DON FÉLIX LOPE DE VEGA Y CARPIO

Este poeta portentoso, llamado por mal nombre el Fénix, fue una especie de Alfonso Paso del Siglo de Oro. Puede que no llegara a escribir tanto como Alfonso. Nació en Madrid y en Madrid vivió una vida azarosa y bohemia, en la cual, para ir tirando, tenía de vez en cuando que darle un sablazo a un señor de campanillas.

Como les sucede a todos los autores fecundos, Lope tiene obras mal terminadas y peor pulidas. Pero esto le sucede pocas veces, tanta era su intuición y su capacidad.

Como entonces los autores escribían sus comedias y dramas en verso, Lope lo hizo también, versificando con una gracia personal inimitable.

A pesar de que siempre estuvo a la cuarta pregunta, disfrutó como nadie de los placeres del mundo, en forma de señoras estupendas solteras, casadas o viudas, pues de las tres clases pasaron por sus manos.

Harto de carne, como el Diablo, al final de su vida Lope se ordenó sacerdote. Lo que no consiguió ordenar fueron sus costumbres, pues a pesar de las ropas talares que vestía, continuó el trato con mujeres guapas. En cambio, dejó una serie de sonetos y poemas místicos —Lope se arrepentía todos los días, como todos los hombres— tan hermosa, que seguramente Dios, a la vista de ellos, le habrá perdonado, como en los clásicos sainetes, «sus muchas faltas».

Lope es España, con sus virtudes y sus defectos, con sus esperanzas, con su ojalá —una de las palabras más musulmanas del idioma—, que viene a ser como la coagulación de las ilusiones de un pueblo que no ha hecho toda su vida más que eso: esperar.

Glorioso poeta dramático, increíble poeta lírico, narrador directo y fácil —por eso le gustaba al pueblo—, Lope, a pesar de lo mucho que trabajó, a pesar de su popularidad, haciendo honor a su profesión, murió sin un puto duro.

Lo sé, me consta, que Lope recibirá estas caricaturas de sonetos con una sonrisa.

SONETO

¡Oh bella entre las bellas, Amarilis,

al recordarte en esta quisicosa,

gritar quisiera el ansia que me acosa,

porque ahí es donde está todo el busilis!

Mi rimar, que es rimar sin mucha bilis,

buscando el contrapunto de su glosa,

mueve el plectro, y mi plectro es una cosa

sin perifollos vano ni filiis.

¿Por qué como Pomona o como Ceres

no caes al soplo de mi ardor de Eolo?

¡Cómo sois, Amarilis, las mujeres!

Me ves que sufro y peno, que me asolo,

y tú, deidad y estrella, ¡que si quieres…!

¡El amor es la Flauta de Bartolo!

SONETO

Perseguíte, Lisenda, cabe el Soto,

do el álamo templaba el fino oreo,

y observéte en la sombra un manoteo

y algo más gordo con galán ignoto.

Voy sin mí desde entonces, sin piloto

que guíe mi bajel por el Leteo,

porque lo que me has hecho está muy feo

y muerdo, rabio, grito, salto y boto.

Si hubo testigos de tu gran nequicia,

prepárate a morir —la vida es corta—

luego, en seguida, agora, incontinente.

Mas si nadie lo vio, nadie lo enjuicia,

y si nadie lo enjuicia, no me importa

llevar adornos bravos en la frente.