BALTASAR DEL ALCÁZAR

Sevilla, una de las ciudades más luminosas y sorprendentes del mundo, tuvo, en 1530, el capricho de aumentar la luminosidad y la alegría de su atmósfera enloquecedora y rabisalsera echando al mundo al poeta Baltasar del Alcázar.

Gran socarrón fue el don Baltasar de todos los diantres, y estimado, por su buen natural, de sus paisanos. Hombre culto y estudioso, se interesó vivamente por las ciencias naturales, por la botánica y la geología, en las que fue muy versado. Pero, aunque versado fue en estas disciplinas, más versado fue en sus versos.

Escribió Alcázar muy estimables poemas amorosos, cuya musa varió bastante a través de su larga vida. Don Baltasar tuvo que ser mujeriego incorregible y recalcitrante. Me lo imagino, viejo ya y solo en su casa de Sevilla, aguardando en un corredor el paso de una criada metidita en carnes para darle un pellizco de refilón, que luego suavizaría con uno de sus ingeniosos y divertidos epigramas.

Por no ser menos que sus contemporáneos, don Baltasar escribió buenos versos religiosos, acaso como penitencia y confiteor de aquellos furtivos y descarados pellizcos. Pero donde el poeta se muestra inigualable y genial es en su poesía de humor, en los epigramas, que ya he citado, y en muchos poemas jocosos y desenfadados que, en castizos octosílabos casi siempre, compuso con optimismo de hombre que ama la vida.

Fue administrador del conde de Gelves, en Sevilla. Este cargo le permitió vivir con el decoro necesario que todo poeta necesita para escribir sin angustias ni estrecheces.

La poesía Los postres, que va a continuación, es imitación de su famosa Cena jocosa, tan célebre, con razón, porque es descanso y pestiño ligerito entre tanto plato indigesto como produjo el siglo.

LOS POSTRES

Parece que de una cosa

nos olvidamos, Inés,

por culpa del portugués

y de don Lope de Sosa,

que si con gusto parlamos

mientras duraba el yantar,

me parece recordar

que nada dulce catamos.

Abre, pues, esa credencia

que el nogal severo enluta,

y saca nuégado y fruta

porque endulcen la conciencia;

que cena sin piñonate y

catedral sin crucero

son lo mismo que el sombrero,

que en el varón es remate.

Mas ¿qué sacas? Alfandoque,

huevos moles, quesadillas,

alfajores y rosquillas.

¡Esto, Inés, es el disloque!

¿Un bollo maimón? ¡Castaña!

Invención es del infiel.

Si ves que me cebo en él

es por defender a España.

¿Esto es tocino de cielo?

Exquisito está y muy fino

De alto lugar se nos vino

para dar gusto y consuelo.

Ve que todo se resuelve,

porque, para compensar,

si el bollo me hizo pecar,

el tocinillo me absuelve.

¿Ese lago de marfil

no es manjar blanco? Sí, tal.

A nadie le sale igual

que a las monjas de San Gil.

Pero, Inés, ¡qué imprevisión!

Tanta dulzura y halago

a voces piden un trago

de málaga o fondillón.

Aquí están, y yo a sus pies,

como cuadra a su excelencia;

mas ¿por cuál dictar sentencia

para no ser descortés?

Pues es claro, ¡vive Dios!

que si escojo el uno, creo

que es hacer al otro un feo

Beberé, pues, de los dos.

Pero déjame probar

estos pellizcos de monja,

pues bien vale, y no es lisonja,

dejarse así pellizcar.

Mas, basta, no saques más

chirlomirlo, que esta cena

es más bien de la ballena

que del bueno de Jonás.

Deo gracias. Voy satisfecho.

¿Falta algo más que complete?

¡Un trago de pajarete!

Y ahora, Inés, vamos al lecho.