CAPÍTULO XXVII

POR LA PUERTA GRANDE

UN DÍA, UNO CUALQUIERA del mes de marzo de 1954, fui metido en un vagón-hospital para iniciar un nuevo traslado de «repatriación». El hecho carecía de novedad y de interés. Cuando salimos de Oranque, haría ya siete largos años, camino de Potma y del infierno de Jarkof, ¡también nos dijeron que íbamos a ser repatriados! Para mí, dado el estado de extrema postración y debilidad en que me encontraba, el viaje representaba una molestia más. Hacía ya un año que había muerto Stalin. Desde entonces, traslados de repatriación habíamos tenido tres: de Rewda a Cherbacof, de Cherbacof a Vorochilograd, y este último, en el que ahora nos encontrábamos.

Cruzamos el Nieper muy próximo ya a su desembocadura. Estábamos en plena época de los deshielos y grandes icebergs se deslizaban lentos, arrastrados por la corriente. Al quinto día de viaje el olfato nos anunció inequívocamente la proximidad del mar. El tren disminuyó la velocidad de su marcha y en proporción inversa comenzaron a acelerarse nuestros corazones. En el vagón se hizo de pronto el silencio. Se diría que un ángel misterioso hubiera iniciado un diálogo con cada uno, abstrayéndole, abstrayéndonos de toda conversación. Como si nuestros muertos (los que no sabíamos muertos) nos hablaran en voz baja y nos sonrieran.

(¿Será posible, Dios mío —me dije—, lo que me está gritando la sangre? ¿Será verdad lo que intuyen mis sentidos?).

El tren, muy lentamente, comenzaba a entrar en el puerto de Odesa. El corazón quería escapárseme del pecho, salirse de mí y correr delante de la máquina.

Al fin, un frenazo; el choque, en cadena, de los vagones al pararse y la leve inercia de nuestros cuerpos hacia delante.

Cuando pusimos pie en tierra, ya dentro del puerto, pues el ferrocarril se habla adentrado hasta los muelles, un barco limpio, blanquísimo, estaba amarrado ante nosotros. En letras grandes y negras llevaba un nombre al costado: Semíramis. Apenas oíamos las voces de los rusos mandándonos formar, cursando órdenes, confrontando nuestros nombres con el de las listas que llevaban. Todo nuestro ser estaba pendiente de la suavísima vibración del buque aquel y del vapor —como un aire con ínfimas olas transparentes— que salía por la boca de su chimenea quebrando la quietud del cielo. De pronto una bandera comenzó a izarse en el pabellón más alto. Era una bandera blanca con la mancha roja de una gran cruz…

—La Cruz Roja —dijo alguien muy bajo—. Es la bandera de la Cruz Roja…

Sentí un calor muy suave que me subía al rostro, temblándome la sangre, desbordándose por los ojos y corriendo por las mejillas. Apoyé mis brazos en los hombros de los soldados más próximos, pues mis piernas comenzaban a temblar y no me sostenían. En torno mío varios soldados, palidísimos, lloraban. No he visto nunca seres más pálidos que aquéllos. Parecían muertos de pie. No había gritos ni abrazos. Lloraban en silencio, mansamente, incapaces de pronunciar palabra alguna. De pronto la larga columna humana (pero… ¿estábamos formados? ¿Quién y en qué momento nos habla formado?) se estremeció toda ella de la cabeza a la cola y se puso en marcha. A través de dos rusos que iban pronunciando nuestros nombres, fuimos pasando uno a uno y alcanzando la pasarela que unía la cárcel infinita con la nave de la libertad.

En cubierta una mujer francesa, distinta a todas las mujeres que habíamos visto en los últimos once años, iba confrontando en una lista nuestros nombres. Anotaba una cruz y sonreía uno por uno, a los que entraban en sus dominios, con un gesto lleno de compasión y de bondad. Tendría unos cincuenta años, el pelo cano, los ojos muy claros. Iba levemente maquillada. Vestía un traje sastre, azul, y sobre el pecho llevaba la insignia de la Cruz Roja. Nunca olvidaré aquella bondad que derramaban sus ojos, contagiando a los libertos su confianza y su fe. Pocos minutos después preguntó por mí. Quería saber si yo era realmente el capitán Palacios.

—Tengo órdenes —me dijo— de no zarpar sin usted.

—Pues yo mismo soy yo mismo —dije trabucándome—. ¡Zarpe usted, por favor!

Notamos de pronto un suave balanceo.

—Ya han levantado la pasarela, mi capitán…

Los soldados hablaban muy bajo, casi en secreto, como con temor a ser oídos.

—¡Ya han soltado las amarras!

—¡Ya levan anclas!

Suavemente el buque comenzaba a separarse del muelle. Primero fue una franja casi imperceptible de mar. Después se fue ensanchando y el muelle, de pútrida madera, separándose de nosotros como si fuera él quien se apartaba. Y era cierto, ¡cierto, Dios mío! Era Rusia que se alejaba, que se desgajaba de sus presas. De pronto un mugido tremendo rasgó los aires. El barco salía por la bocana del puerto. Por segunda vez ululó la sirena. Fue un grito imponente, como si el barco hablara por nosotros mismos. Después, otro. Sin poder contenernos, sin que nadie diera la consigna de hacer aquello, subimos a la cubierta.

No hacía todavía unos minutos que un soldado, palidísimo y con una expresión indescriptible de angustia, me había dicho:

—¡No me fío, mi capitán, no me fío! Ésta es una nueva maniobra…

Y es que nuestros cerebros y nuestros corazones, macerados como estaban por el dolor, parecían refractarios para la alegría, incapaces de aceptar la más mínima porción de felicidad. Hasta que las sirenas nos despertaron del letargo. Comenzamos entonces, como nuevos Lázaros, redivivos, a salir de nuestros escondrijos, a hablar en voz baja, poblando la cubierta. Cuando al fin la idea de la libertad se abrió paso en nuestras mentalidades, todavía lentísimas y torpes, todos a uno, como si respondiéramos a un resorte instintivo, a un movimiento común, nos arrancamos las gorras soviéticas, que acababan de darnos para el transporte, y haciendo con ellas símbolos del cautiverio, las lanzamos al agua. Ésta se puso negra y las gaviotas comenzaron a revolotear encima, curiosas por saber qué eran aquellos instrumentos que habían poblado repentinamente el mar.

* * *

¡Qué difícil me resulta escribir estas líneas! He de hacer un imposible, casi doloroso esfuerzo mental, para desdoblar el curso paralelo de dos relatos: el de cuanto acontecía en torno mío y el que fluía torpe, dificultosamente, dentro de mí. En realidad, si he de ser sincero, yo no sé si los recuerdos que guardo del viaje de regreso son radicalmente míos, impactos en mi memoria de episodios realmente vividos por mí, o los he ido componiendo después con retazos de vagas impresiones personales y relatos lejanos. Es como si en un muerto renaciera de pronto la sensibilidad y comenzara a percibir en torno suyo rumores y reflejos. No sabría nunca cuáles pertenecían aún al mundo de las sombras y cuáles eran ya fruto de su actividad consciente.

En aquella resurrección nuestra, el Semíramis era la barca de Caronte al revés, o el buque del Viaje infinito, la gran comedia de Sutton Vane, viajando entre las dos orillas de la vida y de la muerte.

Guardo la noticia remota de la primera onda europea de radio, captada por el receptor del barco, al servicio de los viajeros. Era Radio París. Guardo el vestigio —también remotísimo— de un soldado, gritando, por los pasillos: «¡París, París!», para que se acercaran sus compañeros a oírle. Y al preguntarle yo qué tenía él que ver con París, cuando siempre hablaba mal de los franceses me contestó: «Yo, en Galicia, iba todos los domingos desde mi pueblo al pueblo vecino nada más que para pitar a su equipo de fútbol y hacerle perder. Pues si oigo la radio del pueblo vecino· me echo a llorar ahora mismo de alegría». Y es que los broncos soldados lugareños habían adquirido conciencia de europeidad.

También recuerdo, con la impresión de lo que no se sabe si se ha vivido o soñado, la sonrisa franca, abierta, sin odio, de un desertor que hasta el último instante había conservado un enorme cuchillo escondido entre sus ropas para defenderse, pues los rusos habían dicho, en su última campaña desplegada, que yo había dado orden de matarlos apenas salieran de las aguas territoriales. ¡Qué lejanos me parecían aquellos días, tan recientes, en que la Policía soviética del Partido, descontenta con la orden gubernamental de repatriación, había hecho lo indecible para que cuantos fueron débiles o traidores, cuantos habían intervenido por hambre en los famosos grupos artísticos de Jarkof, y habían actuado como testigos de cargo contra nosotros, se quedaran voluntariamente en Rusia!

Toda mi actuación anterior durante el cautiverio, en que no hice otra cosa que cumplir lisa y honestamente con mi deber, la cambiaría por la de estos días en los que empeñé mis fuerzas y mi salud por rescatar físicamente, corporalmente, a estos pobres hombres para la paz de sus tierras y de sus hogares. «Perdón para todos» había sido mi consigna. Y uno a uno los fui llamando para animarles, alentarles.

«¡Os van a ahorcar en las plazas públicas!», decían los agentes comunistas. Y uno de ellos exclamó: «Prefiero morir en España que vivir en Rusia». Y allí estaban ahora muchos de ellos, serenamente apoyados sobre la borda de cubierta, mirando cómo el tajamar de proa rompía las olas abriéndose un camino entre la espuma: Junto a ellos, los pilotos aviadores, retenidos quince años en la U. R. S. S.; los marineros mercantes, diecisiete años secuestrados; un pequeño grupo de los que, siendo niños, fueron transportados a Moscú para unas vacaciones dieciocho años atrás… y los bravos soldados, ya peinando canas, de la División.

Me acerqué a uno de los «niños».

—¿Qué edad tenías al llegar a Rusia?

—Siete años.

—¿Y ahora?

—Veinticinco.

—¿Recuerdas algo de España?

—Nada.

—Y tus padres, ¿los recuerdas?

—No.

—¿Nada?

—Nada… Bueno, sí… —añadió azorado—. Recuerdo la voz de mi madre.

Hubo un silencio.

—¿Y recuerdas lo que te decía?

—No. No lo recuerdo…

Estaba empezando a anochecer. La costas de Turquía, salpicadas de minaretes y fortalezas antiguas, se estrechaban sobre nosotros hasta el punto que parecía íbamos a rozar la tierra por ambos costados.

—Este brazo de mar —me dijo— es más estrecho que el Volga…

—Estamos en el Bósforo —aclaré.

—¿En dónde?

—En el Bósforo.

—¡Ah!

Guardamos largo rato silencio. ¿Cómo sería su mentalidad? ¿Cuál sería su educación? Quería hacerle una pregunta clave. Al fin le interrogué.

—Oye, muchacho, ¿tú crees en Dios?

Me miró sorprendido.

—¿En quién?

En la costa, miles y miles de lucecitas comenzaron a encenderse.

Horas después parecía que el firmamento todo, con sus estrellas, hubiera caído sobre el mar, llenándolo de reflejos. Estábamos entrando en aguas de Estambul.

* * *

A las nueve y media de la noche un trueno ensordecedor hizo vibrar los cristales de todo el buque. Se diría que la santabárbara de un guardacostas vecino hubiera estallado; tal fue el estampido de un grito tremendo lanzado por los repatriados en cubierta. Una lancha motora, salida del puerto de Estambul, venía a nuestro encuentro con un grupo de españoles presidido por el embajador de España: heraldos todos ellos de la Patria para darnos el primer abrazo del retorno. Subieron a cubierta y la tropa estuvo a punto de malherirlos, tal fue el entusiasmo con que les recibieron. Veinte minutos después a duras penas pudieron llegar al recinto cubierto donde los oficiales cuadrados muy solemnemente, les esperábamos. El embajador de España en Estambul nos dio uno a uno la mano y después nos abrazó…

—Recibid —nos dijo— el primer abrazo de España.

Estaba muy emocionado. La voz le temblaba al hablar.

Nosotros no sabíamos quién era nadie. Después supimos que los recién llegados, presididos por el embajador, señor Fiscowich, eran el director de Política Europea, señor Aniel-Quiroga; el delegado español en la Cruz Roja Internacional, duque de Hernani; el coronel G. del Castillo; el delegado nacional de excombatientes, teniente coronel García Rebull; el médico de la Armada señor Belascolaín; el doctor Nogueras, jefe de los Servicios Facultativos de la Cruz Roja; el padre lndalecio y el padre Caballero, «paters» que fueron de la División Azul; el inspector de Policía señor Armero y los periodistas Adolfo Prego, de la Agencia Efe; José Luis Castillo Puche, de la Dirección General de Prensa; Bartolomé Mostaza, de la Editorial Católica y La Vanguardia, de Barcelona; Salvador López de la Torre, de Arriba, y Torcuato Luca de Tena, de ABC.

Al pronto nos parecieron seres extraños. Hablaban muy alto y gesticulaban mucho. Nosotros les parecimos Lázaros resurrectos. Decían que no nos entendían, pues hablábamos muy bajo, como con miedo de oír nuestras voces, y que no movíamos los labios al hablar.

Entonces supe que mi padre había muerto ocho años atrás.

Hora y media después, el buque, anclado en el Bósforo frente a Estambul, parecía vacío: tal era el silencio que lo envolvía. Los soldados, sentados sobre cubierta, apoyados unos sobre las espaldas de otros, escribían a los suyos la primera carta después del cautiverio. Sólo se oía el teclear de las máquinas de los periodistas transmitiendo a sus diarios o agencias las primeras impresiones del encuentro.

¡Con qué emoción leerían los nuestros aquellas líneas!

«¡Vuelven tal como se fueron! Éste, con su acento gallego; aquél con el deje inocultable del canario, del mallorquín o del vasco, con una dosis formidable de buen humor y con toda la sencillez y modestia de quienes no necesitan fingir fanfarronamente imaginadas heroicidades. Su espíritu ha sido absolutamente impermeable a cualquier influencia. Vuelven como se fueron. Esto es lo primero que me piden insistentemente que diga en esta crónica, y de lo que yo, por haberlo comprobado, doy fe.

»Las madres, las esposas que dentro de pocas horas verán hecho realidad el que parecía sueño imposible, no abrirán las puertas a un extraño, a un hombre cambiado, a un espíritu nuevo encarnado en el cuerpo antiguo del que se fue. Vuelven como se fueron. Ésta es, a mi entender, la más importante de las noticias de las que, atropelladamente, y sin tiempo de coordinar las ideas, voy escribiendo. Vuelven como se fueron, quizá con más arrugas en la frente y canas en las sienes, pero con su acento peculiar, con su temperamento idéntico, con sus recuerdos vírgenes. Y si alguna variación ha habido en ellos, es sólo la de saber gritar ¡Viva España! con una profundidad, con un ardor, con un estremecimiento tal como se puede comprobar sin acertarlo a describir. Como lo hicieron, en fin, llenando con sus ecos de estupor el Bósforo, cuando el embajador de España, las lágrimas en los ojos, subió la escalerilla del barco para darles en nombre de la Patria, el primer abrazo del retorno»[14].

Apenas el embajador hubo dejado el Semíramis, yo me acosté y permanecí en la cama, salvo brevísimas escapadas, hasta el amanecer del último día. Era preciso estar fuerte para el momento tan esperado y tan temido del encuentro con la vida. Mucho fue lo que sufrimos en los últimos doce años. La ciencia no ha encontrado aún termómetros para medir el dolor, pero dudo que exista una comunidad de hombres blancos en nuestro siglo que haya sido víctima de tantos, tan continuados y tan hondos sufrimientos morales y físicos como los de este grupo de premuertos que viajábamos ahora hacia la orilla de eso… ¡nada más que eso!… la vida… ¿Cómo explicar aquella sensación de inquieta placidez, de alegre tristeza · que me invadía a medida que el Semíramis rebasaba las costas de Grecia, alcanzaba las de Sicilia y se adentraba por mares que ya tenían el mismo color y la misma luz que los nuestros? ¡Como esas semillas que germinan milagrosamente después de varios siglos, al tomar contacto de nuevo con la tierra, el agua y el sol, yo percibía en mi sangre y en mi cerebro cómo la vida iba renaciendo dentro de mí! ¿Viviría aquella muchacha de ojos negros que conocí en mis tiempos de estudiante de Medicina, aquélla que tenía por nombre como un símbolo lo que la vida me había negado siempre; aquélla que se llamaba Paz?

Este pensamiento se convirtió muy pronto en una obsesión. No había duda, ¡era la vida que renacía en mí, repitiendo el milagro de las semillas!

El proceso de readaptación en mis compañeros era muy semejante al mío. A veces, con los nervios, se oían gritos desgarradores. Los soldados, con los nervios rotos, soñaban con escenas vividas años, meses o simplemente semanas atrás. También una vez yo me llevé un susto, y de los gordos. Llegué a creer que una flotilla de submarinos rusos había cercado al Semíramis y le obligaba a variar de rumbo. Fue una mañana, casi al amanecer del 2 de abril. El bueno de Victoriano Rodríguez, sin llamar a la puerta ni pedir permiso para entrar, se precipitó en mi camarote, la cara desencajada, los ojos a punto de llorar y sin decir otra cosa que: «Mi capitán, mi capitán, salga, salga…».

—¿Qué te pasa, Rodríguez?

No podía pronunciar palabra, tal era la emoción que algo, que yo ignoraba, le producía.

—Salga…, salga…

Salí tras él, y al doblar el segundo pasillo tuve que detenerme y apoyarme contra la pared, pues todo el cuerpo se me dobló ante la inesperada emoción. La radio, puesta por los soldados al máximo de su potencia, entonaba solemnes, lentos, tremendos, los compases del himno nacional. ¡Por eso, me llamaba Victoriano Rodríguez! Logré sobreponerme y, en posición de firme, la cabeza muy alta, respirando hondo para deshacer la congoja que como una mano crispada me atenazaba el pecho, escuché hasta su término las notas dulcísimas y marciales de la Marcha Real de mi infancia y mi primera juventud: el himno nacional de la guerra y de la paz. Salí a cubierta para airearme.

El día era glorioso. Se diría que la naturaleza se había esforzado en colaborar en nuestro propio alborozo; que se había vestido de gala para presenciar el encuentro; que había prestado su mejor transparencia al aire para que divisáramos antes las costas tantos años soñadas. Los soldados se sentían desbordados por aquel caudal de luz y de color. Y es que en el aire, y en la transparencia dicha, y en el color increíble del mar, y hasta en la brisa que venía desde tierra a nuestro encuentro, había, tanto como en nosotros mismos, un alborozo infinito de resurrección.

Radio Barcelona se oía perfectamente, los soldados se mantenían apiñados junto al receptor o bajo los altavoces que daban a cubierta escuchando la emisión de música popular que nos dedicaba. España se acercaba a cada golpe de ola. Entonces, cuando ya se adivinaba la costa, levemente velada todavía por un exceso de sol, Radio Nacional de Barcelona anunció a aquellos hombres, tremendos y sencillos, que iban a escuchar, adelantadas en el tiempo, las voces de los padres y los hijos y los hermanos que les esperaban en tierra. Nunca he sentido mayores latigazos morales azotando mis nervios, poniéndolos en tensión como arcos a punto de disparo. Había que ver aquellos hombretones tallados a martillazos por las circunstancias más duras que puede alcanzar la humana imaginación, doblarse por la congoja al reconocer la voz de los suyos.

«Atención al soldado tal», decía la radio. «Va a hablarle su padre…». Y el soldado se plantaba de un salto al lado del altavoz con una actitud que no hay pluma que la describa ni pinceles que la reproduzcan; las piernas en aspa para guardar el equilibrio, los brazos y los dedos abiertos como antenas que quisieran percibir los más pequeños efluvios, la cabeza echada hacia delante, que no hacia abajo, como si fuera a saltar sobre el altavoz y hacerlo pedazos en caso de que no surgiera por él la voz anunciada. Los segundos que transcurrían entre el aviso al soldado y las primeras palabras del ser querido se hacían eternos. Hasta que al fin una voz velada por la emoción empezaba torpemente a balbucear:

—Hijo… ¡Hijo mío!

Y el soldado, como un autómata, respondía con voz de trueno:

—¡Padre!… ¡Padre!

—Hijo…, éste es el día más grande de mi vida… Que Dios te bendiga… Aquí, a mi lado, está tu madre, que te quiere hablar…

Acto seguido se oían unos sollozos ininteligibles, y la voz del padre concluía:

—… que no te puede hablar.

Otro de los mensajes decía:

—Soy tu hermano Pablo. La víspera de que te cogieran te regalé una petaca porque era tu santo. ¿La tienes aún?

—¡Si! —gritaba el soldado.

Y todo convulso y tembloroso sacaba su petaca milagrosamente salvada de mil cacheos y requisas, y nos la enseñaba. Mejor aún, se la enseñaba al altavoz, seguro de que a través de aquella máquina que hablaba, su hermano la podría ver.

Algunos de los mensajes eran patéticos.

—Pero si yo no tengo a nadie —decía un repatriado, estupefacto al oír, junto con su nombre, la noticia de que alguien le iba a hablar. Y una voz de mujer:

—Soy Marta. Tú no me conoces. Soy la viuda de tu hermano Luis, que murió hace ocho años. A su lado aprendí a quererte como a un hermano. Nuestro hijo mayor se llama como tú.

Y aquéllos que no fueron vencidos por las privaciones, el hambre, las persecuciones; los que retaron a Makaro en Borovichi y a Duetginov en Rewda; hombres entre los hombres, valientes donde los haya, estaban ahora doblados —no metafórica, sino físicamente doblados—, encorvados por los sollozos.

Yo no sé qué entraña reacción psíquica movía a la mayoría de los que oyeron la voz de los suyos a dialogar con ellos, sin pararse a pensar si éstos les oían o no. Uno de los camareros griegos del barco me hizo esta observación.

—¿Se ha fijado?… ¡confunden la radio con el teléfono!

—No lo confunden… —respondí—. ¿O es que acaso usted no cree que le han oído los de Barcelona? ¡Claro que le han oído! ¡Ese padre ha tenido que oír cómo su hijo le respondía!

El camarero debió pensar que yo estaba loco de remate, pero un soldadito andaluz terció dándole la explicación definitiva.

—Ya sabemos que esto no es una emisora… Pero ¿y los ángeles? ¿Para qué diablos cree usted que sirven los ángeles?

Y describió con un gesto, que envidiaría al mejor actor, a toda la corte celestial haciendo un puente aéreo para trasladar a tierra las voces de los resucitados.

Hubo madres que tuvieron coraje y consiguieron hablar, la voz entrecortada, para sus hijos. Pero el momento de mayor emoción colectiva fue el de la hija, la única hija (creo) que habló.

—Papá, ya verás ahora qué feliz vas a ser… Mamá está aquí, pero no puede hablarte… No hemos dejado ni un día de rezar por ti… Mamá está muy guapa… Ya verás. Y yo también…

El aludido, al apartarse del altavoz, sufrió un desvanecimiento, y al reponerse (¿cómo puede expresarse todo esto con palabras?), entre las nieblas del despertar, creía que ya estaba en su casa. Hubo que desengañarle diciéndole que aún faltaban unas horas, pero que ya se veía, gloriosa de luz, la costa en el horizonte.

Y es que aquéllos que se resistieron con fortaleza infinita a ser vencidos por la muerte, se dejaban ahora, con total mansedumbre, vencer por la ternura.

El Semíramis disminuyó la marcha; las hélices perdieron velocidad. La costa, radiante de sol, se perfilaba nítida y perfecta frente a nosotros. Minutos más tarde, Barcelona, engalanada y bellísima, estaba ya encima. La estatua de Colón, con su gran dedo apuntando al mar; las agujas de la Sagrada Familia, de Gaudí; el perfil de la catedral gótica; el palacio de la Exposición, iban siendo reconocidos por los repatriados catalanes, que lo explicaban, alborozados, a sus compañeros. Las gaviotas, en número incalculable, habían salido a nuestro encuentro y rodeaban el Semíramis, dándole, respetuosas, escolta de honor. Ellas fueron las primeras en llegar, pero tras ellas, a medida que nos acercábamos, vimos un mundo infinito de chalupas, piraguas, canoas, balandros, embarcaciones de todo tipo movidas a remo, a viento, o a motor que se acercaban a nosotros en santa misión de abordaje. Fue una hermosísima avalancha de voluntarios «embajadores de complemento» que se le escaparon a España, y, probablemente, a las autoridades portuarias, como heraldos impacientes de la ciudad de Barcelona.

Cuando al fin el buque dobló por la boca del puerto, era tal la multitud que ocupaba el malecón, las rocas, el muelle, los tejados, las terrazas, que no se veía la tierra bajo tan estupendo hormiguero. Un tremendo alarido de la muchedumbre se confundió entonces con las salvas de los cohetes, el repicar de las campanas y el latido, más fuerte que todo, de nuestros propios corazones.

Ya dije más arriba que era muy difícil para mí narrar lo que ocurría en torno mío y lo que acontecía dentro de mí. El buque, a medida que avanzaba lentamente, como un rompehielos, entre aquella masa de embarcaciones que le rodeaba, parecía un manicomio flotante. Soldados había que pegaban saltos de un metro de altura una y otra vez, sin una razón inmediata que lo motivara; otros se colgaban de los cables o trepaban por los palos, o paseaban a sus más íntimos a hombros. Los más gritaban, gritaban, presas de un frenético entusiasmo, de un delirio colectivo, colgados como racimos del punto del barco que estuviera más próximo a tierra. Yo, en cambio, estaba como adormecido para toda manifestación exterior. Una intensa placidez me invadía; la sangre corría por mis venas acelerada, pero sin turbarme. Una grande, hermosa, balsámica serenidad me llenaba de paz y de quietud interior.

Junto a mí se detuvo un soldado, apoyándose en la baranda. Iba hablando solo, como si hubiera perdido el juicio. Lloraba de alegría, reía, se mordía las uñas. Le recordé siete años atrás. ¡Nunca un hombre, al filo de una frase, pudo hacerme más daño del que él me hizo! Fue en Jarkof, en 1947…

—Todos los prisioneros han sido repatriados, todos, salvo nosotros —me dijo—. ¡Y usted tiene la culpa!… ¡Usted, que nos ha obligado a enfrentarnos con los rusos! ¡Muchas gracias, capitán Palacios!

Fue un mazazo en el pecho el que recibí al oírle. Porque él no era de los traidores, sino de los buenos…

Muy suavemente, doliéndome cada palabra, le respondí:

—Yo no sé si moriremos todos en Rusia; puede que sí… Pero acuérdate de esto. Si algún día regresas conmigo a España, no entraremos por la ratonera. Entraremos por la puerta grande.

Ahora, al cabo de los años, el destino nos volvía a juntar. Le agarré de un brazo y tuve que elevar la voz para hacerme oír, entre el repicar de las campanas, las sirenas del puerto, los estampidos de los cohetes y los vivas ininterrumpidos de la masa enfebrecida que nos esperaba en el muelle.

—¿Te acuerdas? —le dije—. ¡Ésta es la puerta grande que te decía en Rusia!

Con los ojos arrasados por las lágrimas, se volvió a mí y me sonrió. No me dijo nada, ni hacía falta que lo dijera.

Vertiginosamente, sobre aquel fondo de apoteosis, comenzaron a desfilar dentro de mí momentos cumbres del cautiverio. La larga columna de heridos tropezando sobre la nieve, avanzando a golpes de culata hacia la cárcel infinita; el primer interrogatorio en Kolpino, cuando me negué a declarar desnudo, porque aquello atentaba contra mi dignidad; el diálogo con el general cortés, la primera celda, el cruce del Ladoga a 40 grados bajo cero. ¡Cheropoviets, con sus caníbales blancos!; Suzdal, con los italianos —los que descubrían frescos bizantinos en las paredes de su cárcel; los que morían por descubrir una flor—; el ángel sin piernas, a saltos de batracio, murmurando tras nuestras rejas la Canción del legionario; mi negativa a trabajar ante los perros y las metralletas…; el encuentro en Oranque con los rojos españoles; su huelga y mi escrito a Moscú defendiéndoles…

Dicen que en los minutos que preceden a la muerte todo el pasado se derrama sobre el hombre. De mi sé decir que esto ocurre también en las muertes al revés, al renacer a la vida.

Recordé Potma, cuando me arrancaron la bandera de la manga y lancé al suelo la guerrera, diciendo: «¡Así ya no la quiero!».

Recordé Jarkof, la huelga de hambre, la conspiración para eliminarme, la muerte de Molero, el sabotaje contra el grupo artístico. Y el proceso: «No nos engañemos… Hoy estáis juzgando aquí la lealtad a la Patria, la fidelidad al jefe, el respeto a las ordenanzas…». Y la cárcel de Catalina. Y a Sergieff, colosal. Y la voz de la invisible Tatiana. Y Ohrms; y Borovichi. Recordé a Victoriano Rodríguez escalando de noche la celda de Castillo para darle de comer; y a Castillo al noveno día de su huelga. Y mi robo de la correspondencia. Y las cartas a Vichinsky… Y el episodio numantino de la huelga en el campo vecino… Y Rewda, donde los soldados me pusieron en libertad; y Cherbacof, con la muerte rondándome la plaza…

Y a medida que los recuerdos se agolpan en mí, una paz infinita, una morbosa serenidad, una quieta satisfacción me envolvía… y me arropaba, traspasándome en pura, ingenua, total felicidad…

¡Qué estremecedoramente hermosa fue la puerta grande de Barcelona! ¡Qué tremendo recibimiento el de esta nobilísima ciudad! Todavía no habíamos doblado, como hicimos más tarde, la rodilla ante la Virgen de la Merced, Patrona de los cautivos, sobre las mismas losas en que se arrodilló Cervantes al ser liberado de sus cadenas. Todavía no habíamos recorrido las calles, como haríamos minutos después, viendo a las madres con sus pequeños en brazos metiéndolos por las ventanillas del coche para que nos tocaran… Todavía, la multitud dislocada, sin más orden ni concierto que el que le incitaba la propia pasión del encuentro, no se movía en peligrosas oleadas ante la escalerilla por donde descenderían los primeros repatriados; ni la cadena que los Guardias de Seguridad intentaron establecer a la muchedumbre había sido desbordada. Ni mis compañeros de viaje habían caído todavía en aquel mar de efusión donde serían arrastrados en volandas por los suyos hasta donde hubiera espacio suficiente para abrazarse y darse a conocer. Allí estaban la novia de los once años de espera y la madre anciana, y la hija crecida y hecha mujer en ausencia del padre, y los hermanos orgullosos y las mujeres que vistieron, sin serlo, tocas de viuda. Los soldados repatriados caerían bien pronto en sus brazos, queriendo recuperar las caricias perdidas, revivir los momentos no vividos…

El barco estaba a punto de atracar. Aún no había visto yo, entre la multitud, emerger un cartel con mi nombre y el de mi tierra. Minutos después lo vería oscilar sobre las cabezas de los más próximos, enarbolado por mis hermanos, aquellos junto a los que recibí, en Potes, mi primer bautismo de fuego…

Todo esto: el abrazo entrañable, estrecho, apretado, con los hombres de mi sangre; el recuerdo al padre fallecido en mi ausencia; la respuesta a mi pregunta: «¿Vive María Paz?», por la que hoy es —en la paz— mi legal y cristiana compañera; todo esto no había sido aún vivido por mí; pero estaba ya en mí, hecho anticipado presente, en ese momento patético en que el Semíramis, atraído por las estachas, chocó suavemente contra el muelle de la Patria.