de las restricciones que le impone esa bufanda de fibra más o menos homologada que refrena sus impulsos.
La literatura hispana, esa maravillosa literatura nuestra, es casi siempre una literatura de rodeo, de circunloquio, que en pocas ocasiones aborda los problemas candentes de manera frontal y decisiva. Tiene que estar desmoronándose el Imperio —castillos en el aire— para que se escuche la voz carrasperosa y descarada de Quevedo, recitando con amargura aquello tan tristemente hermoso de
Miré los muros de la patria mía…
Han de llegar los franceses e invadirlo todo sin la menor contemplación, para que se escuchen —un poco retrasados— aquellos candentes y ripiosos versos que todos ustedes conocen:
Oigo, patria, tu aflicción…
La cultura penetra en España con el cuentagotas sostenido unas veces por Aranda y otras por Floridablanca, propulsores de aquel famoso «despotismo ilustrado», cuya divisa era «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo»; sistema éste que parece blando y suavito comparado con otros que con más o menos frecuencia han sido instaurados en la península, y cuyo lema podría ser «Todo para nosotros y al pueblo que le den morcilla».
La generación del 98 levanta la liebre, y despotrica y censura, amparada acaso por el valor y la razón que daban la pérdida de las últimas escurriduras de nuestro imperio colonial. Los españoles, extremosos, incapaces de observar el ten con ten necesario en todos los actos de la vida, se vuelcan, a partir del Desastre, en el pesimismo más negro; y desde ese punto de vista lo ahúman y lo ennegrecen todo. Y pecan ahora de agoreros y gafes, como antes habían pecado de ingenuos y patrioteros, poniendo por las nubes una cosa que se había ido ya a hacer puñetas.
HABLAR POR HABLAR
Como decía antes, el español habla su idioma en voz alta. Hay quien asegura que los españoles vociferan por culpa de su temperamento exaltado, de la sangrecita torera que circula por sus sistemas arterial y venoso. Pero hay quien opina que si el español habla a gritos, lo hace para que le escuchen los otros, porque se da la curiosa circunstancia de que el que habla en España cree siempre que lo que dice es más importante y mollar que lo que dicen los demás.
Por eso ha sido ésta tierra de grandes oradores, tanto sagrados como profanos, hombres que subían al púlpito o a la tribuna, y desde allí vociferaban, desbarraban a placer, seguros de la importancia de lo que estaban transmitiendo a los demás gracias al vehículo de la sabrosa, eufónica y repajolera lengua castellana.
En tiempos pasados, los españoles acudían a la iglesia o al Congreso de los diputados a escuchar a aquellas lumbreras de la oratoria, a aquellos faros majestuosos y dogmáticos, que echaban a volar sus cláusulas barrocas y floripondiosas como tenores en noches de gala. Y el público, que no se había enterado de nada, aplaudía con frenesí después de una cavatina —a veces coreada por la oposición— de Cánovas, de Ríos Rosas o de don Emilio Castelar, el Tamberlick de la política, dueño de todos los registros apasionados, tanto heroicos y vibrantes como lamentosos y plañideros.
España, nación que ha preferido siempre la forma y ha descuidado el fondo, ha ensalzado y elevado a personajes que en otras latitudes no hubieran pasado de ser valores discretos. Una de las alabanzas que más se ha prodigado en esta tierra ha sido la que aludía a la palabra fácil, a la verborrea. Y cuando se citaban las cualidades y méritos de un ciudadano, todos hemos escuchado: «¡Fulano habla tan bien…!» Nadie ha loado la intención oculta, el tema, el cogollito de la cuestión, la profundidad de conceptos, sino la palabra en sí, o mejor dicho, el torrente de palabras que ha fluido de aquella boquita ampulosa, cola de caballo de ese Monasterio de Piedra que ha sido siempre la oratoria hispana.
Al orador eximio se le ha llamado siempre pico de oro, prueba evidentísima de que todos los oradores hispanos, de un bando o del contrario, han sido siempre cotorras.
NORMAS AL USO PARA EL EMPLEO DEL IDIOMA
Desde su edad más tierna, el niño español —¡rico mío!— es adiestrado concienzudamente por sus progenitores, los cuales, a fuerza de desvelos, llegan a conseguir que el niño en cuestión se exprese a gritos. En las casas, por las calles, en los lugares públicos, en los espectáculos, las repulsivas gargantitas de los niños españoles —¡angelitos de mis carnes!— vociferan a todas horas con ese despotismo —esta vez no muy ilustrado— de los cortos y asquerosos años. Y por ahí los vemos, vociferando, comentando a gritos, pidiendo con imperio las cosas más heterogéneas, siempre bajo la mirada vigilante y amorosa de sus padres, que también son de aúpa.
Cuando un niño cualquiera emite y pronuncia la lengua nacional a tono normal, los amigos de los padres les comunican que aquel niño es raro, que posiblemente esté enfermo, que es un introvertido o que les ha salido de la acera de enfrente.
Una de las causas de que en España se hable a tono brillante ha sido y es —ahora menos, afortunadamente— la radio. Puesta a todo meter en los hogares españoles, obligó a sus ocupantes a hablar a gritos para hacerse entender de los demás. Y tanto se aplicaron algunos ciudadanos que lograron, a fuerza de tesón y de voluntad encomiables, oscurecer con sus voces intempestivas la de don José Luis Pécker.
La TV continuó la labor de preparación comenzada por la radio; arrastrando al ciudadano medio hasta situaciones límite. Porque tener un televisor es como poseer un cinematógrafo propio. Y, claro, cuando en la película que proyecta ese día el canal hay músicas estentóreas y gritos de la protagonista protestando contra las pésimas costumbres sociales del lejano oeste, las voces de los habitantes de la casa han de elevarse notablemente si quieren que se les entienda.
La TVE ha perjudicado de una manera perversa, pero paulatina, a los españoles. Veamos cómo:
A) | porque les ha enseñado a hablar a gritos, según hemos indicado más arriba; |
B) | porque está llenando el idioma de desconcertantes y repelentes barbarismos; |
C) | porque como las películas y algunas «series» que se proyectan son malas, cuando los ciudadanos ibéricos van al cine, se conforman con cualquier cosa; |
CH) | porque, acostumbrados a comentar el programa que están contemplando a domicilio, cuando van a un espectáculo público, la fuerza de la costumbre les impele a seguir comentando en voz alta, sin el menor miramiento ni el menor respeto para el resto de los espectadores. |
Producidas seguramente por ese desgañitamiento de la población civil, una de las enfermedades que más estragos causa en la península es las anginas. Por fortuna hoy se curan con bastante rapidez y eficacia. Las anginas españolas jamás son malignas, y mucho menos infecciosas. Provienen casi siempre de un gerundio, de un modo adverbial o de un adjetivo posesivo que al ser pronunciados, como de costumbre, a gritos, han rozado la garganta del paciente. Hay médicos especializados que en vez de curar estas irritaciones faríngeas con una medicación clásica, en lugar de utilizar el cauterio o el bisturí para cortar por lo sano, emplean el Espasa, que absorbe en seguida el vocablo enquistado. Y cuando la irritación es general y toda la garganta del interesado es una pura llaga, el facultativo receta al paciente la lectura reposada de las obras completas de santa Teresa, con lo cual el enfermo se cura en pocos días, horrorizado de tener que tragarse las lucubraciones de la famosa y aburridísima Doctora.
Pero si el hombre, como hemos apuntado, habla empleando tonos ensordecedores de pregonero, la mujer española vocifera muchísimo más. Hay excepciones, claro. Pocas, pero las hay.
Posiblemente, la mujer hispana desbarra así, a voz en cuello —ebúrneo y alabastrino, si quieren, pero a voz en cuello—, para afirmar y subrayar esa prerrogativa medieval que todavía subsiste en España y convierte a la mujer en algo intangible, y la eleva y la sublimiza —dulía laica— como objeto de veneración. Las mujeres españolas llevan dentro a doña Blanca de Navarra. Y conste que esto no quiere decir que doña Blanca de Navarra hablase a gritos, sino que las mujeres españolas se consideran seres especiales dignos de toda clase de miramientos, de cortesías y de respetos. Lisístratas de la Meseta, venden caro su sexo.
No sé por qué, pero me imagino a las grandes protagonistas de la novelística nacional como unas tremendas despotricadoras. Así tuvieron que ser Pepita Jiménez, riñendo con sus criadas, y la Regenta, y Fortunata. Lo único que cambia es el paisaje que estas señoras tenían detrás.
Y esto es grave, porque España es un país esencialmente femenino. Todo ese machismo, esa hombría casi profesional del contribuyente español, es pólvora en salvas, cohete de verbena. En España mandan y han mandado siempre las mujeres. Los autores teatrales cucos escriben comedias para la mujer, porque cuando ésta, que siempre tiene una amiga que la aconseja, dice que la comedia es buena, el éxito del autor está asegurado. En España triunfa todo aquello que le gusta a la mujer. Por eso casi siempre hemos tenido un régimen de derechas, porque las mujeres han cogido aparte a sus cónyuges y les han dicho: «No te metas en nada, Manolo, que los demagogos y republicanotes quieren siempre armar cisco, y aquí lo que nos conviene es el orden».
El elevado concepto que de sí misma tiene la mujer, parece que se va esfumando. Las nuevas generaciones son más normales. Y bajo la apariencia desenfadada y casi masculina de la chica de hoy, encuentro más respeto por el sexo opuesto, más deseo de integrarse a la sociedad. Se diga lo que se diga, desde que la mujer española ha soltado el abanico —su cetro de flamencona en activo— se ha humanizado, ha bajado de su pedestal de ídolo y con desparpajo y valentía está haciendo oposiciones a unos derechos que sólo se consiguen olvidando privilegios arcaicos, en los que no entraba la inteligencia, sino el mero hecho de estar buena.
Más respetuosas y educadas son las chicas jóvenes que las respetables y fondonas matronas iberas. En una barra de cafetería, recibí no hace mucho —sin intención de hacerlo, claro— un bolsazo de una señora que, acompañada de otra, se estaba regalando. Me volví, sorprendido por el golpe. Las dos damas —con perdón— salieron del local haciendo comentarios de este tipo: «¡Fíjate, se ha vuelto! ¡Qué delicado!» Es decir, que la cortesía, según estas señoras bastante brutas, es algo que ellas reciben, pero no dan.
Y no; la educación y la cortesía son recíprocas, de ciudadano a ciudadano, sin distinción de clases ni de sexos. Me pondré muy contento el día que vea que todas las mujeres que ocupan las butacas de un teatro se levantan, como en Francia, para que pueda pasar otra señora o un caballero. Algunas ya dan las gracias cuando uno se molesta y les sostiene la puerta para que pasen, pero lo de las butacas de un teatro o cine todavía no lo han comprendido nuestras salerosas y morenas compatriotas.
Claro, y con unas mujeres que son así, ¿cómo va uno a decirles que hablar fuerte es una ordinariez? Ellas hablan como les da la gana porque para eso son mujeres españolas, tiranas de los hogares y gobernadoras domésticas, cargo que están ejerciendo desde que don Amílcar Barca asomó la jeta por estas tierras.
DESVENTAJAS DE HABLAR TAN FUERTE
Hablar a voces es molestísimo, tanto para el que discursea como para el que escucha. Aparte de crear a este último un peregrino complejo de sordo, los españoles tendrían que moderarse y hablar con menos brillantez, por varias razones, a saber:
1.ª.— Por lo mal que se pronuncia el castellano.
Los españoles tienen a gala su pésima pronunciación del idioma y se recrean y esponjan haciéndole jugarretas al lenguaje, consiguiendo con esto que se adultere cada vez más.
Creo que todo el mundo conoce el chistecillo o cuento de aquel niño que decía a su padre:
—Papá, quiero pan e higos.
—Niño, eres tonto e idiota —respondía el padre.
De este chascarrillo semántico se saca la dolorosa conclusión de que el empleo correcto de la conjunción copulativa e está considerado en nuestra patria como una repipiez o un engolamiento reventativo de niño zangolotino.
2.ª.— Por haber enviado al destierro a varias consonantes dignísimas.
En las comedias de fin de siglo, cuando intervenían personajes costumbristas, no precisamente de costumbres y hábitos ejemplares, tales como golfos, timadores y gente del bronce, los autores les hacían hablar su propio idioma, posiblemente con la intención educativa de que el público corrigiese sus defectos, si los tenía.
Los propios hermanos Álvarez Quintero ponían entre comillas las palabras que pronunciaban mal sus personajes —no me refiero a los andaluces—, y así veíamos todas las palabras que llevaban una ll, tales como caye, cabayero, etc.
En la actualidad pocos son los españoles que pronuncian con corrección la ll. Ya no vale la pena subrayarla.
Lo mismo sucedía con la b y la v, que tienen diferente pronunciación, de lo contrario no existirían palabras como subversión, obvio, etc.
Hasta hace muy poco, la x era pronunciada correctamente. Desde mi niñez he seguido paso a paso la transformación de esta letra en s. La primera vez que lo pude observar fue allá por el año 1935, cuando una criada de casa dijo que «allí se respiraba mucho osígeno». Hoy casi todo el mundo pronuncia la x como s. Hasta en TV, que tendría que ser academia del bien hablar. ¡Hasta en el teatro, donde, por su tradición, la palabra tendría que ser de oro! Claro que de esto tienen la culpa los directores —papel preponderante hoy en día—, que deberían corregir la deficiente pronunciación de los actores en lugar de poner tantos focos, tanto vestuario, tanto decorado giratorio que, las más de las veces, es marco y encuadre de una obra dicha, sin ofender, con el culo.
Sería curioso interrogar a los directores teatrales y cinematográficos y registrar magnetofónicamente sus respuestas, para ver cómo hablan los que tienen que corregir a sus respectivos elencos. Quizá nos llevaríamos todos divertidos chascos.
Como resulta que los que hablan mal son más que los que procuran pronunciar con corrección el idioma, los borricos nos avasallan e imponen su criterio. ¡La rebelión de las masas! que dijo don José.
La Academia de la Lengua, que está casi siempre tocando el violón u otro instrumento de arco, acepta con júbilo la supresión de la p en las palabras de origen griego psíquico, psicología, psiquiatra, etc., cuando la p líquida, que hay que pronunciar con un saltito precioso, era lo más hermoso de la palabra, lo que le daba un carácter helénico, culto y humanista. Claro que el ochenta por ciento de los académicos han pasado ya de los setenta años, y tales decisiones se deben considerar naturalmente como lo que son: chocheces.
3.ª.— Por adulteración y retorcimiento de palabras.
Hable usted, señor mío, con un español cualquiera; luego con otro; más tarde con otro más. Y así. Observará usted, caballero de mi consideración, que, al intentar el diálogo —eso que se dice ahora que hay que empezar y yo no veo que sea cierto—; al intentar el diálogo —repito— con todos esos compatriotas suyos, observará usted, caballero del alto plumero, que sus interlocutores le van a hablar de lo siguiente:
A) de fútbol;
B) de mujeres;
C) del Gobierno (esto último, bajito).
Pero hable usted de lo que hable, que al fin y al cabo el tema es lo de menos, los españoles consultados le dirán, casi todos ellos, las siguientes y erróneas palabras y locuciones:
Pasé desapercibido, por pasé inadvertido.
Bajo mi concepto, por en mi concepto.
Fulano estaba delante mío, por delante de mí.
Mengano está detrás mía (¡femenino y todo!), por detrás de mí.
Y, naturalmente, todos o casi todos los señores consultados dirán mal la palabra castellana más castigada, más vapuleada por extrañas metátesis populares: croqueta.
Usted escuchará de labios de sus interlocutores, señor mío:
cocreta
crocreta
cocleta
y clocleta, postrer alarde pirotécnico de la errónea pronunciación hispana.
El pueblo de Madrid, incluidas la morena y la rubia, que es el que peor habla de toda España, dice —doy fe de ello— todo lo que reseño a continuación: metaplasmos que erizan el vello al menos purista de los puristas:
Metátesis: como piscología, por psicología.
Prótesis: arradio, por radio; amoto, por moto.
Epéntesis: alcarchofas, por alcachofas.
Paragoges:
Ves a la tienda, por ve a la tienda.
Ayer vinistes, por ayer viniste.
Oyes, Manolo, dime… por oye, Manolo, dime.
Síncopas: inaguración, por inauguración; vítima, por víctima.
Idiotismos a porrillo:
Mondarinas, por mandarinas.
Estillas, por astillas.
Comisería, por comisaría.
y no cito más, porque el libro daría asco.