EL ROMANCERO

Esto del Romancero es como lo del huevo y la gallina. Algunos autores opinan que los romances son trozos de los cantares de gesta que se han desgajado del recio tronco. Otros dicen que el asunto hay que considerarlo al revés, o sea, que son los romances los que originaron los cantares de gesta. Otros eruditos aseguran que no es verdad ninguna de las dos cosas, y que los romances aparecieron solos, sin influencias de ninguna clase. Y una cuarta opinión —no tan respetable como las precedentesafirma que ni cantares de gesta, ni romances, ni pitos, ni flautas: que lo bueno es lo que cantan, a base de comer micrófonos, los llamados «cantantes modernos» juglares de pacotilla—, canciones que invariablemente terminan con originalidad diciendo: «¡Amor! ¡Amor, amor, amoooor!»

Aclaremos más cosas: un romance no es lo que canta el tenor de La Favorita vestido de fraile, o sea, aquello de «Una vergine, un angiol di Dío…» Un romance es otra cosa: tanda más o menos larga de versos octosílabos, con rima asonante que se mantiene en los versos pares.

Los romances se suelen dividir en dos clases: Romances viejos, los cuales, como su nombre indica, son del año de la nanita. Algunos romances son tan viejos que no hay más remedio que tirarlos a la basura.

Romances artísticos, o aquellos que fueron escritos en el siglo XVI y posteriores, y no son casi nunca anónimos como eran los romances viejos.

Aquí sólo trataremos de los romances viejos. Según su argumento y estilo, según su tema, los romances viejos se dividen de la siguiente manera:

Romances carolingios, que son aquellos que refieren con pelos y señales la vida del rey Carolo.

Romances históricos, que, como siempre arriman el ascua a nuestra sardina, según ellos nunca perdimos batallas, y el país ha sido siempre un modelo de administración y de pujanza.

Romances moriscos, que tienen por protagonistas a arriscados caballeros mahometanos ya encubiertas y hermosísimas moras de ojos soñadores y lánguidos. El argumento de estos romances es casi siempre galante, celoso o vengativo y trapsondista.

Romances fronterizos, que, naturalmente, son los que suceden en Port Bou o en Hendaya, previo registro por el Cuerpo de Aduanas.

Romances novelescos, que son los más fantásticos y exagerados de todos los romances; su argumento entra en los límites de la fábula. Estos romances novelescos tuvieron mucha aceptación en aquellos siglos antiguos y retrasados, en los que no existía, para solaz de gentes inteligentes, el «comic».

Variado y extenso es nuestro Romancero. Para dar una idea de lo que fueron aquellos poemas tengo el gusto de incluir un manojito de ellos, refritos y rehogados por el que suscribe.

ROMANCE DE ROSAFRITA

«Rosafrita, Rosafrita,

la de la fermosa cara,

la del airoso corpiño

que de tan colmado estalla;

la que las caderas mueve

de tal guisa, que al miralla

perdieron la su chaveta

los Doce Pares de Francia.

Rosafrita, si quisiérades,

abriríasme tu estancia,

guardada por once dueñas

con cucuruchos de rafia.

Si quisiérades, podrías

dexar la puerta entornada,

y yo pasaría dentro,

non para cosa malsana,

nin puerca, nin indecente,

que proponerlo no osara,

sino para que los dos

nos metamos en la cama».

Escuchando estas razones

tan corteses y tan castas,

ansí dixo Rosafrita.

Bien oiréis lo que parlaba:

«Ven esta noche, Bardolfo,

que abriréte una ventana

por la que podrás pasar

si antes non te descalabras.

Mas non olvides, doncel,

que yo estoy ya maridada

con don Lope Gil y Puertas,

que, aunque fuese a Tierra Santa,

puede volverse de pronto,

y figúrate qué cara

va a poner si nos sorprende

con las manos en la masa.

Mis dueñas non te preocupen,

que les daré una tisana

que la santa de mi madre

usó muchísimo en casa,

que si en la color parece

cocción de tomillo y salvia,

te la tomas y las tripas

se te facen mermelada».

Estaban folgando juntos

el galán y la su dama,

cuando cascos de caballo

en el castillo sonaban.

«Aquese trote, mancebo

—diz Rosafrita muy blanca—,

es el trote de mi esposo,

que entre mil lo adivinara».

Ya subía el caballero

por escaleras y rampas,

y al llegar a su aposento,

estas palabras fablaba:

«¿Qué facen las once dueñas

muertas y despanzurradas?»

«Murieron de sopetón,

pues picóles la tarántula».

«¿Qué facen esos calzones

de varón sobre mi cama?»

«Son un precioso presente

que os manda el rey de Navarra».

«¡Vive Dios, que están rompidos!»

«Es que usólos el monarca,

y entre Pinto y Valdemoro

le clavaron una lanza».

«¿Y de quién son esos pies

que asoman entre las sábanas?»

«Del postillón, que ha venido

a repartir unas cartas».

«¿y las reparte desnudo,

cual su madre le alumbrara?»

«En verano nada más,

porque en invierno se tapa».

El noble, considerando

la situación con gran calma,

dixo a su esposa con pena

y mansedumbre en su cara:

«Siempre dixe, Rosafrita,

que de buena te pasabas,

y como eres tan piadosa

la pringas, hija del alma.

Que se vaya el postillón

a otra parte a facer gárgaras.

¡Sin un hombre que gobierne,

la casa non es la casa!»

ROMANCE DE LA HERMOSA CERVELLONA

Grandes fiestas anunciaban

la gaita y el atabal,

que con Cervellona casa

el buen conde don Froilán.

Pónenle a la novia un sayo

y luego, un rico brial,

y después, siete corpiños,

y encima, otros cuatro más.

y un manto azul que le arrastra,

y otro manto de fustán,

y otro más que le caía

por delante y por detrás.

Con tan recamadas ropas

la novia no puede andar,

y arrástranla siete pajes

que bien almorzado han.

En la iglesia la confunden,

tan llena de trapo está,

con el obispo de Coria,

que es el que la va a casar.

Y todos besarle quieren

el anillo pastoral,

y Cervellona les dice

que besen a su papá.

Cuando acabóse el banquete

y más viandas no hay ya,

y los convidados parten

—cada búho a su olivar—

y el buen obispo de Coria

en parihuelas se va

—tanto ha comido— con síntomas

de congestión cerebral,

delante de la su Corte,

que es feo hacerlo detrás,

levántase de repente

el buen conde don Froilán,

y con la voz mesurada

dice, sereno, a pesar

que boceras y churretes

embadurnan la su faz:

«Cervellona, aquesta vida

que vivimos con afán,

tiene sus más y sus menos,

pero más menos que más.

Para que no te envanezcas

de tu posición social,

y como un pavo te esponjes,

que aqueso es la vanidad;

para que en la vida pienses

y en tu alma se haga la paz,

en mazmorra vil seis años

te voy al punto a encerrar.

Allí no tendrás placeres,

pues estaras a agua y pan».

«¿Sin chorizo, que mitigue

mi grande cautividad?»

«Sin chorizo, Cervellona,

que ese embutido fatal

es flor de concupiscencia,

anzuelo inmundo y procaz,

tanto por su contenido

del magro en su magrear.

La cárcel es buena escuela,

y de ella salir podrás

—si sales— hecha una moza

sumisa donde las ha.

Te custodiará este esbirro,

cuya obligación será

sacudirte cada día

un soplamocos bestial,

mas con dos modalidades

que ahora paso a enumerar:

el sicario, ese guantazo

diariamente te dará

con mano abierta, aunque firme,

y los domingos, brutal,

te atizará con el puño

para las fiestas guardar».

A los seis años, el conde

va a su esposa a visitar.

«Pálida estás, Cervellona».

«Señor, es de la humedad,

que en esta prisión inmunda

tanto es el moho que ha,

que se te llena hasta un sitio

que no se debe nombrar».

«¿Has pensado que este mundo

es miseria y soledad,

y que todo es perdurable?»

«Tiempo tuve de pensar».

«Mas, agora que me fijo,

mucha hambre no pasarás;

lo digo por los perniles

que colgando de allí están».

«yo no los traje, señor».

«¿Llegaron solos quizás?

¿Y esos seis niños que juegan

en ese rincón al gua?

¿También han llegado solos?»

«Uno por año no más,

que tenerlos todos juntos

hubiera sido fatal»

«¿y el esbirro que te puse?

¿Por qué sonríe el rufián?»

«La satisfacción de veros

sano y salvo por acá».

«¡Vive Dios, que es un milagro

que dará mucho que hablar,

pues por propia iniciativa

no es corriente ser mamá!

Vuelve, Cervellona, a casa

para tu puesto ocupar

con tus niños, y el esbirro,

a quien nombro chambelán.

Y medita en lo acertado

que fue el hacerte encerrar,

pues al salir de tu cárcel

te arrastra la santidad».

ALCAUCIL, MORO FAMOSO

Alcaucil, moro famoso,

el de la rizada barba,

el que lo mismo maneja

el puñal que la guitarra,

sin equivocarse nunca

al esgrimir cosas ambas:

la primera en el combate,

y la otra en la cuchipanda;

el que nació en hora buena,

aunque lo hizo por etapas,

pues fue un parto tan difícil

que su madre a poco casca

a pesar de los auxilios

de la comadre Daraxa,

que en las orillas del Darro

la obstetricia practicaba.

Alcaucil, el más valiente

moro, con cólera y saña,

pateando está las losas

de la plaza de Bib-Rambla.

Y de vez en cuando mira

hacia lo alto, se espatarra,

y profiere, agrio y dolido

un «¡Maldita sea su estampa!»

A un amigo que se acerca

responde, tanta es su rabia,

arrojándole furioso

una ración de alcaparras.

Y el otro moro se humilla

enjugándose la cara,

que recibió con encono

tal alcaparrandanada.

De pronto Alcaucil se encrespa,

¡bien el moro se encrespaba!,

y, perdiendo una babucha

de cordobán verde y malva,

dirígese al encubierto

grupo de cinco o seis damas,

que descubren sólo un ojo,

según la morisca usanza.

y dirigiéndose a una,

Alcaucil así le parla:

«Zulima, quiero decirte,

y honor por mi boca mana…»

«No soy Zulima», contesta

con risitas la tapada.

Alcaucil a otra encubierta

se dirige, verbigracia:

«Quiero que sepas, Zulima…»

«Tampoco acertaste, vaya».

«Bueno, pues hablaré a todas,

por si mi Zulima se halla

en el grupo, que si andamos

con acertijos y máscaras,

tenemos hasta que se hundan

todos los Reinos de Taifas».

y dirigiéndose al grupo,

por si en él Zulima estaba,

Alcaucil cerró los ojos

y dijo con voz muy lánguida:

«En las torres que a la Vega

se asoman desde la Alhambra,

y en la paz son aire y sueño

y en el combate amenaza,

no está bien, Zulima hermosa,

que tiendas la ropa blanca:

Primero, porque le quitas

altivez a las murallas,

y segundo, porque pueden

todas las huestes cristianas

mirar de pronto hacia arriba

y hacer befa, y, ¡qué caramba!,

a don Fernando el Católico

no debe importarle nada

la hechura de mis camisas

ni la color de tus bragas».

Y con un triste suspiro

se terció el moro la capa,

ajustó sobre sus sienes

esa especie de ensaimada

conocida por turbante,

y, con la cara muy pálida,

a la Cuesta de Gomeles

se fue por fin a hacer gárgaras.