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La cena de Babette

Cuando el pariente pelirrojo de Babette abrió la puerta del comedor y los invitados cruzaron el umbral, se soltaron las manos y enmudecieron. Pero fue un silencio dulce; porque, en espíritu, aún cantaban con las manos cogidas.

Babette había puesto una fila de velas en el centro de la mesa; las pequeñas llamas brillaban sobre las chaquetas, los vestidos negros y el uniforme escarlata y se reflejaron en los ojos claros y húmedos.

El general Loewenhielm vio el rostro de Martine a la luz de las velas tal como lo había visto al despedirse, hacía treinta años. ¿Qué huellas habían dejado en él treinta años de vida en Berlevaag? El cabello rubio estaba ahora veteado de hebras plateadas; el rostro sonrosado se había vuelto de alabastro. Pero ¡qué serena era la frente, qué pacíficos y confiados sus ojos!; la boca, ¡como si jamás hubiese pasado por sus labios una palabra precipitada, qué pura y dulce!

Cuando todos estuvieron sentados, el miembro más anciano de la congregación dio gracias con palabras del deán:

Que este alimento mantenga mi cuerpo,

que mi cuerpo sostenga mi alma,

y mi alma, con palabra y obra,

dé gracias por todo al Señor.

A la palabra «alimento», los invitados, con sus viejas cabezas inclinadas sobre sus manos juntas, recordaron que habían prometido no decir nada sobre el particular, y en sus corazones se reafirmaron en esta promesa: ¡no dedicarían siquiera un pensamiento a tal cosa! Estaban sentados a comer, eso sí, tal como se sentaron las gentes en las bodas de Caná. Y la gracia decidió manifestarse allí, en el mismo vino, tan espléndidamente como en cualquier otro lugar.

El joven ayudante de Babette llenó un vasito a cada uno de los comensales, y éstos se lo llevaron a los labios gravemente, confirmando de este modo su resolución.

El general Loewenhielm, algo receloso del vino, bebió un pequeño sorbo; se sobresaltó, se lo llevó a la nariz, luego a los ojos y se quedó perplejo. «¡Esto es muy extraño!», pensó. «¡Amontillado! ¡El mejor amontillado que he probado jamás!». Un momento después, y para someter a prueba sus sentidos, tomó una cucharada de sopa, tomó una segunda, y dejó la cuchara. «¡Esto es extraño por demás!», se dijo a sí mismo. «Porque sin duda esto y tomando sopa de tortuga… ¡y qué sopa!». Se sintió dominado por una especie de pánico y vació el vaso.

Normalmente, en Berlevaag, la gente no habla mucho durante las comidas. Pero, de alguna forma, esta noche se soltaron las lenguas. Un Hermano viejo contó la historia de su primer encuentro con el deán. Otro analizó aquel sermón que sesenta años atrás había propiciado su conversión. Una anciana, la misma a la que Martine había contado sus inquietudes en primer lugar, recordó a sus amigos cómo, en toda aflicción, cualquier Hermano o Hermana estaba dispuesto a compartir la carga con los demás.

El general Loewenhielm, que debía dominar la conversación de la mesa, contó que la colección de sermones del deán era uno de los libros favoritos de la reina. Pero al servirse un nuevo plato guardó silencio. «¡Increíble!», se dijo. «¡Es un Blinis Demidoff!». Miró en torno suyo a los comensales. Todos ellos comían en silencio su Blinis Demidoff sin el menor signo de sorpresa o aprobación, como si lo hubiesen estado comiendo todos los días durante treinta años.

Un Hermano, al otro lado de la mesa, abordó el tema de los extraños sucesos que solían ocurrir cuando el deán todavía estaba entre sus hijos, y que uno podía aventurarse a calificar de milagrosos. ¿Recordaban, preguntó, la vez en que prometió un sermón de Navidad al pueblo del otro lado del fiordo? Desde hacía dos semanas, el tiempo venía siendo tan malo que ningún patrón o pescador quería arriesgarse a cruzar. Los lugareños fueron perdiendo las esperanzas; pero el deán les dijo que si no le llevaba ninguna embarcación iría a ellos caminando sobre las olas. ¡Y ya veis! Tres días antes de Navidad amainó la tormenta, llegó el frío y el fiordo se heló de orilla a orilla… ¡Cosa que ningún hombre recordaba que hubiera sucedido anteriormente!

El ayudante de Babette llenó los vasos una vez más. Ahora los Hermanos y las Hermanas se dieron cuenta de que lo que les daban a beber no era vino, puesto que centelleaba. Debía de ser una especie de limonada. La limonada iba tan bien con su exaltado estado de ánimo que parecía elevarles del suelo hacia una esfera más alta y más pura.

El general Loewenhielm dejó el vaso otra vez, se volvió hacia su vecino de la derecha y le dijo: «Pero esto es un Veuve Cliquot de 1860, ¿verdad?». Su vecino le miró afablemente, le sonrió e hizo un comentario sobre el tiempo.

El ayudante de Babette había recibido instrucciones: llenó los vasos de la Hermandad una sola vez, pero volvía a llenar el del general tan pronto como lo veía vacío, y el general lo vaciaba rápidamente una y otra vez. ¿Pues cómo debe comportarse un hombre cuando no puede fiarse de sus sentidos? Es preferible estar borracho a estar loco.

Muy frecuentemente la gente de Berlevaag, en el curso de una buena comida, se siente algo pesada. Esta noche no ocurría así. A medida que comían y bebían, los convives se sentían cada vez más ligeros de peso y de corazón. Ya no necesitaban tener presente su promesa. Es, se daban cuenta, en el momento en que el hombre no sólo olvida por completo, sino que renuncia firmemente a toda clase de alimento y bebida, cuando come y bebe con el adecuado estado de ánimo.

El general Loewenhielm dejó de comer y se quedó inmóvil. Una vez más se sintió transportado a aquella cena en París, cuyo recuerdo le había venido a la memoria en el trineo. En ella habían servido un plato increíblemente suculento y recherché; en aquella ocasión le había preguntado el nombre a su vecino, el coronel Galliffet, y el coronel le había dicho sonriente que se llamaba cailles en sarcophague. Le había dicho además que el plato lo había inventado el chef del mismo café en el que estaban cenando, persona conocida en todo París como el genio culinario más grande de su tiempo, que —sorprendentemente— ¡era una mujer! «Y en efecto», había dicho el coronel Galliffet, «esta mujer está convirtiendo una cena en el Café Anglais en una especie de aventura amorosa…, ¡en una aventura sentimental de esa noble y romántica categoría en la que uno ya no distingue entre el apetito corporal o espiritual y la saciedad! Antes de ahora, he sostenido un duelo por una hermosa dama. ¡Por ninguna otra en todo París, mi querido amigo, habría derramado más gustosamente mi sangre!». El general Lowenhielm se volvió hacia su vecino de la izquierda y le dijo: «Pero ¡esto son cailles en sarcophague!». El vecino, que había estado escuchando la descripción de un milagro, le miró con ojos ausentes, asintió luego con la cabeza y contestó: «Sí, sí; por supuesto. ¿Qué otra cosa podía ser?».

De los milagros del Maestro, la conversación en torno a la mesa había pasado a los milagros menores de bondad y generosidad que realizaban a diario sus hijas. El viejo Hermano que al principio había iniciado el himno citó la frase del deán: «Las únicas cosas que podemos llevarnos con nosotros de esta vida en la tierra son aquellas de las que nos hemos desprendido». Los invitados sonrieron: ¡en qué nababs no se convertirían estas pobres y sencillas doncellas en el otro mundo!

El general Loewenhielm ya no se extrañó de nada. Cuando, minutos más tarde, vio uvas, melocotones e higos frescos ante sí se echó a reír, comentándole al vecino que tenía al lado de la mesa: «¡Hermosas uvas!». Su vecino replicó: «Y fueron al arroyo de Eshcol, y cortaron una rama en un racimo de uvas. Y la colgaron de un bastón».

Ahora el general consideró que había llegado el momento de pronunciar un discurso. Se levantó y se quedó muy tieso.

Nadie más de la mesa se levantó a hablar. Las personas ancianas alzaron los ojos hacia el rostro que tenían por encima de ellas con intensa y feliz expectación. Estaban habituados a ver marineros y vagabundos completamente borrachos de tosca ginebra del país, pero no reconocieron en un guerrero y un cortesano la embriaguez producida por el vino más noble del mundo.