Perdóneme el curioso y avispado lector de este libro —si es que hay alguno— que me ponga tierno en esta ocasión; ternura y nostalgia que me chorrea desde las mismísimas entretelas y forros del corazón, porque don Francisco de Quevedo —don Paco, para mí— es uno de mis autores favoritos. Y muchas veces ha sido más, porque desde el siglo XVII me ha guiado y consolado como madre amantísima. Este portentoso escritor, al que no quiero llamar polígrafo porque esta palabreja parece el nombre de un objeto de escritorio, nació en la Villa y Corte el año 1580.
Estudió don Paco en la Universidad Complutense, y si bien aprendió disciplinas y métodos, si se especializó en lenguas vivas, muertas ya punto de dar las últimas boqueadas, no aprendió, en cambio, lo que no se puede aprender, porque o se lleva dentro o no vale: la inspiración. Y Quevedo tenía de eso para él y para repartir entre otros llamados ingenios de su época, de las precedentes y de las actuales.
Su rebeldía, sus críticas amargas y feroces, su maravilloso sentido de la libertad y su férvido y emotivo españolismo bien entendido, claro; sin patrioterías le acarrearon persecuciones, prisiones y grilletes, que él se pasó por debajo de la pierna y dijo, cuando dijo algo, lo que tenía que decir. Y lo que dijo, lo dijo como nadie.
Poeta profundo, maduro, o desenfadado y picante, se permitió el lujo de convertir la chocarrería en un arte y la pornografía en una deliciosa y sedante lectura apta —digan lo que digan— para todos los públicos de habla castellana. Y para muchos extranjeros que no han tenido la suerte de contar entre sus poetas a un Quevedo.
Don Paco murió lejos de la Corte, en Villanueva de los Infantes. Había perdido el favor de los grandes. Y el del rey.
Pero pasó delante de todos sus contemporáneos. Y allí está. Sirva esta letrilla como homenaje al Príncipe de nuestras Letras:
LETRILLA SATÍRICA
La vida, Licia, no dame
lo que pedíle hasta hoy,
por eso solo me estoy,
que el buey suelto bien se lame,
No me importa que se trame,
se urda, se intrigue o se diga.
Mi Arcadia está en la barriga
con fuentes de «consomé»,
así, a quien Dios se la dé,
san Pedro se la bendiga.
Hay quien córtate un jubón
por este o aquel defeto,
y como nadie es perfeto
siempre hay corte y confección.
Siga la murmuración,
que su parla no castiga,
y se me importa una higa,
que a mí nadie me da el té,
pues a quien Dios se la dé,
san Pedro se la bendiga.
Hay quien promete muy cuerdo
el oro y el musulmán,
y al ir a cumplir su plan,
si te he visto no me acuerdo.
Prometa en vano ese cerdo
lo que a cumplir no se obliga,
mientras bailo yo la giga,
la chacona y el minué,
pues a quien Dios se la dé,
san Pedro se la bendiga.
Por eso yo cuidaréme,
ya que nadie cuidaráme,
y como nadie daráme,
yo solo regalaréme.
Váyase todo a la eme
a pie, en coche o en cuadriga,
y si al ejemplo ves miga,
Licia, nada más diré,
pues a quien Dios se la dé,
san Pedro se la bendiga.