NÚÑEZ DE ARCE

Este importante poeta lírico nació en Valladolid. Sus padres le pusieron de nombre Gaspar, y hoy está olvidado casi por completo, no porque se llamase Gaspar, sino por esas modas y caprichos que llegan hasta la literatura. Acaso no ha encontrado todavía su exhumador.

Don Gaspar Núñez de Arce se propuso hacer —y la hizo, porque era hombre de palabra— una poesía poética que se opusiese a la ramplonería prosaica de Campoamor. Tan pulidos, sonoros y perfectos eran sus versos, que la gente le llamaba el escultural. Hoy día este apelativo sólo se emplea para calificar las exuberantes formas de las llamadas «vedettes», señoras que casi siempre suelen llenar de carne pecadora la pasarela o el escenario de un teatro dedicado al género frívolo. Lo de escultural le hizo poquísima gracia a Núñez de Arce, porque pensó, en un principio, que se refería a sus encantos físicos. Luego se tranquilizó y continuó su labor poética sin darle más importancia al asunto.

Don Gaspar reunió a sus poesías en un tomo que lleva por título Gritos de combate, famosísimo en el último tercio del pasado siglo. A esta colección de poemas pertenecen algunos que antiguamente se sabía de memoria mucha gente, tales como La pesca y El vértigo. Esta última poesía provocaba entonces teleles y pipiritajes de emoción incontenible, por lo cual los padres avisados y prudentes prohibían a sus tiernas hijas que la leyeran para que no se soponciaran delante de las visitas.

Se achaca a don Gaspar una mente evocadora y nostálgica y un cierto escepticismo. Hay quien opina que todo eso no es más que una postura poética como cualquier otra. Bien es verdad que, como casi todos los hombres famosos del siglo XIX, Núñez de Arce se dedicó a la política, y esto es capaz de convertir en un sofista al mismísimo lucero del alba.

LA LEYENDA DEL FARO

(Décimas [de fiebre])

En un paisaje sombrío

y encima de enhiesta loma

bajo de la cual se esloma

un mar oscuro y bravío,

cual barbacana del frío

y de la lluvia atalaya,

el faro de la Papaya

se alza sobre el horizonte,

sin un cateto en su monte

ni un bañador en su playa.

Sin torrero que lo asista,

el faro a solas parece

un gigante que enmudece

y está buscando una pista;

y su pupila sin vista,

que, traslúcida, se atasca

cuando surge la borrasca,

renace con un destello,

y al que lo contempla el vello

se le eriza en triste basca.

Mas una leyenda hay luego

que en todas las lenguas anda,

desde la costa normanda

hasta el litoral gallego,

y es que un torrero noruego

que cuidaba el luminar,

a un hijo quiso enseñar

el oficio que tenía,

mas al chico le salía

por una friolera el mar.

El torrero con Belial

concertó un pacto diabólico,

y al día siguiente, de un cólico

murió bajo un ventanal.

Llegó de pronto el chaval

y se llevó el susto padre,

pues donde crece el baladre,

junto al cadáver, había

un letrero que decía:

«Torrero como su padre».

Desde aquella escabechina

familiar, el faro se halla

solo cual nave que encalla

en la costa cristalina,

y en su figura cetrina

que se tuerce, triste y rota,

no anida la gaviota,

ni el albatros, ni el alción,

ni el paleto guitarrón

toca muy cerca la jota.

Pero aseguran las gentes

que por la noche pululan

mil sombras negras que ululan

y se estiran, repelentes.

y en las mañanas ardientes,

cuando sopla el tramontana,

dicen que con sobrehumana

calma, que produce horror,

se nota en el faro olor

a paella valenciana.

¿Qué extraño prodigio atroz

en ese faro acontece,

y por qué razón se cuece

en él fantástico arroz?

Y es horrendo, pues la voz

del viento, aullando entre pinos,

noticia da a los vecinos

que sus cerebros desuella,

de que la extraña paella

lleva pollo y langostinos.

Al conocer el meollo

de aquel misterio tan raro,

todos, contemplando el faro

que se alza sobre el escollo,

se persignan, pues si el pollo

—¡vade retro!— es perdición,

fabulosa es la adición

de los mariscos riquísimos,

pues todos están carísimos

y te cuestan un riñón.

Nadie el faro habita (habita

es diminutivo de haba),

y si en su interior se graba

la soledad infinita,

¿qué zarpa ignota y maldita

hace el arroz con afán,

y le agrega el azafrán,

el ajo y el tomatito?

¿y quién cuida del sofrito,

sino el ojo de Satán?

Nadie se acerca asustado,

aunque baje la marea,

al faro, que no es a brea

a lo que huele endiablado.

Y alguno se ha suicidado

ante la amenaza arcana

de que la mole inhumana

pueda oler, cual basilisco,

no a paella de marisco,

sino a fabada asturiana.