Este poeta hispano, nacido en Navia (Asturias), vino a este mundo puñetero el año 1817. Sin duda por llevarle la contraria a la gente, al revés que otros autores, que escriben una prosa florida y cincelada que parece verso, don Ramón hizo versos que parecen prosa. Pero don Ramón había nacido en unos momentos en que se acababa de descubrir el sentido común, y tenía que ser fiel a su época.
Presumía el buen hombre de ser un poeta filosófico, observador, profundo; por eso se arrancaba por aleluyas, que, si algo profundo tienen, es lo de contar las cosas, las triviales cosas campoamorinas, en el lenguaje vulgar y común. Por eso fue popularísimo y estimadísimo en sus tiempos, porque todos lo entendían; porque ni se elevaba ni se perdía, siempre a una altura prudencial, asequible y moderada. Ya pesar de sus pujos sociales, fue el poeta de las derechas españolas.
Bien comido, bien bebido, y dedicado a veces a la política, que le sirvió a la carta momios, prebendas y enchufitos, don Ramón se encerraba en su barroco y agobiante despacho, con su aspecto bonachón de obispo laico. Y escribía aquellas cosas sencillotas y pedestres que publicaba luego con el nombre de doloras, el ladrón.
Eran otros tiempos, y las señoritas de la buena sociedad de entonces sentían bascas en el polisón cada vez que don Ramón de Campoamor y Campoosorio aparecía en una reunión mundana. Y se recomían de envidia cuando el vate escribía en el abanico de alguna amiga sus habituales cursilerías metafísicas.
A pesar de su extensa producción literaria, Campoamor estuvo muy bien considerado por la sociedad del siglo pasado, que comentaba, alelada y turulata: «¡Cómo conoce este hombre el corazón humano…!»
Era tremendo el tal don Ramón. Creo haber leído una vez que a Azorín le gustaba mucho Campoamor. Puede no ser verdad, pero si lo fuera no parecería mentira.
LOS PEQUEÑOS POEMAS
LA ENCENAGADA
O
FÍATE DEL AGUA MANSA
I
Desde su tierna infancia,
la mujer de Manuel, tensa y rotunda,
se llamaba Facunda,
ya pesar de tan triste circunstancia
y de golpe tan rudo,
nadie a Manuel negábale el saludo.
En un edén vivía
la pareja feliz y amartelada,
y Facunda, si alguna vez tenía
que salir, no salía
sola, que a fuer de púdica y honrada,
se hacia acompañar de una cuñada
y las viudas de dos alabarderos;
y para más detalle,
del lechero, el sereno de la calle
y una unidad del Cuerpo de Bomberos.
Facunda era pacata,
y si Manuel, con gesto turulato
—porque era un mameluco, hablando en plata—,
al teatro llevábala algún rato,
y, cual siempre, la pieza era un tostón
de don Marcos Zapata,
en cuanto levantaban el telón,
de espaldas escuchaba la función;
y cuando aquella lata
llegaba en su argumento hasta la cima,
echábase una manta por encima,
pues cuando la pudicia nos achanta,
lo mejor de este mundo es una manta.
II
Mas un día que el bueno de Manuel
pasaba por la calle de Amaniel
embozado en la airosa
mesa camilla azul de su pañosa,
escuchó un comentario
que hizo cierto galán estrafalario
con lengua estropajosa.
El chisme referíase a su esposa,
y dijo aquel zanguango
que Facunda, la púdica, la hermosa,
cierta vez arrastróse por el fango.
Cual rayo justiciero,
Manuel plantóse firme ante el chismoso,
al que así apostrofó: «¡Mal caballero!»
Sorprendido, el gomoso,
respondióle con ímpetu malsano,
ímpetu de su loca liviandad:
«¡Cerdo!» A lo que Manuel, con sobriedad,
le contestó: «¡Marrano!»
En fin, lo que acostumbra el trato sano
entre hombres de la buena sociedad.
Quedó fijado el duelo en el instante
para el siguiente día, al clarear.
y Manuel, taciturno, vacilante,
se encaminó a su hogar.
Y nada más entrar,
de carrerilla fue, cogió a la inmunda
mujer que mancillóle, a su Facunda,
púsola de dicterios como un trapo,
y propinóle al fin soberbia tunda.
Asombrada, la esposa golpeada,
al ver menudear torta y sopapo
sobre su cuerpo, huía, espeluznada,
buscando con afán. ¡Pobre cuitada!,
consuelo, protección y esparadrapo.
III
Sobrio y enchisterado,
el duelo celebróse en un sembrado,
donde gente plebeya, vil gallofa,
cultivaba, exultante, la alcachofa.
Los contendientes, serios por demás,
contaron veinte pasos hacia atrás,
mas antes de acabar, cabal, la cuenta,
cayeron los rivales
de espaldas en la tierra polvorienta
de aquellos tan ubérrimos bancales.
Pero pronto se alzaron
ansiosos de venganza, mudos, fieros;
mas, a cuarenta pasos, observaron
que, salvo que los sables altaneros
crecieran de repente, se alargaran,
era poco probable que cruzaran,
vengadores, los pálidos aceros.
Pues a pesar de aquello,
a pesar del terreno y la distancia,
las armas, con un ávido destello,
se cruzaron; que el odio y repugnancia
alargan de una forma asaz terrible
cuanto de alargamiento es susceptible.
Manuel mató al taimado
lenguaraz que le había calumniado,
pero ¡ay!, que la calumnia es vil cizaña,
odiosa telaraña,
y Manuel, por aquello encizañado,
y algo entelarañado,
con justa y honda saña,
inflexible, a Facunda,
que antaño parecíale una santa,
propinaba a diario, por inmunda,
ora terrible y coercitiva tunda,
ora espantosa y ejemplar somanta.
IV
Vivían separados los esposos,
pero Manuel sufría,
lleno de pensamientos tormentosos,
y a Facunda espiaba noche y día,
usando de artificios ingeniosos:
cuándo se disfrazaba de cochero;
cuándo cierta mañana,
con el albor primero,
púsose un traje de lagarterana;
y si con tal atuendo postinero
no logró descubrir de aquella impía
el secreto fatal, vendió a un tendero
una mantelería,
cuya contemplación —artesanía—
producía, penosa y arbitraria,
ora dengue, ora crup, ora urticaria.
Mas una de las veces, el obseso
marido, que espiaba con fruición,
vestido de holandesa,
observó a la diablesa,
que, feliz, se acercaba a la estación,
y allí, con embeleso,
se subió en un expreso.
Partió el convoy echando carbonilla,
y Manuel tras la esposa descarriada
partió también, y aquella madrugada,
asomado a la triste ventanilla,
así exclamaba con la voz temblona,
mientras miraba el campo de Castilla,
que se esfumaba pálido: «¡Zorrona…!»
Al llegar a Cestona,
Facunda se apeó. La vil coqueta
a un mozo de estación dio la maleta.
Y Manuel, funerario,
en el andén teñido de violeta,
pensó doliente: «¿Es éste el escenario
do la libidinosa
el honor me macula?» Alguna cosa
extraña, un hecho acaso extraordinario
tenía algo excitado al vecindario,
que a Manuel observaba… ¡Santa Rosa!
¡Vestido de holandesa, el solitario
continuaba aún…! ¡Qué dolorosa
fue aquella confusión del vestuario…!
Corrió hacia el Balneario,
cuando de pronto, bella, esplendorosa,
la vio que, hacia la fuente sulfurosa,
rica en lirio, en arsénico y en bario,
avanzaba… Torció por un recodo
y la vio que pagaba un novenario
de baños, sí, señor, pero… ¡de lodo!
¡Era cierto, gran Dios! ¡Era palmario
que acudía a enfangarse, criminal!
Manuel cubrió su faz; con un gemido
pensó en voz alta, loco: «¡Por Belial
que ese cieno termal
es el que está enlodando mi apellido!»
y exhalando un bufido,
saltó sobre la fémina fatal
que encenagóle el rango,
y, con un alarido fantasmal,
sepultó a la culpable bajo el fango.
Y sosteniendo hundida la cabeza
de la vil, exclamó con entereza:
«¡El mundo es un fandango!»
UNA DOLORA
¿Qué es la dicha, preguntas, ¡oh Florinda!,
mientras tus labios muerden una guinda?
Definir es tarea en la que erramos,
mas ya que me lo pides, definamos:
La dicha… Tu pregunta me concreta
que estás enamorada, mozalbeta.
Mas el pudor te tiñe de coral.
No te extrañe que sepa; es natural.
Para un viejo una niña aristocrática
tiene siempre la mente feldespática,
aparte de que vite con Juan Trillo
darte un lote de aúpa en el pasillo.
Mas volvamos al cuento de la dicha.
¿Qué es eso?, me preguntas muy redicha
Pues la dicha es, ¡oh túrgida Florinda!
—permite que de imágenes prescinda—,
para unos, el copazo de buen vino,
para otros, el chamelo en el casino,
para éste, pasearse por La Habana,
para aquél, el arroz a la cubana,
para aquel otro, el riesgo y el valor,
y para casi todos… el amor.
Aunque he de confesarte, Florindita,
que es difícil la dicha en comandita.
Se forma luego un trío obsesionante
la mujer, el marido y el amante.
Bailes, saraos, teatros… Van, discurren,
se ven todos los días… y se aburren,
y es triste y espantosa, nena mía,
la soledad de tres en compañía.
¿La dicha? Muy difícil es cogerla,
pero más complicado es mantenerla
Es como la cintita que sujeta
el sostén (con perdón) de una coqueta
que si el uso fatal la muerde y rae,
todo lo que sujeta, ¡paf!, se cae.
Es pensil de mil flores olorosas,
gema con mil facetas engañosas,
pues la dicha de ayer, niña galana,
puede no ser la dicha de mañana,
ya que de ayer a hoy, Florinda mía,
burla burlando, ha transcurrido un día;
y si dejas que pasen treinta, ves
que ha transcurrido entero todo un mes
La dicha es como el cándido alhelí:
se marchita en el mundo porque si
Como la flor, la dicha es pasajera,
y muere cuando nadie se lo espera,
como murió entre nácares la guinda
que te has zampado, opípara Florinda