VIII

El himno

El domingo por la mañana empezó a nevar. Los copos blancos caían rápidos y espesos; los pequeños cristales de las ventanas de la casa amarilla quedaron embadurnados de nieve.

A primera hora de la mañana, un mozo de Fossum trajo a las dos hermanas una nota. La anciana señora Loewenhielm todavía residía en su casa de campo. Ahora tenía noventa años, estaba sorda como una tapia y había perdido el sentido del olfato y del gusto. Pero había sido una de las primeras seguidoras del deán, y ni sus achaques ni el viaje en trineo le impedirían ir a honrar la memoria del Maestro. Ahora bien —decía—, su sobrino el general Lorens Loewenhielm, había llegado inesperadamente de visita. Hablaba con profunda veneración del deán, motivo por el cual les pedía permiso para traerle con ella. Eso le haría mucho bien, ya que el querido muchacho parecía algo deprimido.

Martine y Philippa recordaron entonces al joven oficial y sus visitas; hablar de viejos tiempos felices les alivió su presente ansiedad. Contestaron que el general Loewenhielm sería bien recibido. Llamaron también a Babette y le informaron que ahora serían doce a cenar; añadieron que su último invitado había vivido en París varios años. Babette pareció encantada con la noticia, y les aseguró que había comida suficiente.

Las anfitrionas hicieron sus pequeños preparativos en el cuarto de estar. No se atrevieron a poner los pies en la cocina, pues Babette había conseguido misteriosamente un cocinero de un barco del puerto —el mismo joven, se dio cuenta Martine, que había traído la tortuga— para que le ayudase en la cocina y a servir; y ahora la mujer morena y el muchacho pelirrojo, como una bruja y su espíritu familiar, habían tomado posesión de estas regiones. Las dos hermanas no sabían qué fuegos ardían o qué calderos borboteaban allí desde antes del amanecer.

La mantelería había sido mágicamente planchada, pulida la vajilla y traídos vasos y frascos sólo Babette sabía de dónde. Como la casa del deán no tenía doce sillas, habían trasladado al comedor el largo sofá de crin de caballo; y el salón, poco amueblado de por sí, parecía ahora extrañamente desnudo y grande sin él.

Martine y Philippa hicieron cuanto pudieron para embellecer los dominios que les había dejado. Fueran cuales fuesen las vicisitudes que aguardaban a sus invitados, en todo caso no pasarían frío; durante todo el día las dos hermanas estuvieron alimentando la vieja e imponente estufa con leños de abedul. Pusieron una guirnalda de enebro alrededor del retrato de su padre, colgado en la pared, y encendieron velas en la pequeña mesita de trabajo de la madre, debajo de él; quemaron ramitas de enebro para perfumar la habitación. Entre tanto, se peguntaban si llegaría el trineo de Fossum con este tiempo. Al final se pusieron sus mejores y viejos vestidos negros y los crucifijos de oro de su confirmación. Se sentaron, plegaron sus manos en el regazo y se encomendaron a Dios.

Los viejos Hermanos y Hermanas llegaron en pequeños grupos y entraron en la habitación lenta y solemnemente.

Esta habitación baja, con el piso desnudo y escaso mobiliario, era cara a los discípulos del deán. De ventanas para afuera, se extendía el ancho mundo. Visto desde aquí, ese mundo, con su blancura invernal, estaba siempre preciosamente bordeado de rosa, azul y rojo gracias a la hilera de jacintos de los alféizares. Y en verano, cuando las ventanas se abrían, el mundo tenía un marco de muselina blanca que tremolaba blandamente.

Esta noche, los invitados fueron recibidos en el umbral por un calor y un olor agradables, y miraron el rostro de su querido Maestro rodeado de enebro. Sus corazones se ablandaron igual que los dedos entumecidos.

Un hermano muy viejo, tras unos momentos de silencio, atacó con voz temblona uno de los himnos del maestro:

Jerusalén, mi hogar feliz,

Nombre siempre caro a mí…

Una tras otra, se unieron las demás voces: las voces inseguras y débiles de las mujeres, los gruñidos profundos de los Hermanos, antiguos marineros y, por encima de todas, el timbre claro de soprano de Philippa, un poco gastado por los años, pero todavía angelical. Inconscientemente, el coro se cogió la mano. Cantaron el himno hasta el final, pero no consintieron en dejarlo ahí, y siguieron con otro:

No te atribules ansioso

por la comida y la ropa.

Algo tranquilizadas con esto las dueñas de la casa, las palabras del tercer versículo:

¿Darías a tu hijo una piedra,

un reptil para comer?…

le llegaron a Martine directamente al corazón y le infundieron esperanzas.

En medio de este himno, se oyeron cascabeleos en el exterior: los invitados de Fossum habían llegado.

Martine y Philippa salieron a recibirles y les pasaron al salón. La señora Loewenhielm, con la edad, se había vuelto pequeñita, con la cara descolorida como un pergamino, y muy sosegada. A su lado, el general Loewenhielm, alto, ancho y rubicundo, con su uniforme flamante y el pecho cubierto de condecoraciones, se contoneaba y resplandecía como un ave ornamental, un faisán dorado o un pavo real, en esta apacible asamblea de grajos y cuervos negros.