Madrileño por haber nacido en Madrid, este conspicuo hombre de letras se halla, por su nacimiento y su larga vida, a caballo de los siglos XVIII y XIX. Como estar a caballo de dos cosas diferentes resulta incomodísimo y al señor Quintana le producía aquello agujetas, don Manuel, molesto y espatarrado, para vengarse del destino, que así le vapuleaba, dio a la estampa tandas interminables de versos endecasílabos y heptasílabos.
Es don Manuel José Quintana un ejemplo envidiable de tesón, de tozudez y machaconería. A pesar de que jamás le visitaron las musas, continuaba haciendo versos, bien medidos, bien rimados, pero carentes de gracia y de inspiración.
Era don Manuel José liberal convencido. Y es una lástima que lo fuera, porque, de haber nacido con inclinaciones políticas opuestas, hubiera sido el poeta ideal de la situación. Porque don Manuel nació poeta oficial; es decir, ese señor que cuando hay que conmemorar algo, o recordarlo, o festejarlo, hace una oda horrorosa que se imprime a costa del Estado y se reparte entre las apretadas filas de los empleados de la Administración Pública.
Pensó el poeta que aportaba a la causa del liberalismo su granito de arena, cantando novedades y adelantos. Y se arrancó por cantos aburridísimos a la imprenta ya la propagación de la vacuna por América. Dios se lo haya perdonado.
A pesar de esto —o quizá por ello— Quintana fue muy considerado en su tiempo. Cuando le faltaban pocos años para diñarla, inquietos y rabisalseros tipos de esos que nunca faltan en ningún régimen, propusieron para Quintana el máximo galardón nacional: la coronación. Y coronado fue por la mano gordita y salerosa de doña Isabel II. Con ese laurel sobre las sienes se le puede contemplar en algunas litografías y estampas, con su ojerosa cara de viuda de empleado del Catastro.
Ni dijo nada, ni tuvo inspiración, ni fue ameno. España es única para elevar al pedestal de la fama a los escritores camelísticos, y Quintana fue ensalzado hasta el reventón de los globos de la hipérbole.
HIMNO AL PROGRESO
(Fragmento)
¿Cómo era antaño el mundo,
cuando el seso dormía sin el mágico adelanto
que es hoy luz de diamante y áureo beso?
¿Era pródigo y férvido? No tanto.
La ignorancia en un caos revolvía
al hombre con la bestia, y su quebranto
de oprobio se teñía
al tener a la bestia siempre cerca,
pues la bestia, aunque noble, es siempre puerca.
El hombre, con tan rara compañía,
en las cosas más fáciles erraba;
así, cuando jugaba
al ajedrez, que es juego asaz bonito,
si el contrario intentaba algún gambito,
o quería dar jaque,
como ambos confundían el escaque,
la partida acababa
a silletazo limpio. No es extraño,
pues la ignorancia causa grave daño,
y allí siempre reinaba
la pertinacia tinta de impudicia,
la nequicia, la fosca ineficacia,
la reacia pigricia, la sevicia
y la vil estulticia, verbigracia:
aquel hombre que nada asimilaba,
de su gran cerrazón llegaba al colmo.
Si un olmo, por ejemplo, vislumbraba,
le solía pedir peras al olmo,
y éste, naturalmente, no las daba.
Mas aquel hombre ingenuo y mazorral,
aquel triste pedazo de animal,
siempre se equivocaba,
y al encontrarse a veces un peral,
que es lo que peras daba (si tenía),
se metía, ¡infelice!, en un enredo,
y en vez de peras, al peral pedía
mazapán de Toledo.
Pero un día Minerva con su dedo
oprimió aquel cacumen,
y al contacto febril del fértil numen,
al par que se extendía y se esponjaba,
ubérrimo, aumentaba de volumen.
y ligero, sin traba,
volando por las salas anchurosas
de la Creación, enormes, infinitas,
a inventar empezó muchas cositas
tan admirables como provechosas:
clavas, hachas de sílex, flechas, fíbulas,
con las que daba tundas espantosas
y destrozaba cráneos y mandíbulas.
Más tarde inventa el hacha, luego el potro,
la picota, los grillos y la reja,
que experimenta, práctico, con otro,
si el otro va y se deja…