GRAMÁTICA

¿Qué es gramática?, se preguntarán ustedes con más razón que un santo. ¿En qué consiste la gramática?, volverán a preguntarse, volverán a inquirir y volverán las oscuras golondrinas.

No se inquieten ustedes, que para eso el presente manual es de divulgación, y espero que, con un poquito de suerte, divulgaré todo lo divulgable desde sus hermosas e impolutas páginas.

Gramática es la manera de hablar bien nuestro idioma y de escribir con corrección lo que se tercie.

Ahora bien, gramática, lo que se dice gramática hay muy pocas personas que la sepan como es debido. Es privilegio de unos pocos caballeros —casi todos ellos provectos y asmáticos— que se sientan en unos sillones, tantos como letras mayúsculas y algunas minúsculas tiene el alfabeto, en un edificio que se llama Real Academia Española. A veces estos señores, víctimas de una artritis o de un ataque de asma, tienen que guardar cama, dogmáticos y valetudinarios. Durante esos días el idioma sufre un colapso, una pausa depresiva. El Presidente, para reanimarlo, tiene que inyectarle trozos de la Agudeza y arte de ingenio, de don Baltasar Gracián, y del Quijote. Restablecidos los eruditos enfermos, y con ellos el idioma, la docta corporación se reúne en pleno y declara que las obras completas de don Manuel José Quintana son estupendas. Con la conciencia limpia después de tal aserto, los académicos se retiran a sus respectivos domicilios.

Como, por mucho que me esfuerce en suavizarla, la gramática española es dificilísima y contribuiría a hacer el libro insoportable, voy a dar por sentado que todos ustedes la conocen, aunque no sea más que de oídas, y voy a pasar a otra materia con un suspiro de satisfacción, ya que yo tampoco sé ni torta de gramática.

¿De acuerdo? Ea, pues de acuerdo.

ORÍGENES DE NUESTRA LENGUA

Es axiomático y evidente que un idioma no nace de repente. Ni siquiera en unos años. Generalmente un idioma nace de una lengua anterior, a la que se denomina lengua madre. Del padre no se ha hablado nunca.

Para expresarlo con más claridad, un idioma moderno es la lengua madre, pero después de sufrir un proceso lento de degeneración, de retorcimiento, de viciosa decadencia.

Más claro todavía: lingüísticamente hablando, lo que llamamos lengua castellana es una porquería.

La lengua madre del idioma castellano es el latín, circunstancia que me parece detestable por dos causas:

1.ª por lo repajoleramente difícil que es;
2.ª por los líos que causaba antaño al que hablaba tal idioma, porque jamás sabía si la frase estaba o no construida en acusativo.

El latín ha sido uno de los grandes fracasos de la Humanidad. Inventado por eruditos —los llamados latinistas—, fue utilizado en la Antigüedad para desesperación de los hombres de entonces. Creadas las lenguas hijas, hubo siempre un grupo de gentes raras que se empeñó en conservar el latín, nada más que con la intención de que fuera una de las asignaturas del bachillerato. Es decir, para jorobar a los estudiantes. Afortunadamente, el latín está hoy tan desacreditado que ni siquiera lo utiliza el clero posconciliar.

Pero antes que naciese el latín, muchos millones de años antes, los hombres primitivos no hablaban, no sabían decir ni mu, porque mu lo decían entonces los toros, muchísimo más avanzados que el hombre de aquellas épocas.

Las gentes prehistóricas, en su vegetar neanderthalesco, necesitaban un medio de comunicación; algo, en fin, parecido a lo que tenían las zorras, los jilgueros y demás animales.

Con un atisbo de perspicacia, con un destello de luz en sus pupilas bestiales, el hombre primitivo advirtió:

A) que se diferenciaba del mono;
B) que esa diferencia entre el mono y él no era tan notoria como para echar las campanas al vuelo;
C) que aunque hubiese querido echar las campanas al vuelo, el hombre primitivo se hubiera tenido que fastidiar, porque las campanas —y, por lo tanto, las iglesias— no se habían inventado. Sólo existía un muchachito con una bandeja, que desfilaba entre los hombres sentados por allí;
CH) que necesitaba con urgencia un medio de comunicación eficaz para decirle a uno de sus congéneres lo mal que le caía un tercero.

Entonces fue cuando el hombre de las cavernas se dispuso a inventar un idioma. Primeramente encargó de ello al mono, que era más sabio y tenía más experiencia. Pero el mono estaba siempre esperando que pasaran unos niños y le echaran cacahuetes, y no se tomó el encargo en serio. Aparte de esto, dio a entender al hombre que, sin idioma ni nada que se le pareciese, había subsistido muchos siglos tan ricamente. Ya aquellas alturas no iba a complicarse la vida por una cuestión fonética y gramatical que ni le iba ni le venía.

Molestos, escocidos, los hombres se distanciaron de los monos. Aquella sociedad rudimentaria quedó, pues, escindida, incómodamente escindida de esta manera:

A un lado los monos, que, por su espíritu tradicional y su falta de iniciativas y adelantos, fueron las derechas.

Al otro lado los hombres, que formaron las izquierdas, soñadores y utópicos.

Por primera vez en la Historia —o Prehistoria— se iniciaba sobre la península Ibérica una lucha sorda, enconada, fratricida. La tensión fue creciendo paulatinamente entre las dos facciones, que se miraban de soslayo, que se escarnecían y se vituperaban con gestos, ya que no con palabras. Y por fin llegaron a las manos.

Ganaron, naturalmente, los monos. El hombre, en la clandestinidad, se dispuso a crear aquel medio de comunicación que tanta falta le hacía. Y lo inventó sin la colaboración del mono.

En realidad, el hombre primitivo se limitó a observar lo que hacían todas las cosas que lo rodeaban. Los animales rugían, el viento ululaba, las aves emitían su canto, que cambiaba según se refiriese al amor o a la rica bananita que está en lo alto. La primera imitación del hombre fue la del arrullo y canto de las aves, por eso la primera palabra que inventó el hombre fue pipí.

Entusiasmado con su sensacional descubrimiento, el hombre primitivo imitó a la fuente, ya la tormenta, y al mar. Y al oso, la lechuza, el mosquito y tantos otros vertebrados e invertebrados como pululan sobre el planeta.

Pero las palabras no bastaban para hacerse entender, dado el escaso número de ellas que se había inventado. Entonces, el hombre de Cromañón se auxilió con gestos y carantoñas, tan expresivos o más que las palabras. Esta costumbre dura en nuestros días; no tienen ustedes más que darse una vuelta por las calles y observar a la gente: ésta cuenta un suceso cualquiera de una forma tan expresiva, que no se oye: se ve.

Otra de las pruebas de este expresivismo exagerado se puede observar en el cine nacional: los actores cómicos, por los que no ha pasado, por lo visto, el tiempo, gesticulan lo mismo que el hombre cavernícola. Claro que los guiones que interpretan tales actores eran conocidos también en aquellos remotos y bestiales tiempos; así que váyase lo uno por lo otro.

El inventor del idioma primitivo tropezó con graves inconvenientes en la España de entonces: nadie mostraba el menor interés en aprender aquella lengua recién creada, porque lo que la gente quería era aprender inglés. También esta costumbre ha perdurado hasta nuestros días, en los cuales hay una academia de idiomas en cada esquina. De castellano no las hay, y es una lástima, porque no les vendría mal a esos que quieren aprender lenguas extranjeras, conocer un poquito la nuestra.

A medida que le fueron necesarias, el hombre neolítico inventó nuevas palabras que fueron enriqueciendo aquel idioma todavía en mantillas.

He aquí algunos ejemplos de palabras y vocablos primitivos:

Tata, mico, filfa, patata, nene, moqueta, camama, tocateja, motete, capicúa, telele, chabola, rorro, pelele, cuco, Lola, coco y caca.

La aportación de palabras nuevas, de remotos neologismos, se repartió por igual entre los dos sexos, que entonces ya existían, es decir, el masculino y el femenino. Entonces no se había estrenado todavía Oh, Calcutta y se ignoraban ciertas cosas que la civilización y el progreso, en su afán de hacernos la vida agradable, inventarían.

Hay, pues, palabras masculinas y palabras femeninas. Las primeras fueron creadas por el hombre para designar objetos, circunstancias y pensamientos viriles.

Palabras inventadas por el hombre:

Tertulia, siesta, Pepe, árbitro, café, copa, puro, tongo, ¡tu padre! y ¡tía buena!

Sucedía a veces que se creaba una palabra y ésta no tenía aplicación, porque el objeto que designaba todavía no se había descubierto. Tales fueron los vocablos café, copa y puro. Pero aquellos seres sencillos y sin problemas, a falta de aquellas cosas se conformaban paladeando una borragínea, un tallo de bambú o un conglomerado silíceo.

La mujer aportó su granito de arena al vocabulario primitivo inventando algunos términos utilísimos e importantes, tales como son:

Abanico, Maruja, guateque, pieles, testarudez, ¿Cuándo nos casamos, Paco? ¡A ésa la visten sus enemigos!, ¡He visto unas rebajas ideales, chica! y ¡Ya me lo decía mi pobre madre…!

Hay que tener en cuenta que todo esto no surgió de sopetón, sino paulatinamente, con cierto orden, despacito, como debe ser. De lo contrario, aquellos cerebros de arpillera y piedra pómez hubieran experimentado una sacudida, colapso espantoso del que posiblemente no se hubiera recuperado todavía la Humanidad.

La civilización estaba en marcha; prueba de ello es que el hombre cuaternario, consciente de su misión divulgadora, abandonaba la grosera clava, la agresiva y repugnante porra, y construía primorosas hachas de sílex, que blandía para cargarse a todo el que se le ponía por delante. La porra aquella, que el hombre había abandonado, no se perdió para siempre en la noche de los tiempos. La recogieron sobre la Meseta los que estaban dispuestos a gobernar a todos los demás. Y con ella nos están dando en el occipucio desde el Neolítico y hasta nuestros simpáticos y coyunturales días.

Entre hachazo y porrazo, las locuciones que inventaban los hombres antiguos no eran palabras cultas. Que nadie se haga ilusiones al respecto, porque las facultades creadoras de aquellos seres eran muy limitaditas. Ningún ciudadano de la Edad de Piedra salió de pronto diciendo:

Ambidextro, fastigio, criptógama, cimborrio, cacodilato, afasia, metempsicosis, piróscafo, paralelepipedo, etc.

El léxico de aquellos señores era muy escueto. Apenas si contaban con un par de cientos de palabras. Bien es verdad que en la actualidad hay escritores que utilizan los mismos términos que usaron nuestros remotos antepasados. Y puede que un escritor de tanto lustre como Baroja no poseyera un vocabulario mucho más rico.

Lo peor que pudo suceder entonces fue que los españoles empezaron a mostrar ciertas inclinaciones, costumbres, usos y acentos al pronunciar el idioma patrio, que los fueron distanciando. Los unos empezaron a llamarse oretanos; los otros, carpetanos. Y así todos. Y como los había con acento gallego, dijeron: «¿y si nos instalásemos en Galicia?» y allá se fueron. Y lo mismo sucedió con los que pronunciaban comiéndose los finales de las palabras, que se instalaron en Andalucía y allí siguen, tan resalados y graciosos.

Y la cosa no terminó ahí. Una vez en las distintas regiones, los españoles primitivos se acantonaron en pueblos, que hicieron suyos, y veneraron. Y no nombraron patrona a la Virgen de la Cinta o de las Angustias, porque todavía no se estilaba, pero sí decían ya que aquel pueblo era lo mejor del mundo. De entonces data el curioso patriotismo de los españoles, que tienen amor por su patria, pero por quien están dispuestos a partirse el pecho es por el pueblo en que han nacido, más importante para ellos que la totalidad del país. Y, sobre todo comparado con el pueblo vecino —al que odian—, el suyo es lo más grande de la Creación.

A veces he tenido ocasión de conocer algunos pueblos de España. Cierta vez visité Herencia (Ciudad Real), en la cual los nativos estaban orgullosísimos de sus festejos. Y recitaban el siguiente dístico:

Pa carnavales Venecia,

y después, Herencia.

Hipérbole local disculpable si se tiene en cuenta el amor desenfrenado y heroico que los españoles sienten por la patria chica.

En tiempos antiguos ya era España famosa por su clima. No sabemos si era ya entonces diferente, pero nos consta que naves de todo el Mediterráneo recalaban por aquí, no siempre con fines turísticos. Pero los españoles, ya entonces hacían buenas migas con todo lo que oliera a exótico, con cualquier cosa que procediera de más allá de sus fronteras. Por aquí, pues, desfilaron los griegos, que se instalaron tan ricamente en la Costa Brava. Y los fenicios, que eran una especie de viajantes catalanes de entonces, que, lo que querían era enseñar a su presunta clientela el muestrario (ya entonces decían, como ahora, mostruario).

La hegemonía de don Amílcar y otros componentes de la prosapiosa familia Barca, hizo que esto se animara un poquito. Se fundaron ciudades y pueblos y, naturalmente, los extraños introdujeron vocablos en la lengua primitiva de los españoles.

Los cartagineses dejaron a su paso por la península pocas palabras, y las que dejaron aquí, se las volvieron a llevar. Total: tablas.

Los fenicios, en cambio, enriquecieron nuestro vocabulario con nuevas palabras que muy pronto se hicieron de uso general y se utilizaron una atrocidad.

Ejemplos de palabras fenicias:

Escandallo, remesa, detall, muestra, giro, pagaré, modelo, libranza, plazos, letra, protesto, notario.

Ningún pueblo de los muchos que pasaron por España influyó tanto como los romanos. Hay que tener en cuenta que estos señores se quedaron en la península bastante tiempo, y, claro, su influjo sobre las costumbres nuestras llegó a ser decisivo.

Hablemos, pues, si ustedes no tienen inconveniente, de

LOS ROMANOS CAPRICHOSOS

A veces, no se sabe por qué, nos imaginamos una cosa de una manera especial, la vulgarizamos, la incluimos en el saco roto de los tópicos. Esto ha sucedido con los romanos, a los que todos nos figuramos como unos señores envueltos en toallas de baño, coronados triunfalmente de laurel y acanto, y empuñando el plectro. Bueno, lo del plectro he de confesar que es cosa mía, porque hay quien cree que el plectro es el ferrocarril aéreo de Chicago, caso de que en la citada localidad haya un ferrocarril con las características apuntadas.

Los romanos que conocemos son los que figuran en las estatuas, y tuvieron que ponerse lo que el escultor les dijo, porque ya se sabe cómo son los artistas. Es lo mismo que si dentro de setecientos años la gente supusiera que las señoras de los financieros y gente gorda son tal y como aparecen en los lienzos de los pintores especializados en esta clase de modelos, es decir, delgadas, estilizadas, elegantísimas, irguiendo con una especie de estupor de buen tono el egregio busto. Se equivocarían de todas todas, porque las señoras aludidas suelen ser gordas, encorsetadas y cotorronas.

A los romanos se les ocurrieron, no cabe duda, cosas felices y elegantes, algunas de las cuales han perdurado hasta nuestros días: acueductos, estatuas, circos y teatros. Cosas duraderas y sólidas, porque los romanos eran un pueblo práctico.

Lo que oscurecía y eclipsaba tan laudables iniciativas era el idioma, que, naturalmente, los nativos de todos los sitios que conquistaban encontraban dificilísimo. Pero los oriundos del Lacio, erre que erre, se empeñaban en que había que aprender tan espantoso idioma a fortiori. Y como en España entraron manu militari, nos obligaron velis nolis y ab initio a hablar en latín, situación que ab ovo los nativos consideramos de motu proprio como ex abrupto item puñetas.

Los españoles de entonces, que como los de ahora no tenían grandes aptitudes para los idiomas, porque, como hemos visto, no pueden con el suyo propio, se armaban unos líos tremendos cada vez que tenían que habérselas con los conquistadores. Y para hacerse entender, hablaban su lengua a gritos, costumbre que hoy se practica igualmente cuando un extranjero cualquiera interroga a un aborigen: en vez de tratar de ser claro en su explicación, el español le habla a gritos, como si por gritar el forastero se fuese a enterar antes de dónde cae la calle de Augusto Figueroa.

Se desarrollaban a la sazón escenas bastante peregrinas. Decía un romano al entrar en cualquier sitio:

—¡Ave!

Y, claro, los españoles, que en el fondo han sido siempre algo desconfiados, pensaban:

—Ya está este tío pidiendo una gallina.

En vista de aquel lamentable estado de cosas, los romanos optaron por enseñar el latín a los nativos. Y se dedicaron a ello con ahínco y tesón. Según las estadísticas de la época, en las tres provincias en que fue dividido el territorio español se obtuvieron los siguientes resultados:

En la Lusitania aprendió el idioma un 60,5 por ciento de la población civil.

En la Bética sólo lo aprendió un 30,8 por ciento, y los que lo aprendieron conservaban, como hasta hoy mismo, su retrechero acento andaluz.

En la Tarraconense aprendió el latín solamente un 10 por ciento, porque en el NE español se hablaba ya entonces el catalán, que posiblemente se inventó para que los de aquella región no tuviesen que hablar lo que se hablaba —fuera lo que fuese— en el resto del país.

He aquí algunas palabras latinas que han llegado hasta nosotros sin sufrir alteración ninguna:

Álbum, filípica, catilinaria, vademécum, memorándum, nómina, pepitoria, soflamen, cerumen, tándem, muslamen, Sofía Loren.

Aquella situación no podía prolongarse mucho tiempo. Los romanos, abusones, se aprovechaban de su inmejorable posición de conquistadores; se permitían ser decadentes, entregándose sin el menor pudor a toda clase de placeres prohibidos. Los bárbaros del Norte, escandalizados de tanta inverecundia, penetraron con violencia, arrasando a su paso foros, termas, estanques, piscinas, teatros, etc. Fue la primera vez que en España, con mano dura, se barrían tantas cosas inútiles e inmorales y se cuidaba con atención la salud moral del ciudadano y su preparación para el ingreso en la vida eterna. Desde aquel momento siempre ha habido en España alguien dispuesto a salvar nuestras almas, a limpiar nuestros espíritus, a tapar a las mujeres incitantes, a podar nuestra literatura. ¡Dios premie a estas buenas gentes los desvelos que se han tomado por nosotros, pobres descarriados!

LOS BÁRBAROS DEL NORTE

Para una persona que no esté versada en Historia, los bárbaros del Norte son unos agresivos y mostrencos gamberros acabados de llegar de Bilbao. Craso y lamentable error, ¡cáspita! El Norte era, en aquellos tiempos, un sitio que estaba situado muchísimo más lejos que Bilbao. Los bárbaros procedían de aquellos países fríos, cinturón boscoso que rodeaba entonces los dominios de Roma como una especie de telón de acero antiguo. Y esta especie de corsé se fue estrechando cada vez más en torno a las caderas ampulosas de la gran metrópoli, que como señora fondona se asfixió dentro de aquellas ballenas.

En puridad, la invasión de aquellos pueblos montaraces y fornidos se había ido haciendo poco a poco. Los bárbaros, durante muchos años, se fueron colando dentro del territorio de Roma. Y los romanos los acogían con benevolencia, porque bárbaros y bárbaras les resolvían siempre las arduas cuestiones del servicio doméstico.

Pero Roma era un bocado exquisito, incluso para gustos tan poco refinados como los de aquellos animales de bellotas; Roma era un señuelo y un hito, un luminar majestuoso que tenía que tentar a la fuerza, deslumbrándola, la palurda mente de los bárbaros. Y el susodicho luminar, que estaba podridito por dentro como una pera, se desmoronó con estrépito apenas las huestes extranjeras dieron el primer empujón gordo.

No sabían los invasores, hombres bestiales pero puros, El mal negocio que hicieron al invadir el Imperio de Occidente, porque al mismo tiempo que asimilaron la cultura romana, se empaparon hasta la médula de las no muy recomendables costumbres de los vencidos, de sus refinamientos y depravaciones, que, como todos los refinamientos y depravaciones de todos los tiempos, estaban muy ricos.

A España llegaron algunas de aquellas hordas y, sin contemplaciones ni historias, se establecieron en todo el territorio español. Pero ya hemos dicho —y si no lo hemos dicho lo vamos a decir ahora mismito— que, en un caso de invasión, la influencia es recíproca entre vencedores y vencidos. Los recién llegados enriquecieron el castellano con nuevos términos, alguno de los cuales ha llegado intacto y limpio de polvo y paja a nuestros días.

Veamos unos cuantos ejemplos de palabras que nos legaron los aguerridos y furibundos conquistadores:

Los alanos nos dejaron la palabra perro, que, como puede apreciarse, carece de la raíz latina correspondiente, como el francés chien y el italiano cane. Luego tomaríamos también la palabra latina y diríamos can, pero nos gustará siempre más decir perro. Y a los perros también les gusta más que se les llame perro.

Los suevos, a su paso por estas tierras, inventaron el vocablo fritos, porque no me negarán ustedes que hay algo exótico y extraño en un plato de suevos fritos.

Llegaron los vándalos, sanguinarios y despiadados, y no aportaron vocablo alguno a nuestra lengua, porque los vándalos no hablaban: mordían.

Los burgundios no acabaron jamás de llegar, porque perdieron el enlace en Venta de Baños, y así no se puede ir a ningún sitio, ¡qué caramba!

Por fin llegaron los godos. Y tras ellos, los visi. Las dos tribus se fusionaron; y como advirtieron que el clima de España les sentaba muy bien, se quedaron para los restos. Y aquí los tenemos desde entonces en forma de ingenieros, tranviarios, dependientes de comercio y otras muchas profesiones.

LOS VISIGODOS

Cuando los invasores penetraron en nuestra península no sabían que les aguardaban unas cuantas sorpresas bastante dolorosas, a saber:

1.ª Que todo el mundo hablaba latín, por la sencilla razón de que todavía no se había inventado el castellano.
2.ª Que los hombres de España, romanizados o no, aseguraban a todas horas que eran los más machos del universo.
3.ª Que la contaminación atmosférica en las ciudades era tremenda ya entonces, por culpa de los hornos de pan y de los fogones de todas las cocinas aborígenes.
4.ª Que casi todos los domingos, salías a la calle y unas señoritas, vistosamente ataviadas con unas clámides monísimas, te ponían, quieras que no, un alfiler con una insignia. Los motivos de la cuestación variaban, pues tan pronto se pedía para las viudas de los valientes caídos en la batalla de los Campos Cataláunicos, como para las víctimas causadas por la lectura de las obras agrarias del señor Columela.
5.ª Que, a pesar de su fama en el extranjero de bebedores expertos, en España no se degustaba el vino de la tierra, sino el café con leche y el agua de Seltz.

Los visigodos penetraron en España con esa chulería feroz que siempre han adoptado aquí los vencedores. Y la primera medida que tomaron, naturalmente, fue cambiar el nombre de las calles y plazas principales de cada ciudad o burgo. Así pues, sustituyeron los tradicionales nombres de Foro de Trajano y Calle de la VIII Legión por Plaza de Ataúlfo y Calle del 29 de abril, fecha esta última de la entrada de los invasores.

Este cambio de nombres de las vías públicas debía tener una importancia enorme, porque los conquistadores lo aplicaron hasta en el villorrio más insignificante.

Los visigodos modificaron notablemente el calendario, introduciendo en él el santoral arriano. Para celebrar sus éxitos guerreros, y de paso dar en los morros a los vencidos, nominaron el año de su entrada Año de la Somanta, aludiendo a la que habían dado a los contrarios. Ya partir de aquel glorioso año, los siguientes se fueron llamando Primer año godo, Segundo año godo, y así sucesivamente.

Los visigodos iban vestidos como los reyes de la baraja, pero sin tanto lujo y, naturalmente, sin llevar el cartelito de Heraclio Fournier. Vitoria. Las mujeres vestían peor todavía. Y todo ciudadano que no podía costearse tan suntuoso atuendo, vestía como podía, que es algo que ha sucedido en todas las épocas del mundo.

Como el latín era un idioma insoportable —los recién llegados se atascaban siempre en las declinaciones—, los conquistadores decidieron de repente hablar en romance. Esto no quiere significar que chamullasen en verso, sino en algo parecido a lo que hablamos ahora usted y yo, pero más antiguo.

Muchas fueron las palabras visigodas que se introdujeron como Pedro por su calle en nuestra lengua. Damos a continuación unas cuantas:

Menestra, torneo, juegos florales, celada, código, gesta, mesnada, torreón, crónica, doña Fredegunda, don Fruela, doña Fredeswinda y Gala Placidia.

La forma de gobierno de los visigodos fue la monarquía electiva, sistema que perduró en España mucho tiempo. Generalmente convocaban a elecciones reales, que, como siempre ha sucedido aquí, estaban ya amañadas previamente. Y salía el candidato que les daba la gana que saliera a los que sostenían entonces la sartén por el mango.

No podían disfrutar del trono los tonsurados y los decalvados. De ahí viene la costumbre de los calvos españoles de disimular su alopecia con una boina vasca que se colocan sobre la cholla y no se suelen quitar, entren donde entren.

LOS MUSULMANES

Los primeros tiempos visigodos fueron un fracaso espantoso. Todo estaba corrompido, todo se vendía y se compraba. La elección de aquellos reyes —algunos de los cuales duraron un suspiro— daba pie para enjuagues y cochinaditas. De estos tiempos turbulentos y difíciles, de los cuales no nos queda más que la lista de los reyes godos —siempre que se pueda decir de carrerilla—, data la tan española costumbre del tongo.

Así estaban las cosas cuando en Tarifa e inmediaciones desembarcaron unos moros que venían a ver si aquí se podía pescar algo. Desde las almenas de la fortaleza, don Guzmán el Bueno, con un gesto teatral y ampuloso, les arrojó un puñal. Los musulmanes, refitoleros y ceremoniosos, pensaron que el puñal que arrojaba el gobernador de la plaza era un presente y, nada más llegar a Toledo, se pusieron a fabricar como locos toda clase de armas blancas damasquinadas, que luego le regalaban a la gente, haciéndola una desgraciada para toda la vida. La costumbre perdura todavía, pues hay quien regala puñales y espadas damasquinadas en cuyos gavilanes parece que titila el brillo feroz de la morisma vencedora.

Aquellos vencedores con marlota y turbante introdujeron en España muchísimas cosas buenas, entre ellas la costumbre de lavarse, que, todo hay que decirlo, se practicaba muy poco entre los pueblos hispanos. Pero a pesar de su saber, su cortesanía y su civilización, los mahometanos no fueron bien acogidos por los nativos, porque tenían un gravísimo defecto: no iban a misa de doce.

Los árabes se pasearon tranquilamente por todo el territorio español, fundando nuevos pueblos y comarcas a los que ponían nombres que empezaban casi siempre por ben y al. La conquista musulmana fue coser y cantar, y muy pronto aquellos forasteros se adueñaron de toda la península, excepto un trocito. En aquel sitio montañoso y abrupto se acantonaron las huestes cristianas. Y como vieron que la cosa les iba mal, solicitaron del cielo —para el que siempre han tenido los españoles buenas recomendaciones—, que obrase un milagro. Y el milagro se produjo con la aparición de la Virgen de Covadonga, que les echó una manita, como después se la echaría Santiago, o Sant Yago. Esta costumbre de complicar lo celeste con lo humano tardó mucho en desaparecer de España. Posiblemente las últimas boqueadas de aquella manera de ver las cosas sean los hábitos del Carmen o de Santa Rita que todavía se endosan algunas españolas, emplazando, obligando por así decirlo, al cielo a que haga el milagro a cambio de unos metros de sarga o de algodón, generalmente de unos colores horrorosos.

La estancia de los mahometanos representa un beneficio enorme para el país. El léxico se enriquece considerablemente con los nuevos términos importados por los infieles, los cuales siempre estaban introduciendo vocablos.

Se hallaban los nativos tan tranquilitos en su domicilio cuando de repente la criada aparecía y anunciaba:

—Señorito, ahí fuera hay un moro que viene a introducir un vocablo. ¿Qué hago?, ¿le digo que vuelva otro día?

—¡Mujer, qué cosas tienes! —decía la señora de la casa—. Hazle pasar, y prepara té y unas mantecadas, que esta gente es muy finolis y se fija mucho en el trato social.

Y el árabe entraba, haciendo zalemas y cucamonas, y con cierta solemnidad introducía el vocablo, circunstancia que casi siempre servía de pretexto para un copioso piscolabis a base de fruslerías y pitosflautas con su poquito de cante y su oportuna y zaragatera zambra.

Ejemplos de palabras de origen árabe:

Alcatifa, aljofifa, bencina, alhóndiga, escaramuza, ojalá, alcachofa, Alicante, alcalde, alguacil, benjuí, benemérito, beneficencia, beneplácito, y otras muchas palabras que comienzan por al y ben que no recuerdo en este momento.

LA INCÓMODA Y NAUSEABUNDA EDAD MEDIA

Mientras los invasores se dedicaban al cultivo de las tierras, a la elevación de palacios y alcázares, al álgebra, a la astronomía, a la poesía lírica ya otras muchas cosas útiles y entretenidas, los cristianos se dijeron:

—No podemos imitar a los invasores. Tendrán mucha más cultura que nosotros, pero son infieles. Así que, para darles en la cara, nosotros seremos unos burros y unos zoquetes.

Alguien pensó que lo cortés no quitaba lo valiente y que se podía creer en la Virgen del Carmen y ser al mismo tiempo un erudito o un experto en obras hidráulicas. Pero la mayoría de los cristianos protestaron con energía. Y con la frente muy alta fueron creyentes y borricos.

Mientras los hijos de Mahoma se lo pasaban aquí tan ricamente, los reinos cristianos, en lugar de hacer un esfuerzo grande para echar a los intrusos, se dedicaron con ahínco a darse en la cresta los unos a los otros. Cuando no luchaban castellanos contra aragoneses o navarros, eran los nobles quienes se unían para combatir contra el rey. Todas estas luchas intestinas tuvieron como causa común lo terriblemente aburrida que tuvo que ser la Edad Media, sin una sala de fiestas ni un teatro.

El idioma se va transformando lentamente, como se transforma la política. En Castilla, la dinastía tradicional sufre un grave colapso con la entronización, previo fratricidio, de la casa de Trastámara, representada por don Enrique II, hijo de la mano izquierda de don Alfonso XI. Muerto en Montiel don Pedro I, su hermanastro, recoge el cetro castellano, que empuña gracias a las prebendas, favores y canonjías que reparte a unos y otros.

De esta época turbia y movidita datan algunas de las palabras francesas que se han adherido a nuestro idioma y parecen a estas horas más castellanas que unas sopas de ajo. El introductor de tales vocablos fue, sin duda, don Bertrán Duguesclin —o Du Guesclin— que, más mercenario que la torta, se encontraba aquí a las órdenes del rey bastardo. El castellano empieza, pues, a poblarse de horrorosos galicismos. Puede que sean de aquella época las palabras siguientes:

Entremeses, edecán, bisutería, retreta, senescal, guardamangier, randibú, sumiller, retrete.

La expansión aragonesa por el Mediterráneo tuvo también que absorber numerosas palabras. No he podido averiguar qué palabras son ésas, porque los aragoneses son muy suyos y no han querido decírmelas.

La revisión, inventario y auto de fe practicados en la biblioteca de don Enrique de Villena —que tenía fama de nigromante y satánico— inaugura una institución, ya venerable, que desde este momento va a cuidarse de las almas de los escritores, y por ende de los lectores, con resultados óptimos: la Censura.

LOS REYES CATÓLICOS

Como todo el mundo sabe, los Reyes Católicos fueron dos. Según los manuales de historia al uso, estos monarcas fueron de verdadero mazapán de Toledo: finos, cortesanos, inteligentes, económicos, sagaces, esforzados; pero, sobre todo, católicos. De ahí el nombre.

Pero España es el país de la hipérbole, y parece, al estudiar Historia, que los dos soberanos citados fueron los únicos, los mejores, los más grandes. Es cierto que robustecieron el poder real, tan enclenque y anémico en los reinados de don Juan II y don Enrique IV, pero eso al fin y al cabo es barrer para dentro. Cierto, también, que lograron la unidad española con la conquista de Granada; pero este triunfo unitario es muy discutible. Lo que los Reyes Católicos lograron fue que los españoles se mantuvieran con la boca cerrada, pero no que, como decía antes, dejaran de preferir su pueblo a todo el resto del país. El espíritu de los reinos de Taifas es el pensamiento nacional.

Los más fervientes partidarios de los Reyes Católicos no dejan escapar cualquier cosita sin importancia para alabarlos y ensalzarlos. Algunos de ellos, para demostrar los sedimentos demócratas de aquella pareja nos dicen que reunieron con frecuencia las cortes en las que tenía participación el pueblo; como si no supiéramos todos la clase de participación que siempre ha tenido el pueblo cuando en España se han reunido unas cortes.

No podían los Reyes Católicos permitirse entonces la más pequeña apertura a sinistra. Eran buenas gentes, pero palurdas, catetonas. Don Fernando, menos: había hecho algún que otro viajecito con motivo de las guerras de Italia. No tenemos más que fijarnos en el lugar de nacimiento de ambos monarcas: doña Isabel nace en Madrigal de las Altas Torres, lugar que, a pesar de su poético nombre, debía ser un villorrio asqueroso. Y don Fernando nació en un sitio todavía peor, un lugar que tiene nombre de barco a punto de hundirse en el Atlántico: Sos.

Por si no fueran bastantes estas pavorosas circunstancias del reinado de Isabel y Fernando, aparece entonces uno de los personajes más siniestros de toda nuestra Historia: don Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática castellana, susto y fantasma de todos los que tenemos como profesión las letras.

Ostentosos, engolados y protocolarios, doña Isabel y don Fernando tuvieron un gusto literario pésimo. De lo contrario no hubiesen patrocinado aquellas repelentes aleluyas, símbolo y bochorno de su reinado, como por ejemplo aquella que dice, aproximadamente: «Por Castilla y con Pinzón, nuevo mundo halló Colón», o aquella otra que reza así: «Tanto monta, monta tanto Isabel como Fernando», avanzadilla de un slogan televisivo que anunciaba un detergente con el que jamás se lavó la camisa la reina de Castilla.

EL CÉSAR Y SUS SUCESORES

Fue don Carlos I de España y V de Alemania un monarca eficiente, cortesano, valiente y apuesto. Se asegura que nació en Gante. ¡Gante!: nombre que suena a encajes, a canales de agua perezosa, a verdes praderas cruzadas por rollizas campesinas a las que el joven rey intentaría seguramente meter real mano a orillas del Escalda. Bueno, en realidad no sé si el Escalda pasa o no por Gante, pero pudo muy bien haber pasado en aquella época.

Habían dejado los Reyes Católicos esto bastante calentito. Y para que no se enfriara nombraron regente de España al Cardenal Cisneros, hombre enérgico que por un poquito nada más no pudo saludar a don Carlos cuando éste vino —rodeado de flamencos chupópteros— a reclamar su herencia.

Las campañas de Italia, emprendidas con entusiasmo por Su Majestad Cesárea —nombre de parto difícil—, fueron la causa de que muchos vocablos italianos se nos colaran de rondón en nuestra lengua.

Palabras italianas absorbidas por el castellano:

Medalla, empresario, ópera, fachada, aria, spaghetti, ravioli, Traviata, macarrones (con o sin tomatito, a elegir), centinela y torna a Sorrento.

La cosa iba viento en popa cuando de repente don Carlos, tan equilibrado al parecer, se retira a Yuste aquejado de melancolía corrosiva. Y allí, con el regodeo del que se toma una copita de Marie Brizard, contempla sus funerales en vida, exequias que los monjes, tétricos y engolados, sirven a la carta a aquel señor tan rarito.

Pero don Carlos no tenía la culpa. Las leyes de la herencia son implacables y don Carlos estaba pagando, sin comerlo ni beberlo, mendeliano, el funesto parentesco de sus abuelos maternos, los Reyes Católicos, primos hermanos por parte de los Enríquez. Por eso el infante don Juan, hijo de estos monarcas, muere retorcido de deseos libidinosos como un play-boy del siglo XV; por eso doña Catalina, con melindres de gata real, harta al pobre Enrique VIII, que, con tal de perderla de vista, llega hasta la cisma; por eso doña Juana I pasea por toda Castilla el ilustre fiambre de su esposo; por eso Felipe II, años después, construye El Escorial, esa gloriosa y monumental fábrica de zapatos herreriana erigida a la salud de san Lorenzo, que no se había metido en nada.

Coincidiendo con el predominio de la Casa de Austria, nuestras relaciones con Portugal —nación cercana a nosotros y por lo tanto desconocida— fueron inmejorables. Estábamos con los lusos a partir un piñón. Sobre todo, porque entonces Portugal pertenecía a España. Del idioma de Camoens se nos pegaron algunas locuciones.

Ejemplos de palabras tomadas del portugués:

Vigía, fado, botafumeiro, chubasco, guitarrada y Companhia dos Carruagems-Camas e dos Grandes Expressos Europeos.

NUEVOS ELEMENTOS EXTRAÑOS EN NUESTRA LENGUA

Hay veces que nuestro idioma se altera. El elemento extraño más perjudicial para nuestra lengua es precisamente levantarse de la cama y comprobar que tenemos la lengua sucia. Casi siempre se le echa la culpa al tabaco o a cierta afección leve del hígado que nos convierte durante la noche la lengua en un trozo de arpillera o gutapercha. Y no es así; lo que sucede es que se nos ha atravesado un indigesto barbarismo de los muchos que se introducen a diario en nuestro idioma.

La proximidad de Francia, nación de la que estamos separados por los Pirineos, convierte al francés en la lengua que más vocablos ha suministrado al español, por varias causas:

1.ª Porque fuimos invadidos por los franceses cuando aquello del alcalde de Móstoles.
2.ª Porque al mando del duque de Angulema, nuestros vecinos volvieron a invadirnos con el nombre de los Cien Mil Hijos de San Luis.
3.ª Porque en España siempre hay cursis que dicen que esto es chic, aquello tiene mucho cachet y otras mentecateces que prefiero no recordar.
4.ª Por culpa de la cocina francesa, que se ha intemacionalizado y nos ha inundado de términos culinarios, como bechamel, financiere, etc.
5.ª Por la moda, la dichosa y cambiante moda, la inquieta moda, que constantemente, irradiando sus destellos carísimos desde París, nos arroja palabras extrañas como pret-á-porter, boutique, etc., que ya no son galicismos, sino palabras francesas utilizadas con la mayor frescura.

Más palabras tomadas del francés:

Paje, vianda, manjar, potaje, cabaret, langosta Thermidor y Brigitte Bardot.

Buceando en el castellano, encontramos de repente palabras que han enriquecido el lenguaje; palabras extrañas, exóticas, orientales que se nos han entrado en casa, pero no por influencia directa del idioma del que proceden, sino a través de otro lenguaje que ha actuado como transmisor. Así sucede por ejemplo con el persa, idioma que posiblemente no conocen en España más que media docena de gentes. Y lo mismo sucede con el turco, lengua que antiguamente se podía pensar que la practicaban unos señores que vendían alfombras por las calles de las ciudades españolas. Pero después de una investigación a fondo, se averiguaba que los vendedores ambulantes eran casi siempre de Mataró y el género de alcatifas que vendían procedía de Crevillente.

He aquí algunas palabras que se han introducido en nuestro idioma, procedentes de lenguas diversas:

Del sánscrito:

Paria, bracmán, baranda, Ramayana, rábano, Mahabarata y Brahmaputra (con perdón).

Del persa:

Pagoda, persiana, bazar, momia, percal, caravana, sátrapa, mus, duples y órdago a la grande.

Del chino:

Jade, abanico, quimono, ping-pong, marketing, yo-yo, mandarina.

Del alemán:

Obús, blocao, vermut, nibelungo, vivac, Guttemberg, zanguango y Mercedes Benz.

Del turco:

Bey, quiosco, turbante, diván, morrosco, turca, otomana, cojín y cogorza.

Del inglés:

Paquebot, royalty, club, bar, folklore, comité, dock, cabina, protectorado, laborismo, sport, rosbif, cheviot, petróleo y Gibraltar.

De las lenguas eslavas:

Troica, mazurca, redova, polca, cosaco, rubasca, mujik, ucase, samovar, vodka, caviar, zar, chubesqui, consomol, cominform, duma y veto.

Del inglés de los Estados Unidos:

Wisky, iceberg, apartamento, best-seller, soda, gángster, dry cleanning, aparcamiento, oleoducto y bases aéreas.

Del inglés de cafetería:

Ice cream, perrito caliente, Cuba libre, Gin tonic, cakes, sirope, hamburguesa, sandwich.

Del inglés médico:

Chequeo.

Como se puede observar en todas las palabras que he reseñado un poquito más arriba, hay un cincuenta por ciento de ellas que no es que hayan venido a enriquecer el idioma, sino que se usan en su forma natural, pronunciadas y expresadas en el idioma propio de cada una de ellas, o en traducción literal. La prensa española tiene mucha culpa de estas locuciones llegadas aquí de extrangis. Recuerdo, ya hace años de esto, que los periódicos españoles hablaron durante mucho tiempo de los parachutistas que se lanzaban de los aeroplanos. Hoy han hablado de alunizaje y supongo que cuando la ciencia consiga que se llegue a los demás planetas de nuestro sistema, se dirá que los hombres han saturnizado han vulcanizado o han martirizado (de Marte).

FORMACIÓN DE OTROS VOCABLOS

Como la vida sigue su curso y el progreso no para, el idioma, por no ser menos, se pone a tono y va reflejando en su interior los adelantos, los descubrimientos y las complicaciones, cada vez más áridas y abruptas, que la vida moderna nos brinda, so pretexto de hacérnosla más cómoda.

Los últimos adelantos científicos han enriquecido nuestra lengua con neologismos, algunos de los cuales se usan corrientemente como si se tratara de la cosa más natural del mundo.

Tenemos, pues, neologismos clásicos:

Telégrafo, teléfono, demografía, penicilina, enzimas, antibióticos, antihistamínicos, etc.

Hay otros, como son:

Pruebas nucleares, magnicidio, estraperlo, etc.

De lo que se deduce que casi todas las palabras nuevas, o son medicamentos —casi siempre carísimos— o son electrodomésticos y nos hacen a todos la vida imposible.

PALABRAS DE ORÍGENES VARIOS

Hay palabras que dan vigor y flexibilidad al lenguaje porque han ido apareciendo a medida que el hombre ha tenido necesidad de ellas para designar objetos en un principio nuevos y luego menos recientes, convertidos en clásicos y tradicionales por el uso cotidiano.

Las mismas palabras de que nos servimos todos los días, pueden originar nuevos términos, según éstos se formen de una manera o de otra. Así, tenemos:

Palabras formadas por derivación:

De pera, perito; de tonto, tontarria; de pesa, peseta; de mango, manganeso; de flan, Flandes.

Las hay también por composición, es decir, porque dos palabras se han unido, se han aglutinado para formar una tercera que participa de las cualidades de las dos palabras madres. Ejemplos:

De carro y coche, carricoche; de anda y Lucía, Andalucía; de Lola y Brígida, Lollobrígida.

A veces un pueblo o una localidad cualquiera dan su nombre a una palabra que designa el invento que procede del sitio referido, por ejemplo:

De Mahón, mahonesa; de Sevilla, sevillanas; de Alicante, alicantina; de Galicia, gallegada; de Berlín, berlina; de Astorga, mantecadas.

Hay otras palabras que han tomado el nombre del inventor del objeto en cuestión, ideado o imaginado por él, o bien del divulgador que lo ha divulgado.

Ejemplos:

Quinqué, de su inventor, monsieur Quinquet; Ros, del general Ros de Olano; silueta, de don Esteban de Silhouette; sardina, de Victorien Sardou; mingo, de Antonio Mingote, excelso dibujante contemporáneo; Cabo Ortegal, de don José Ortega y Gasset, etc.

Y no canso más, majos.