IX

El general Loewenhielm

El general Loewenhielm había venido todo el trayecto desde Fossum a Berlevaag inmerso en un extraño estado de ánimo. Hacía treinta años que no visitaba esta parte del país. Ahora había venido a descansar de su ajetreada vida en la corte, y no había encontrado la tranquilidad. La vieja casa de Fossum era bastante pacífica y parecía algo patéticamente pequeña, después de las Tullerías y el Palacio de Invierno. Pero tenía una figura inquietante: el joven teniente Loewenhielm vagaba por sus habitaciones.

El general Loewenhielm vio pasar junto a él su figura esbelta y apuesta. Y al pasar, el joven le dirigió a este hombre mayor una mirada breve, y esbozó una sonrisa: la sonrisa altiva y arrogante que los jóvenes dirigen a las personas de edad. El general podía habérsela devuelto un poco afable y tristemente, como sonríen los años a la juventud, de no haber sido porque no tenía humor para sonreír; como su tía había dicho en su misiva, estaba en baja forma.

El general Loewenhielm había conseguido todo aquello por lo que había luchado en la vida, y era admirado y envidiado por todos. Sólo él conocía un hecho que no concordaba con su próspera existencia: no era completamente feliz. Había algo que andaba mal, y tanteaba cuidadosamente por todo su yo como se tantea para localizar el sitio donde uno tiene clavada una espina invisible y profunda.

Gozaba altamente del favor real; había cumplido bien en su profesión y tenía amigos por todas partes. La espina no estaba alojada en ninguno de estos sitios.

Su esposa era una mujer brillante y todavía estaba de buen ver. Quizá descuidaba un poco su propia casa a causa de las visitas y las fiestas; cambiaba de criados cada tres meses y al general se le servían las comidas con una gran falta de puntualidad. El general, que daba gran valor a la comida, sentía por esto un ligero rencor hacia su esposa, y la culpaba secretamente de las indigestiones que a veces padecía. No obstante, la espina tampoco estaba aquí.

Además, últimamente le venía sucediendo algo absurdo al general Loewenhielm: se sorprendía a sí mismo preocupándose por su alma inmortal. ¿Tenía alguna razón para ello? Era una persona moral, fiel a su rey, a su esposa y a sus amigos, y un ejemplo para todo el mundo. Pero había momentos en que le parecía que el mundo no era una cuestión moral, sino mística. Se miraba en el espejo, observaba la hilera de condecoraciones de su pecho y suspiraba para sí: «¡Vanidad de vanidades y todo es vanidad!».

El extraño encuentro en Fossum le había impulsado a hacer el balance de su vida.

El joven Lorens Loewenhielm había atraído a los sueños y las fantasías como una flor atrae a las abejas y las mariposas. Había luchado por liberarse de todo eso; había huido, pero los sueños y las fantasías habían seguido tras él. Había tenido miedo de la Huldre de la leyenda familiar, y había declinado su invitación a entrar en la montaña; había rechazado firmemente el don de la clarividencia.

El maduro Lorens Loewenhielm se sorprendió a sí mismo deseando que acudiese a él aunque fuera un pequeño sueño, y que le mirase una mariposa gris de la noche antes de que oscureciese. Se sorprendió deseando tener la clarividencia, como un ciego ansía la facultad normal de la visión.

¿Puede el total de la suma de las victorias, a lo largo de muchos años y países, dar como resultado una derrota? El general Loewenhielm había hecho realidad los deseos del teniente Loewenhielm, y había satisfecho sobradamente sus ambiciones. Podía afirmarse que había conquistado el mundo entero. Y había llegado a esto: a que el hombre maduro se volviese ahora hacia la figura joven e ingenua para preguntarle gravemente, incluso amargamente, en qué había salido ganando. En alguna parte había perdido algo.

Cuando la señora Loewenhielm le habló a su sobrino del aniversario del deán, y él decidió acompañarla a Berlevaag, su decisión no había sido la aceptación normal de una invitación a una cena.

Esta noche, resolvió, resarciría al joven Lorens Loewenhielm, que había sido apocado y cohibido en casa del deán, y al final se había sacudido el polvo de las botas de montar. Haría que el joven se probase a sí mismo, de una vez por todas, que treinta y un años atrás había hecho la elección adecuada. Las habitaciones bajas, el arenque y el vaso de agua que pondrían delante de él, en la mesa, probarían que la existencia de Lorens Loewenhielm, en medio de todo esto, habría sido muy pronto absolutamente desgraciada.

Dejó que su pensamiento se extraviase en la lejanía. En París había ganado una vez un concours hipique y había sido felicitado por los más altos oficiales de caballería franceses, príncipes y duques entre ellos. Se había celebrado una comida en su honor en el restaurante más elegante de la capital. Frente a él, en la mesa, había estado sentada una noble dama, una famosa belleza a la que desde hacía tiempo galanteaba. En medio de la cena, ella había alzado sus ojos aterciopelados y negros por encima del borde de su copa de champán y, sin palabras, le había prometido hacerle feliz. Ahora, en el trineo, recordó de pronto que había visto entonces, por un segundo, el rostro de Martine ante él, y lo había rechazado. Durante un rato escuchó el tintinear de cascabeles del trineo; luego sonrió un poco mientras reflexionaba sobre cómo dominaría esta noche la conversación en torno a la misma mesa en la que el joven Lorens Loewenhielm había permanecido callado.

Los grandes copos caían espesamente; detrás del trineo, el rastro se borraba con rapidez. El general Loewenhielm iba sentado sin moverse al lado de su tía, con la barbilla hundida en el grueso cuello de piel de su abrigo.