Todos los retratos que conozco de este poeta muestran siempre a un viejecito majísimo, con mirada sagaz y puñetera que horada sus espejuelos de oro. Y así me imagino siempre a don Juan Eugenio, como si hubiera nacido ya viejecito y socarrón. Y no es cierto, ni muchísimo menos: tuvo una juventud dedicada a la ebanistería. El señor Hartzenbusch, padre, era un afamado artesano alemán que se había establecido en Madrid. Pero el chico le dijo un día que aquella profesión no le petaba, y que hiciese consolas y veladores Rita la cantaora.
Con una tenacidad tudesca, el poeta, estudioso y erudito, se llegó a colocar en muy altos puestos. Fue director de la Biblioteca Nacional.
Estudió Hartzenbusch con amor el teatro clásico y escribió, pues estaba de moda el género, dramas más o menos históricos y algunas comedias de magia. Pero su obra maestra, y una de las más importantes de nuestro Romanticismo, fue Los amantes de Teruel, magnífico drama, con personajes muy bien vistos y estudiados, con reconstrucciones históricas acertadas, que sólo falla un poquito en la escena final de la obra, en la cual, doña Isabel de Segura —la protagonista— fallece, no de herida o enfermedad fulminante, sino de amor.
Supongo que este final pertenecería a la leyenda en la cual bebió don Juan Eugenio, y ese morir de amor que tanto nos sorprende, bien pudiera ser colapso o embolia fulminante. Pero si Hartzenbusch lo hubiera descrito con su etiología, sus síntomas y el nombre médico de los mismos, no hubiera sido un romántico.
Dotado de un gran sentido del humor, don Juan Eugenio es autor de unas fábulas muy resaladas, escritas con un desparpajo y una gracia poco comunes en unos tiempos en los cuales todos los escritores se tomaban las cosas por la tremenda.
A continuación inserto varias fábulas que don Juan Eugenio se dejó acaso en el tintero, actualizadas, claro, como todas las poesías que contiene este funesto libro.
FÁBULAS
EL CERDO Y LA TONTA
La tonta de mi lugar
una tarde se decía:
«¡Qué tonta soy, madre mía!»
Y, ¡zas!, se echaba a llorar.
Un cerdo la vio al pasar,
y dijo: «El tino yo pierdo.
Ser tonto es malo, de acuerdo,
mas el quejarse no es justo;
yo, mi suerte sufro a gusto,
siendo, como soy, tan cerdo».
Moraleja
Como la tonta, jamás
reniegues de tu destino.
Haz como el cerdo, y verás
cómo te llaman cochino.
LA COTORRA Y EL PLÁTANO
Una cotorra verde y africana
un plátano encontró cierta mañana.
Lo mira, lo remira, sabihonda,
y dice al fin: «¡Qué cosa tan cachonda!
Nunca vi nada igual: largo, lustroso:
fusiforme, pulido y misterioso…
Mas su aspecto me llena de pavura:
pues no creo que pase la Censura.
Así es que, sin dudar, si es que dudaba
lo tiro, y se acabó lo que se daba».
Y de su acción haciendo grave dolo
tomólo, enarbolólo y arrojólo.
Mas sucedió que, envuelta en la liana,
le apostrofó de pronto la banana,
diciéndole: «¡Oh estulta cacatúa,
que lo que usufructúa desvirtúa,
muchas veces un torpe y rudo aspecto
encubre el no va más de lo selecto,
y tú, por ignorar lo que te cito,
te has perdido el jugoso platanito!»
Moraleja: Juzgad cual la cotorra
el libro por la tapa que lo forra,
que en muchísimas obras literarias
hay dentro un platanito de Canarias.
EL OSO Y LA MEDUSA
Un oso de la Meseta
tocaba la cornamusa,
y en el mar, una medusa
le daba a la pandereta.
«¡Qué mal lo hacemos, puñeta!
—dijo el oso—, mas barrunto
que no importa. Ambos a punto
nos hallamos, sin dudar,
propicio para formar
eso que llaman conjunto».