Una carta de París
Quince años más tarde, una lluviosa noche de junio de 1871, la cuerda de la campanilla de la puerta recibió tres tirones violentos. Las dueñas de la casa abrieron a una mujer voluminosa, morena, mortalmente pálida, con un lío en el brazo, la cual se les quedó mirando, dio un paso y se desplomó en el umbral presa de un mortal desmayo. Cuando las asustadas damas consiguieron que volviese en sí, y se hubo incorporado, les lanzó una mirada con sus ojos hundidos, y sin decir una sola palabra, hurgó en sus ropas mojadas, extrajo una carta y se las tendió.
La carta iba dirigida a las dos, pero estaba escrita en francés. Las dos hermanas juntaron sus cabezas y la leyeron. Rezaba así:
«¡Mis queridas señoras!:
¿Se acuerdan de mí? ¡Ah, cuando pienso en ustedes, siento el corazón inundado de lirios silvestres de los valles! ¿Podrá el recuerdo de la devoción de un francés inclinar sus corazones a salvar la vida de una francesa?
La portadora de esta carta, Madame Babette Hersant, al igual que mi hermosa emperatriz, ha tenido que huir de París. La guerra se ha desatado en nuestras calles. Las manos francesas han derramado sangre francesa. Los nobles communards, al levantarse en defensa de los Derechos del Hombre, han sido aplastados y aniquilados. El esposo y el hijo de Madame Babette, eminentes peluqueros los dos, han muerto. Ella misma fue detenida por pétroleuse(palabra empleada aquí para designar a las mujeres que pegan fuego a las casas con petróleo) y ha escapado por los pelos de las sangrientas manos del general Galliffet. Ha perdido cuanto tenía y no se atreve a permanecer en Francia.
Tiene un sobrino que va de cocinero en el barco Anna Colbioernsson, con destino a Cristianía (que es, creo, la capital de Noruega), el cual tiene una oportunidad de embarcar a su tía. ¡Se trata de su último recurso!
Sabedora de que yo visité una vez ese magnífico país que tienen ustedes, acude a mí, me pregunta si hay buena gente en Noruega, y de ser así, me pide que le proporcione una carta para esas personas. Las dos palabras, «buena gente», traen inmediatamente a mis ojos la imagen de ustedes, sagrada en mi corazón. Se las envío. No sé cómo irá de Cristianía a Berlevaag, ya que he olvidado el mapa de Noruega. Pero es francesa, y como descubrirán por ustedes mismas, aún le queda capacidad para desenvolverse, dignidad y auténtico estoicismo.
La envidio en su desesperación: va a ver el rostro de ustedes.
Cuando le den misericordiosa acogida, mándenme a Francia un pensamiento misericordioso.
Durante quince años, señorita Philippa, he lamentado que su voz no llenara el gran Teatro de la Ópera de París. Cuando esta noche pienso en usted, sin duda rodeada de alegre y adorable familia, y en mí, gris, solo, olvidado de quienes en otro tiempo me aplaudieron y adoraron, me digo que quizá ha elegido usted el mejor papel en esta vida. ¿Qué es la fama? ¿Qué es la gloria? ¡La tumba que nos espera a todos!
¡Sin embargo, mi malograda Zerlina, sin embargo, soprano de las nieves!… Mientras escribo esto, siento que la tumba no es el final. Sin duda oiré otra vez su voz en el Paraíso. Allí cantará, sin temores ni escrúpulos, como Dios quiso que cantara. Allí será la gran artista que Dios quiso que fuera. ¡Ah, cómo embelesará a los ángeles!
Babette sabe cocinar.
Les ruego, señoras, que se dignen a recibir el testimonio de gratitud de éste que en otro tiempo fue su amigo,
Achille Papin.»
Al final de la página, a modo de postdata, venían pulcramente escritos los dos primeros compases del dúo de Don Giovanni y Zerlina.
Hasta ahora, las dos hermanas sólo habían tenido a una pequeña sirvienta que les ayudaba en la casa, comprendiendo que no podían permitirse mantener una ama de llaves madura y experta. Pero Babette les dijo que ella serviría a la buena gente de Monsieur Papin sin cobrar salario alguno, y que no serviría a nadie más. Si la rechazaban, se moriría. Babette permaneció en casa de las hijas del deán doce años, hasta la época de este relato.