Mucho habría que decir de este gran poeta, cuyas asonancias (consonancias, pocas) conoce todo el que conoce algo.
Nació don Gustavo en Sevilla, allá por el año 1836. Unos amores contrariados y las últimas boqueadas del Romanticismo, le impulsaron a decir en verso todo lo que tenía por dentro. Pero tenía poco que decir. Cosas como ésta:
Por una mirada, un mundo;
por una sonrisa, un cielo;
por un beso… yo no sé
qué te diera por un beso.
Si lo que acabo de transcribir no es una copla, que me maten de un tiro en la nuca.
Sí; en contra de los que —pedantillos y topiqueros— dicen ahora que Bécquer es una especie de Heine español; en contra de los que hablan por boca de algunos gansos más o menos conocidos, don Gustavo era un poeta prosaico, vulgar, con una escasez de medios de expresión que atontolina, con unas imágenes de coplero barato. Le falta lirismo. Eso de que cree en Dios desde que lo ha mirado una señora es un recurso pobre de poeta facilón.
Aparte de eso, los poetas subjetivos como Bécquer —léase Salinas— me dejan, como don Gustavo, frío, porque tienen empeño en hacernos partícipes de su diario, porque se creen el pivote sobre el que gira el mundo, y son, con su intimismo, aburridos y latosos, como esas gentes que quieren a toda costa contarnos su problema, que para ellos es vital y ecuménico, y a los que yo digo siempre, porque uno no está para gaitas: «¡Cuénteselo a su abuela!»
Bécquer enfermó, como todo el mundo que entonces podía permitírselo, de tuberculosis. Se retiró al monasterio de Veruela, donde escribió sus Cartas desde mi celda.
Cuando llegó el año 1871, Bécquer no había podido ver impresos sus versos. Esto, que pudo haber hecho mella en su ánimo, le dejó más fresco que un rábano, porque había fallecido el año anterior.
A mandar.
RIMAS
En la oquedad de los rincones fríos
que crujiendo parecen despertar,
nos movemos los dos como dos sombras
que danzan sin compás.
Y no sé qué silencio pavoroso
me hace intuir el tiempo en su fanal,
pues si hoyes veinticuatro y Nochebuena,
mañana, Navidad.
En el espejo vano del recuerdo
te veo esbelta como en años ha,
y ahora usas unas bragas de franela
que dentera me dan.
No hurtes tu rostro al mío en la penumbra;
no te cambies de sitio sin parar.
Si yo voy a la silla, tú a la mesa,
al balcón o al sofá.
No se detiene el tiempo en un instante
como detiene al potro el mayoral,
y el pasado pasó, y porque ha pasado,
nunca vuelve a pasar.
Hoy, si te atraigo a mí con un abrazo,
se me quiebra marchita la ansiedad,
al ver que estás más gorda cada día
y vas a reventar.
Y además, te ha salido sobre el labio
un bigotazo espeso, tan audaz,
que pIenso a veces si seras mi esposa
o Emilio Castelar.
¡Apártate, no intentes con tus lágrimas
llenar nuestra espantosa soledad!
¡Vas siempre en bata, en bata y en chancletas!
¡¡No te puedo aguantar!!
* * *
Del salón en el centro, la mesa
ostentaba el condumio casero,
y en el plato de límpida loza
veíase el huevo.
¡Cuánta clara tenía en su clara!
¡Cuánta yema llevaba en el pecho,
esperando la mano de nieve
que moje en su centro!
¡Ay —pensé—, cuántas veces el hombre
está frito cual tímido huevo,
esperando una voz que le diga:
«Este mes te subimos el sueldo»!
* * *
¿Qué es huevo frito? —dices mientras clavas
tu mirada en el pálido trasluz.
¿Qué es huevo frito? ¿y tú me lo preguntas?
¡Huevo frito eres tú!