Vamos por partes. Habrá observado el inteligente y sagaz lector de este tratado, casi opúsculo, que desde la muerte de Quevedo, en 1645, esta antología falsa pega un salto de un siglo, pues el señor Cadalso nació en 1741.
¿Qué ha sucedido? ¿Por qué esa pausa, ese paréntesis? ¿No hubo en cien años un solo ingenio, un solo talento de quien hablar, por lo menos de pasada?
¡No lo hubo! Así como suena. Florecieron, sí, escritores de segunda o tercera fila, como Sor Juana Inés de la Cruz, Bances Candamo, Soto de Rojas, Torres Villarroel. Y al decir «florecieron» me estoy refiriendo, claro, a que les salían ramitas del meollo, que se ponían preciosas todas las primaveras. Pero no producían ni una sola obra de verdadera importancia.
Así que, sintiéndolo mucho, nos tenemos que trasladar al siglo XVIII, donde tampoco hay poetas de categoría y de rango —quizá son peores que los que omito voluntariamente—, pues todos ellos están muy preocupados por unas reglas que convertían en cartón piedra cuanto tocaban.
Cadalso empezó su carrera literaria con una diatriba contra los falsos valores literarios de su época, que tituló Los eruditos a la violeta. La obrita, que prometía, se quedó casi toda en el tintero del empelucado escritor: no es lo suficientemente agresiva como para que los perjudicados le esperasen todos los días en la calle de la Montera para darle un soplamocos.
Melancólico, hipersensible y neurótico, Cadalso, enamorado hasta las cachas de la actriz María Ignacia Ibáñez, se empeñó en exhumar el cadáver de esta señora —había fallecido antes, claro está, de lo contrario el empeño de Cadalso no hubiera tenido ni pies ni peluca—, y al efecto empezó a cavar en el pequeño cementerio de la iglesia de San Sebastián, de Madrid, donde la interesada estaba criando malvas. El conde de Aranda, a la sazón primer ministro de Carlos III, se opuso a las aficiones necrófilas de don José, el cual no pudo lograr su objetivo, porque entonces no vivía Narciso Ibáñez Serrador que a lo mejor le hubiera echado una manita.
Como poeta, Cadalso no se salva de aquellas versificaciones de pastaflora neoclásica que hicieron los hombres del siglo XVIII.
ODA SÁFICA
Ninfas dormidas en la verde alfombra,
suelta la crencha que con Helios juega,
frescas y libres: posición decúbito
prono y supino.
Náyades frías que escamosas muestran
húmedas pieles de verdor marino,
llena de espumas vuestra boca suave
de rodaballo.
Ebria Pomona que el vergel insufla,
fosca y crujiente, con sus áureos frutos:
dulces melones cuyo nombre es fama:
Villaconejos.
Ero es la causa de mis blandas cuitas;
Ero, que un día en la espesura ardiente,
lírica y flébil, caprichosa y dúctil
púsose a tono.
Uvas jugosas de morados zumos,
lentas medraban en la agreste senda,
y Ero me dijo con su voz de flauta:
«Entra por uvas».
Luego perdióse en la floresta oscura,
leves sus pasos de gacela huidiza.
¡Ay!, con su ausencia créome que he hecho
las diez de últimas.
Antes de verla al manantial hablaba,
antes de verla al ruiseñor oía,
y ahora no quiero sostener coloquios
¡ni con mi padre!