EL ESCRITOR, SUS FACULTADES Y PERENDENGUES

ESCRITOR

Se da el nombre de escritor a un señor que, generalmente, se pasa la vida sin un céntimo. A veces el escritor se torna glorioso, circunstancia que le permite comer algunos días de la semana.

Cuando dos escritores se reúnen, pueden suceder varias cosas:

1.ª que decidan hacer una comedia en colaboración;
2.ª que hablen mal de un tercer escritor, que, casualmente, no se halla presente;
3.ª que se limiten a tomar café.

Cuando en vez de ser dos los escritores reunidos, son tres, hablan mal, no sólo del colega que se encuentra ausente, sino de todos los escritores españoles y extranjeros.

Cuando en la reunión hay más de tres escritores que hablan mal, se llama Café Gijón.

CUALIDADES DEL ESCRITOR

El escritor hispano tiene notables cualidades que realzan su gran personalidad. Estos adornos y cositas son los siguientes:

1.º El gusto. Si el escritor no tiene gusto es difícil que le salga nada aceptable. La frase el gusto es mío es un lugar común inventado por un escritor que se creía con más facultades que los otros.

2.º La originalidad, que consiste, como todos ustedes saben, en el arte de copiar a los demás sin que se note demasiado.

3.º La inspiración. Esta cualidad es muy discutible. La inspiración es algo suave, etéreo, intangible, que baña de repente al artista. Si tuviéramos que exigir la correspondiente inspiración a los escritores actuales, no se publicarían en España más que cinco o seis libros al año.

Aparte estas cualidades clásicas, el escritor tiene otras, menos ortodoxas y menos estudiadas, ya que se me acaban de ocurrir en este momento.

Helas aquí:

1.ª La soberbia. El escritor se cree siempre el mejor de los mejores, no só10 de España, sino del mismísimo orbe.

2.ª La avidez, que se demuestra en los casos en que escritores más o menos consagrados concurren a un premio literario, y se lo llevan, claro, gracias a las buenas amistades que suelen tener entre los miembros del jurado.

3.ª La cochina envidia. Cualquier escritor, al enterarse de que un colega ha alcanzado un éxito, se pone verde, porque él piensa que los demás no deben vivir ni siquiera de los éxitos que a él le han sobrado.

PROTECCIÓN A LOS ESCRITORES

Creo con sinceridad que no hay país en todo el globo que proteja más a los escritores que España. Conste que al decir que el escritor está protegido no me refiero a que el Estado subvencione a un par de guardaespaldas con la misión de proteger y defender al citado escritor en caso de una repentina agresión provocada por las masas de lectores airados. Me refiero a que probablemente no hay nación en el mundo en la que abunden como aquí los certámenes, concursos, premios, juegos florales y demás brevas literarias. Lo que sucede es que casi siempre se chupan estas brevas unos cuantos señores, no sé si porque son de la situación o porque dominan el mecanismo interno del referido chupe.

Pienso también que la protección abierta a los escritores noveles resulta casi repugnante. Hay en nuestra patria cientos de concursos para la protección de escritores noveles, como si convocándolos y alentándolos fuese suficiente para conseguir unos resultados propicios. El Estado y algunas instituciones privadas pecan en este caso de ingenuidad, porque escritores «de verdad» no brotan más que uno cada diez años, y me quedo corto.

Lo único que se promueve con esas convocatorias es el encono y el inconformismo sin fundamento, porque váyale usted a decir a un pollo que ha presentado su comedia o novela que lo que ha hecho es un engendrito muy salado. El gaznápiro se revolverá y lo primero que se le vendrá a la boca será decir que así van las cosas en España.

Todo esto se evitaría reuniendo el dinero que se gasta cada año en certámenes y concursos y repartiéndolo entre los escritores conocidos, que son los que de verdad trabajan. Lo demás es fomentar medianías, porque cuando un escritor vale, no le hacen falta premios literarios: se coloca solo.

Sí; el dinero de todos esos galardones debe repartirse entre los verdaderos profesionales, siempre, claro, que en ese reparto me toque algo a mí.

EL ESTILO LITERARIO

Estilo literario es la forma personal, el procedimiento de que un autor se vale para poner en pie lo que previamente se le ha ocurrido. También es parte del estilo el ropaje con el cual el escritor viste sus ideas para que el público no advierta que las susodichas ideas eran ya viejas en tiempos del conde de Floridablanca.

Se suele decir que cada hombre es un estilo y que por el estilo se puede conocer al escritor. Yo digo que es cierto, pero en realidad sólo se puede conocer a doce, porque los demás se parecen mucho los unos a los otros, y, claro, como se parecen tanto, se confunden entre sí, Baroja incluido.

También se asegura que el estilo es el reflejo del alma del escritor. Aserto dudoso, porque si tal es cierto, ¿qué clase de alma descarada, cochina y procaz tiene don Camilo José Cela?

¿Qué alma tan plúmbea tuvo don Marcelino Menéndez Pelayo, siempre castrando trozos y fragmentos, al parecer libidinosos, de nuestra Literatura, menos atento a que la aprendiéramos que a que nos condenáramos por impíos?

Lo que sí es evidente es que el medio ambiente y las circunstancias de la vida del escritor influyen en él y, por ende, en su estilo. De no haber nacido vasco, Unamuno no hubiera sido escritor, pero como en el norte siempre está cayendo la lluvia, para no mojarse, cogía cuartillas y pluma y llenaba las primeras con la segunda. Un caso parecido fue el de la condesa de Pardo Bazán, que como estaba gorda y le costaba trabajo salir a la calle, se quedaba en casa, se hacía chocolate, y se imaginaba que era escritora. ¡Cosas del clima!

CLASES DE ESTILO

Resulta sumamente difícil hacer una clasificación racional de los distintos estilos hispanos. Hay muchas dificultades, como son ciertos matices, ciertas tendencias, que nos impiden encasillar a un escritor determinado en un grupo de iguales o parecidos colegas.

Hay que tener también en cuenta que la política ha invadido con bastante frecuencia el campo de las letras. Y como casi siempre han gobernado España los partidos conservadores, las clasificaciones las han hecho los conspicuos de estos partidos y así siguen desde entonces.

Pero todo tiene su compensación, y si es cierto que en el campo de la erudición y la sabihondez la mayoría ha sido siempre de ideas moderadas, los escritores en sí, los poetas, novelistas y dramaturgos españoles, salvo pocas excepciones, fueron liberales.

Sin que sirva de precedente, voy a intentar una clasificación de los estilos literarios españoles.

Como norma general hay siempre, en todo tiempo, dos tendencias contrapuestas, enemigas casi: la conceptista y la culterana. Es decir, Lope colocado enfrente de Góngora. Yo me quedo siempre con Góngora. Como me quedo, siglos después, con el autor de aquello de

Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda…

a toda la profundidad de Unamuno; porque creo que hacer poesía no es dogmatizar, ni escribir un tratado de filosofía. Y si lo que me dicen me lo dicen bien, prefiero la belleza de lo liviano, de lo superficial bien dicho, que los esfuerzos y asmas y flatos profundos de aquel mejillón con boina que daba clase en Salamanca.

Sin comprometerme a nada definitivo, me atrevería a hacer una clasificación de los estilos literarios españoles, que sería, poco más o menos, así:

Estilo lacónico

Estilo florido

Estilo ático

Estilo suavito

Estilo enérgico

Estilo sublime

Estilo a la pata la llana

Estilo comedido

Estilo frigorífico.

Estilo lacónico. Pensar en el estilo lacónico me da siempre mucha hambre, porque se me antoja que tiene algo que ver con el lacón con grelos, riquísimo plato galaico que me parece superior a muchas creaciones literarias. Desgraciadamente no es así, y el estilo lacónico es aquel que utiliza como medio de expresión la frase breve, concisa, directa. Se diferencia de un telegrama en que ni hay que pagar al final, ni lo recibe Luisita.

Pongamos un ejemplo de estilo lacónico, que eso siempre ayuda:

Las nueve. Llueve en Gijón.

Salgo. Me calo el chambergo.

Espero ante la estación.

Dos horas. No vienen, «ergo»

me han atizado un plantón.

SELGAS

Obsérvese en el ejemplito anterior el estilo conciso y lo repugnante de los versos.

Estilo florido. Se caracteriza este estilo por la abundancia de adornos y floreos, por las metáforas y tropos en general, por la barroca construcción de sus cláusulas.

SEMÍRAMIS. Corceles transparentes

que profundos salís de aquestas fuentes,

¿cómo, equinos chorlitos,

podéis llenarlo todo de chorritos?

Al miraros exulto

y ebúrneo y nacarino tengo el bulto.

¡Oh ubérrimos pensiles,

alcatifa de tiernos perejiles!

¡Oh jardines colgantes

más frescos y en sazón que estaban antes!

Aquí el cardo selvático

crece, entre borriquero y aromático;

aquí llega el escriba

a ver la abeja que en el polen liba;

aquí el sátrapa amigo

viene a desayunarse con el higo,

y con la falda abierta

pasean, gala y pompa de esta huerta,

mis esclavas, que al ir tras el ciclamen,

enseñan al andar pierna y muslamen.

CALDERÓN DE LA BARCA,

Las pejigueras del mundo,

acto 1.º, escena III

Estilo ático. No vayan a pensar ustedes que esto tiene algo que ver con los últimos pisos de las casas. El estilo ático es una especie de equilibrio, de ponderada balanza literaria que nunca se decide por uno de los platillos y, con equidad, se mantiene en el fiel. El estilo ático es elegante.

Ahí va como ejemplo un fragmento de una comedia muy conocida:

ETELVINA. ¿Quién llega?

TRASPORTÍN. Mi señor, hermosa Etelvina, que no se atreve a deciros lo mucho que os ama. Os lo diré yo en su lugar, que su timidez encuentra portavoz en mi osadía.

ETELVINA. ¿Y quién es vuestro señor?

TRASPORTÍN. El noble Licordio.

ETELVINA. ¿Licordio? Tiene nombre de piano.

TRASPORTÍN. Y lo es.

DOÑA TRUFA (falsamente indignada). ¡No puedo consentir esta intrusión desvergonzada!

TRASPORTÍN. Consentiréis, doña Trufa. En toda vuestra larga vida no habéis hecho más que eso: consentir.

DOÑA TRUFA. Bien, pero…

TRASPORTÍN. Y consentir es aceptar lo que, si no se hubiera consentido, no hubiera podido realizarse por falta de consentimiento.

ETELVINA. Una frase muy bella.

TRASPORTÍN. No es mía. Se le ha ocurrido a mi señor.

DOÑA TRUFA. Pero… tu señor y tú sois…

TRASPORTÍN. Dos fuerzas distintas. Todos llevamos dentro un lobo sanguinario y un ingenuo y tierno corderillo. En este reparto de papeles de la vida, a mí me ha tocado ser el lobo carnicero, ya mi señor, como podréis ver, el borrego. (ETELVINA y LICORDIO se acercan, cogidos de la mano). ¿Lo veis? La hermosa Etelvina no peligra en manos de mi señor, puesto que la parte mala, la del lobo, la lleva un servidor.

ETELVINA. Y así termina la farsa, que deja de ser la farsa para ser la vida, cuando la vida, que es farsa, no se atreve a serlo, y la farsa, que también es farsa, mueve los hilos de cristal de la farsa, de la vida y de un follón del demonio.

JACINTO BENAVENTE,

Los entremeses fiados,

acto 3.º, escena última

Estilo suavito. Como su nombre indica, esta clase de estilo literario es azucarado, femenino y blandengue. El escritor que lo cultiva no saca jamás los pies del plato, y sus párrafos o versos tienen una encantadora nostalgia y un pucherete de niño abandonado a punto de ser recogido por una condesa en la calle de Jacometrezzo.

He aquí un ejemplo como aclaración oportuna:

Ya están aquí, Platero, rompiendo el cristal del atardecer violeta con sus negras pedradas aéreas. Son los vencejos, ¿sabes, Platero? Esta noche dormirán boca abajo en cualquier establo, invertidos como peras pochas a punto de caer del árbol. ¿Los ves? A mí me dan asco, porque han roto la diafanidad de la tarde malva, líquida y estupefacta. No mataremos ninguno de esos vencejos, porque somos lánguidos y cursis, pero no los miraremos más. Para que se chinchen, Platero.

J. R. J.

Estilo enérgico. Es el reverso de la moneda del estilo anterior y es, por lo tanto, fuerza, vigor, exaltación, desplante de farruca, atrevimiento. Los escritores que han cultivado esta clase de estilo han sido casi siempre pasto y merienda de nuestra diestra y conspicua Censura. No por nada, sino porque se han ido exaltando y calentando poquito a poco, y sin querer han rozado lo escabroso o lo prohibido. Téngase en cuenta que lo escabroso varía en España de una manera radical. Y lo que ayer era tolerado, hoy puede ser pernicioso. Y al revés. Y la cosa no queda ahí, sino que, a pesar de haber sido autorizada una obra cualquiera, como España está dividida en muchas provincias y en cada una de ellas hay autoridades dispuestas a velar por nuestra salvación, la obra puede ser escabechada en una, varias o todas las provincias españolas.

En estos casos me imagino que en el seno de las instituciones nacionales ha de producirse algo parecido a lo que se conoce con el nombre de «Cisma de Occidente». Porque, si unos han autorizado y otros prohibido, y unos y otros creen que la razón está de su parte, lo lógico es que se lancen dicterios y maldiciones, del mismo modo que antaño, cuando llegó a haber tres papas, se excomulgaron los unos a los otros.

Como los españoles son extremosos, confunden el estilo enérgico con el estilo procaz, porque aquí no hay término medio. Esta manera de hacer ha sido empleada por unos cuantos escritores a los cuales la Censura les ha dejado pasar muchas cosas gordas. Hemos de suponer que esos escritores privilegiados estaban recomendadísimos, bien porque eran de la situación, bien porque durante la guerra tuvieron a un cura escondido en su casa, bien porque, sin que los demás lo hayamos adivinado, eran censores, y así, ya se puede.

Ármense de paciencia, porque a continuación voy a insertar un resumen de un poema con música de compositor «de allá» y letra de conspicuo académico «de acá». El poema se titula «María Cretina». Su autor lo define como tragifollón en tres melopeas (con perdón de la mesa):

La escena representa un cadalso. Los espectadores (caso de que los haya) se llevan un disgusto mayúsculo cuando ven que en vez de ajusticiar al autor, dos esbirros traen aherrojada a María Cretina. La interesada, con meneíto de danzón libidinoso, recita desde el finibusterre:

I

Soy la mujer greñuda;

soy la mujer cocida, seca, endrina;

soy la mujer que suda

y por eso va oliendo a sobaquina.

Soy la mujer barbuda,

soy la mujer pantera,

que un día da pavor y otro dentera

Soy la mujer-guitarra;

soy la mujer-cotorra,

una guarra

y una zorra.

Soy la mujer que mea

sin que nadie la vea

(pues no es un espectáculo bonito

dar gratis a la gente el numerito).

Soy la mujer que otea,

y como soy del trópico,

empleo para hablar el rico tópico.

II

Se ha muerto el mono. Sonríe,

que es carne que se corroe,

carne de reo que ríe;

río que rae y que roe.

Se han muerto en el mediodía

Avicena y Averroe

(la ese no me cabía).

El presidente Monroe

se ha muerto en Kalamazoo.

(Le guardan luto en Pequín

mandarina y mandarín).

En Aguilar de Campoo,

víctima del garrotín

se ha muerto el Padre Feijoo,

y muy cerca de Verín

(Orense) tuvo mal fin

don Gonzalo de Berceo

de un empacho de ruibarbo.

Y se ha muerto en Ribadeo

Greta Garbo.

III

Yo me lavo con la flor;

yo me lavo con la hoja,

con canto de ruiseñor,

con «Langosta Thermidor»

y La Busca, de Baroja.

Me lavo en Tarapacá

con minas de oro y de plata,

ya orillas del Paraná

me abluciono con horchata

(sin la paja, claro está).

¡Fallezco como una vaca!

¡Soy la hechicera de Oaxaca,

y digo con gesto de asco,

que en Xochimilco y Tabasco

este mundo es una caca!

CAMILO JOSÉ C. TRULOCK

Nota; advierto a ustedes que la caricatura que acaban de leer, a pesar de su intencionada ramplonería, de sus ripios y de sus marranadas, es muchísimo mejor que el original, en el cual la inspiración está ausente, el lugar común está presente y el autor, desgraciadamente, no está en la cárcel, por topiquero.

Estilo sublime. Cuando el autor se eleva y conduce al posible lector a cimas altísimas e inaccesibles, se dice que ha alcanzado el estilo sublime. Como todas las cosas extremosas y pasadas de rosca, el estilo sublime tiene sus peligros. No para el autor, se entiende, sino para el lector, que, enardecido por la fuerza y el vigor de lo que está leyendo, se levanta de repente y arroja el libro a la cabeza de su tía Lola. No alcanza a su víctima, es claro, pero rompe por fin una licorera tremenda, regalo de unos parientes a los que, a pesar del obsequio, se sigue recibiendo en la casa.

Aseguran algunos retóricos eminentes que don José María de Pereda alcanza a veces el estilo sublime. No puedo dar fe de ello, pues sin duda esa elevación se encuentra en las páginas a las que jamás he podido llegar cuando me he impuesto como penitencia la lectura de las obras del famoso novelista.

Las pasiones humanas pueden alcanzar lo sublime cuando son manejadas con habilidad. Sírvanos de ejemplo un fragmento de un drama clásico:

REY. Amor con ardiente lazo

llevó la fiebre a mi frente.

¡Abrásome, don Vicente!

CONDESTABLE. ¿No será cosa del bazo?

REY. No es del bazo, que cautivo

de una belleza rural,

me encuentro aquí, por mi mal,

a pesar de ser altivo.

Piensa, pues, y considera

que tan grande es mi pasión,

que a perder voy la razón,

Condestable de Albatera.

CONDESTABLE. Entra en casa de esa bella

que esquiva triunfa y se engalla,

y urde con tu faramalla

el asalto a esa doncella.

Ella es pura. Pura es ella,

y sencilla es la batalla;

al fin entrará en la malla

de tus redes; has de vella.

Y si no logras vencella,

ni rendilla, ni logralla,

ni siquiera avasallalla

o en un apuro ponella,

mejor harás en dejalla,

porque un hombre de tu talla,

digno de mejor estrella,

cuando una bella le falla,

se aparta corriendo della,

y al punto, para olvidalla,

ingurgita una botella

de aguardiente de Cazalla.

LOPE DE VEGA,

El rey don Pedro en Vallecas,

jornada II, escena I

Estilo a la pata la llana. Cuando un escritor cualquiera no se mete en dibujos, y con tranquilidad y reposo cuenta lo que quiere contar, y utiliza un léxico rico, pero no exótico o excesivamente culto, este escritor tiene estilo a la pata la llana. Ni extorsiona las frases, ni busca y rebusca metáforas o adornos raros. Se limita a referir su anécdota.

De don José María Pemán podrían ser estos versos entresacados de un inexistente drama suyo:

(DON DIEGO entra por la puerta del foro).

DIEGO. ¡Pepa!

PEPA. ¡Diego de mi vida!

(Se abrazan, pero no mucho, porque el autor es de derechas).

DIEGO. Tardaste más de la cuenta.

PEPA. Para llegar a esta venta

tuve que andar escondida.

En cuclillas, por la oscura

noche, evitando al francés,

vine. Reconoce que es

una incómoda postura,

pues al querer avanzar

caminando así agachada,

se te queda destrozada

toda la región lumbar.

(Adusta, a DIEGO, ya que no hay otro personaje en escena).

Pero, dime, ¿qué querías,

que así me hiciste venir?

(DON DIEGO le toma la barbilla).

DIEGO. Así, no. Has de sonreír

PEPA. No me sale.

DIEGO. Desconfías.

Tu mirada de carbón

que los impulsos me roba,

me barre como una escoba

las telas del corazón.

PEPA. Finges.

DIEGO. No, Pepa: deseo

que tu vida, al despuntar,

como el viento en el palmar

todo lo llene de oreo.

Quiero que tu carne moza

Y al vibrar cual arpa eólica,

quiero al pulsarte ya loco,

no saber jamás si toco

mollita o toco mayólica.

PEPA. Dime qué quieres de mí,

que en tus frases merengosas

veo que a pedirme cosas

viniste.

DIEGO. ¿Las harás?

PEPA. Sí.

DIEGO. Pepa, de la situación

no soy, pues soy liberal,

bastante anticlerical

y además de eso, masón.

y un masón es hombre majo,

que con un signo o pamplina

que hace en un sitio, adivina

a los que están en el ajo.

PEPA. ¡Hazme el signo!

DIEGO. ¡Qué mandanga

tienes! ¡Mira!

(Hace la seña masónica).

PEPA. ¡Descarado!

Yo lo encuentro, Diego amado,

igual que un corte de manga.

Mas di qué quieres.

DIEGO. Promete,

ya que aseguras amarme,

que esta noche has de llevarme

a Motril este paquete.

(Le entrega uno, abultadísimo).

PEPA. ¡Jesús, qué pesado es!

DIEGO. ¿Dudas? ¡Responde!

PEPA. Respondo:

Diego, ¿dónde me lo escondo

para engañar al francés?

(DON DIEGO, desalentado).

DIEGO. Te niegas, pues, a ayudarme.

PEPA. ¿Cómo negarme podría

si tu mirada me enfría

apenas llega a rozarme?

¿Cómo quieres que no te abra

este pecho que aquí está,

si voy tras de ti cual va

detrás del pastor la cabra?

¿Cómo me voy a negar,

si me besas el cogote

y parece tu bigote

como las olas del mar?

¿Si eres, bañado en el fango,

guitarra que con su acento,

lo mismo me toca el tiento,

como me toca el fandango?

(Llaman a la puerta. DON DIEGO se oculta. PEPA antes de abrir se esconde el paquete en el escote. Entran varios soldados franceses, precedidos de un oficial).

OFICIAL. ¿Eres tú Pepa Bisté?

PEPA. La mismita soy, pimpollo.

OFICIAL. ¡Hija, vaya un desarrollo!

PEPA. Pues usía dirá en qué

puedo servirle.

(Hace una inclinación y se le cae el paquete).

OFICIAL. Es sencillo.

¡Dame ese paquete!

PEPA. ¿A ti?

(¡Válgame san Serení!)

(El OFICIAL destapa el paquete y sufre una tremenda conmoción).

OFICIAL. ¡Una colcha de ganchillo!

¡Que la fusilen!

PEPA. ¡Qué drama!

¿Me vas, pues, a fusilar?

OFICIAL. ¡A la colcha, que el lugar

de ella es estar en la cama!

(Los franceses fusilan a la colcha, mientras PEPA, para consolarse, se atiza un copazo).

PEMÁN,

La adivina impaciente,

acto 3.º, escena última

Estilo comedido. Es este estilo el peculiar de los autores amables, sin grandes ni enjundiosos temas, sin tesis intrincadas ni problemas peliagudos. Esta clase de autores no están hoy en boga, porque los pedantes, que han tomado al asalto la literatura, piensan que los libros tienen que ser una especie de cursillo de Metafísica.

Bien es verdad que muchos de los autores consagrados de estilo comedido han desacreditado esta forma de escribir. A pesar de ello, los eruditos los consideran y los catalogan. Tal es el caso de aquella aficionada, de aquella señora, ni realista ni romántica, que se llamó don Fernán Caballero, cuyas deslavazadas novelitas tienen un puesto en nuestra historia literaria, porque no ha habido todavía un valiente que se decida a extirparlas. Doña Cecilia no poseía grandes dotes de escritora y, además, estaba corroída por todos los prejuicios y mojigaterías de las mujeres cortas de luces. La lectura de doña Cecilia da una penosa idea de lo que es o debe ser el panorama literario de un país civilizado. Por contraste, claro.

Renuncio a poner ejemplo alguno por respeto a mis lectores.

No nos queda más que el

Estilo frío, del que no diré nada, porque, siendo como es tan frío, se ha congelado tanto que se ha puesto hecho un puro carámbano. Allá él.