¡NO ERAN FUERTES COMO TOROS!
NUEVE MÉDICOS CERTIFICARON ante el país la defunción de Stalin. Durante tres días estuvo expuesto su cuerpo en la Casa del Partido. Al tercero fue solemnemente inhumado en la Plaza Roja, en el Mausoleo de Lenin, junto a los restos del Gran Padre. Mientras en Moscú se realizaba esta ceremonia, en todas las repúblicas soviéticas, desde el estrecho de Behring hasta las costas del mar Negro, desde el Báltico hasta las fronteras de Manchuria, se guardaron tres minutos de silencio. Mi amigo el holandés Henry Claques murmuró algo al oído de un compañero durante este solemne momento de obligada mudez y fue cosido a tiros por un centinela que le sorprendió desde su garita elevada.
Fueron tres días de extraordinario rigor; homenaje póstumo a la mayor tiranía que recuerdan los siglos. Al cuarto día el panorama de la Unión Soviética se transformó. La desaparición del tirano quebró el paisaje político. Malenkof suprimió el terror como base de sustentación del régimen. Como primera medida reconoció un cierto margen de propiedad privada a los campesinos; autorizó a los obreros que eran trasladados de región a llevarse consigo a sus mujeres e hijos, suprimiendo así el crimen de romper, brusca y definitivamente, la relación familiar, como ocurría en tiempos de Stalin; suprimió las exportaciones masivas de bienes de consumo, que favorecían las importaciones de acero a costa del hambre de la población civil; transformó parte de las fábricas dedicadas hasta entonces a la exclusiva producción de material de guerra, destinándolas a la fabricación de motocicletas, bicicletas y aparatos eléctricos o mecánicos de uso doméstico; prohibió los castigos corporales, como las celdas de frío, las camisas «retorcidas» que rompían los dedos de manos y pies, o los brutales monos de goma, que se hinchaban de aire, como un neumático, produciendo tal presión sobre el cuerpo que hacía estallar las venas o quebrar la caja torácica; dictó nuevas normas para la instrucción de expedientes que llevaran anejos la pérdida de libertad y decretó una amplísima amnistía que alcanzó al 50 por 100 de la población civil prisionera.
Desde el primer instante, Malenkof hizo cuanto estuvo en su mano para que el país percibiera el cambio, no sólo por el alejamiento del espíritu tiránico, sino por mejoras prácticas y efectivas en su nivel de vida y sus costumbres.
La elección para el cargo de jefe del Soviet Supremo de un hombre como Vorochilof, representante del ala moderada de la aristocracia política, mucho más caracterizado como militar que como hombre del Partido, fue interpretada como un deseo de moderación; el encarcelamiento del ministro de Justicia y del fiscal general, por haber martirizado al grupo de médicos y catedráticos encarcelados por Stalin (a quienes hicieron firmar un hipócrita reconocimiento de haber dado muerte «científica» a prohombres del ala izquierda comunista como Sdanof y Dimitrof), como un deseo de hacer justicia; y la reposición de los médicos en sus puestos, como una victoria de la legalidad contra la arbitrariedad.
Mentiría si no dijera que la sensación de alivio que en el país y, de rechazo, en nosotros mismos produjeron estas medidas fue considerable. Durante semanas y meses, los ríos, las carreteras, las líneas férreas fueron canales de desagüe de la población rusa prisionera. Más de diez millones de hombres y mujeres rusos regresaron a sus hogares alcanzados por la amnistía. Fue un éxodo al revés, una inmigración de fronteras adentro, una fantástica dispersión de los concentrados. Desde Rewda, los españoles presenciamos el paso de trenes y caravanas de camiones repletos de libertos que regresaban de Siberia. Poco tiempo después, los prisioneros de guerra les seguimos los talones, al ser destinados a campos de reposo, con la obligación de comer, engordar, dormir y no trabajar, para estar fuertes y presentables cuando llegara la hora de ser repatriados. Querían los rusos que en nuestros países, al vernos repuestos y gordos, se dijera como en efecto se dijo, frívolamente, en algunas ocasiones: «¡No les tratarían tan mal los comunistas cuando vienen fuertes como toros!», olvidando que los que no eran fuertes como toros murieron en el cautiverio…
Francisco Alonso, de Mieres, murió en Tamboff; Salvador Amador, de Madrid, en Novi Charcof; Felipe Bernabé, de Barcelona, en Clearkor; Eustaquio Calderón, de Santander, en Vorochilograd; Pedro Candelas, de Madrid, en Odesa; Justo Callejo, de Los Corrales de Buelna, congelado en Jarkurski, Siberia; Antonio Domínguez, de Alicante, en Krasny Luch; Pablo Domínguez, de Cambarros, en Cheliabinsk; Juan José Domínguez Milán, de Alicante, en Donbas; Francisco Egido, de Plasencia, en Karaganda; Justo Fernández, de Barcelona, en Rostov; Paulino García, en un punto desconocido de la región de Vologda; Pablo García, de Madrid, en Vorochilograd; Eustaquio Guerrero, de Azuaga, en Moldavia; Pedro Gómez, de Arnedo, Logroño, en Karaganda; Pablo Herranz, de Madrid, en Cheliabinsk; Francisco Hernández, de Canarias, en Bovoroski; Antonio Mariño, de Asturias, en Krasny Luch; Francisco Marín, de San Fernando, en Vorochilograd; Antonio Mata, de Lora del Río, en Krasny Luch; Mayol, de Cataluña, en Macarino; Vicente Medina, de Guadalajara, en Krasny Luch; Paulino Moreno, de Logroño y Julián Navarro, de Ciudad Real, en Asbest Kyus; Núñez, de Valladolid, en un campo de Budapest; Antonio Paz, de Canarias, en Krasny Luch; Manuel Ramírez de Madrid, en Bovoroski; Luis Rueda, de Sevilla, y Francisco Ruiz, de Benejúzar, en Krasny Luch; Antonio Ruiz, en Macarino; Trías, de Cataluña, en Karaganda; Juan José Vázquez, en Karaganda también…
No he citado aquí a los que murieron en los campamentos de Jarkof y Cheropoviets por haberlos ya dado en sus lugares correspondientes (capítulos IV y XIV). No he citado tampoco a los prisioneros que murieron con anterioridad a nuestra captura, ni a los que, por estar heridos, fueron rematados en el campo mismo de batalla al ser hechos prisioneros, ni a los clavados con bayonetas en sus colchones —como coleópteros de una salvaje colección— que yacían malheridos en el hospital de sangre de mi sector. Entre unos y otros, aunque esta relación es forzosamente incompleta, deben citarse: el asturiano Juan Vigil; Otilio Sánchez, de Santander; los madrileños Arturo Gutiérrez de Terán, Cirilo Gaztiriam, Nicasio García, Luis Arija y Antonio Cuesta; el catalán Castelló; el gaditano Antonio Gallardo; Nicolás López, de Jaén; Francisco Naranjo, de Morón de la Frontera; Juan Salazar, Antonio Martín y Juan Vázquez, los tres de Sevilla; Leandro Cano, de Cuenca; Arturo Díaz Dancón, Mazañes y José Pérez, ambos de Isla Cristina, y Rico, de Extremadura.
Hay que citar, por último, a Antonio Domínguez, de Tarancón, que murió en Sajtijord; a mi fiel amigo Julio Sánchez, de Valverde, Cáceres, también en Sajtijord; y Felipe Víctor Estrada, de Portugalete, que no pudiendo resistir la tristeza de su vida se suicidó en Chakitil, cerca del río Don.
Fuimos, pues, trasladados, a un campo de recuperación, pero ni este deseo de que engordáramos pude yo hacer —¡qué sino el mío!— de acuerdo con la voluntad de los rusos. Mientras mis compañeros se ponían fuertes en aquel tan deseado y tan necesario reposo, yo me derrumbé físicamente, las fuerzas me abandonaron y en vez de ser trasladado de campo en campo, bien pudiera decir que lo fui de lazareto en lazareto, de hospital en hospital. La tensión, la lucha, la necesidad de mi presencia entre los soldados, habían disminuido, y quizá sólo fuera esa tensión moral, «la obligación de no morir», lo que hasta entonces me había mantenido en pie. Ahora, en cambio, atemperada la tensión, me sentía morir. Los soldados hacían largas colas en la puerta del hospitalillo para venir a verme. Como tenía una inapetencia total, me preparaban ellos mismos platos exquisitos, que cocinaban con productos comprados en la ciudad. Por no comerlos, pues mi organismo no aceptaba sino líquidos, me hacía el dormido y a veces me dormía realmente, y allí, al pie de la cama, vigilando el ritmo de mi respiración y de la fiebre, me esperaban hasta que despertaba para forzarme a comer. «¿Será verdad que nos repatrían?», me decían con la duda en los ojos. «¡Claro que sí! —les contestaba—. ¡Yo ya me veo en el vagón de regreso!». Pero se lo decía por no desanimarles. En el último escondrijo de mi sinceridad yo no creía en la repatriación. Una duda tremenda me asaltaba La tenía incrustada en el cerebro y me desvelaba de noche entre las fiebres. Malenkof habla decretado la repatriación…, pero… ¿duraría mucho tiempo Malenkof en el poder? De la misma manera que la muerte de Stalin transformó tan radicalmente nuestra situación una muerte repentina de Malenkof, un golpe de Estado triunfante, una maniobra del ala izquierda, en aquel entonces postergada, del Partido, ¿no podría dar al traste con esta última y definitiva esperanza de nuestras vidas? El dilema se resumía así: ¿Qué se produciría antes, nuestro retorno o la muerte y caída de Malenkof?
Los procesos a que fuimos sometidos en Jarkof y Borovichi coincidieron, milagrosamente, entre dos fechas no más separadas que año y medio entre sí: las que marcaban la supresión y la reposición de la pena de muerte en la U. R. S. S. para determinados delitos. Si los procesos se hubiesen realizado un mes antes o un mes después de estas fechas topes, hubiéramos hecho el péndulo con nuestros cuerpos bajo la horca, como los alemanes de Jarkof, en la plaza principal… Y ahora, entre la muerte de Stalin y un viraje hacia la política anterior…, ¿iba a realizarse nuestro regreso? ¿Iba a producirse, por segunda vez, aquel milagro?
A medida que se repatriaban los prisioneros de otras nacionalidades, decrecía nuestra esperanza. Alemanes, austríacos, daneses, finlandeses, búlgaros, rumanos, holandeses, franceses… fueron saliendo del campo de Cherbacof, camino de sus patrias. Y nosotros no. A muchos de ellos les dimos las direcciones de nuestras familias para que les escribieran en nuestro nombre y todos ellos lo hicieron en términos conmovedores. ¡Qué estupenda muestra la suya, de compañerismo! ¡Qué regalo para nuestras familias saber que vivíamos aún y que existía la posibilidad, probada por su regreso, de una pronta repatriación!
España, a partir de aquel tiempo, se vio bombardeada por cartas y noticias directas de lo que allí ocurría, transmitidas por repatriados de 25 nacionalidades. Las Embajadas, Legaciones o Consulados de nuestro país en Inglaterra, Alemania, Francia, Holanda y otras naciones fueron visitados por muchos de estos leales amigos que viajaban libremente por Europa… Y si años atrás, cuando la repatriación de los italianos, España supo que vivíamos, ahora añadió a este puro conocimiento la noticia, aunque vaga y confusa, de que no habíamos dejado malparado el pabellón español.
«Muy estimado señor —decía Gerhard Hildebrand en carta fechada en Altenkirchen (Westerwald), Frankfurter Strasse, 43 y dirigida al padre del teniente Castillo—: Me presento como prisionero recientemente liberado en el año 1953 en los campos de concentración soviéticos. Conocí a su hijo José en el campo de concentración de Borovichi… El pequeño grupo español que se distinguió por su temperamento y composición social tan fuerte, ha contado siempre con mi admiración ilimitada. No creo que la nación española sospeche algo de esta lucha heroica en la cual están hoy todavía empeñados estos soldados contra la violencia y·la represión. Los mejores amigos de su hijo eran un tal capitán Palacios y el teniente Rosaleny. Yo he visto con mis propios ojos diariamente cómo Palacios y su hijo llevan una vida ascética y ejemplar. Algunas pruebas de la capacidad de resistencia más duras, y del famoso orgullo español contra las arbitrariedades de nuestro verdugo soviético como nos han dado Palacios y Castillo, no me serán olvidables…
»Del aspecto exterior creo que (Castillo) no ha cambiado mucho. Su espeso pelo ondulado, su color de la piel, siempre buena, y sus sanos dientes, le dan un aspecto siempre juvenil. Siempre le he dicho que una vez regresado a su patria puede tener en cada uno de los diez dedos una mujer. Palacios, al contrario es, a base de otra naturaleza, el prototipo del asceta clásico, aunque muy delgado. De Rosaleny se puede decir que es un hombre guapo, con el aspecto de un hombre del Sur, pero siempre está muy pálido. Ha estado muy enfermo, con neumotórax… Su hijo, que dejó mucho tiempo de trabajar para los rusos y no era convencible ni con fuerza ni con promesas, trabaja solamente para ganar algún dinero y lo usa exclusivamente para mejorar las condiciones de vida del pobre enfermo Rosaleny. Es el cuadro más hermoso y raro de una amistad abnegada y desinteresada. Con el sentimiento de todos los españoles y alemanes, el capitán Palacios, querido por todos, fue separado de los demás españoles y transportado a otro campo… Tengo que añadir aún que es debido solamente al modo de vivir tan espartano, nunca desfalleciente, y siempre modelo de estos tres oficiales que se tenía que mirar con admiración la actitud de todo el grupo español… que vivía en condiciones mucho más difíciles que nosotros».
El comandante austríaco Nicolás Conte Chorinsky escribió desde Graz, Austria, Strassoldogase 1, al ministro de la Guerra español: «El 15 de octubre regresé de la Unión Soviética con unos 600 prisioneros de guerra austríacos. En el campo de Cherbacof cerca de Jaroslav, se encuentran aún 69 españoles junto con 1000 prisioneros de casi veinticinco naciones a los cuales las comisiones soviéticas han declarado con frecuencia que están amnistiados y que pronto serán repatriados. Como por nuestra amarga experiencia todos dudamos de las promesas de los rusos, me veo obligado a dar a V. E. la información necesaria con el ruego de que la transmita a su vez a los padres de los interesados. Para aumentar las criminales torturas de tan largo cautiverio, los españoles no mantienen correspondencia con sus familias ni reciben ayuda material alguna. Le ruego en nombre de todos los prisioneros injustamente retenidos que exija su repatriación. Entre ellos (los españoles) se encuentra el capitán Teodoro Palacios, buen amigo mío. Este capitán es respetado y querido por todos los prisioneros de cada país y también temido por los rusos debido a su firme actitud. Nosotros le hemos dado el sobrenombre de “el último caballero sin miedo y sin tacha”. Desgraciadamente su salud no es muy buena. Sin haber contraído enfermedad alguna está muy delgado y débil y con frecuencia tiene fiebre».
Desde Múnich la Cruz Roja bávara transmitió a la española noticias facilitadas por Elmar Ulrrich, 14, Untererthal bei Hammelburg Bayern: «En noviembre de 1943 —dice el informador— llegué al campo 7150 de Gyasowez. Allí se encontraban alrededor de cincuenta prisioneros de guerra de la División Azul». Prosigue describiendo el trabajo y medios de vida de numerosos campos, y al llegar al de Tschaika dice que los españoles «allí sufrían el hambre de tal manera que se veían obligados a comer ranas, tortugas, gusanos y hierba. Cuando la estación de las setas —añade puntualizando—, la situación mejoraba…». Refiriéndose a los aviadores y marinos internados dice: «Estos hombres están de un modo absolutamente contrario al derecho de gentes y se les obliga a adoptar la nacionalidad soviética. Solamente dos lo han hecho hasta ahora. Los españoles oponen a estas presiones vergonzosas una fiereza nacional y un patriotismo ardiente. Uno de ellos declaro a un oficial de la M. W. D.: O mi patria, o dos metros cuadrados de tierra para mi tumba».
La enumeración de las cartas y notas informativas de los repatriados extranjeros hablando de nosotros sería interminable. No quiero, sin embargo, dejar de reproducir las más calificadas, o aquéllas que aluden, como la última, a episodios recogidos en páginas de este libro, reforzando así, con los nombres y direcciones de testigos de otras nacionalidades, citas que pudieran parecer desmesuradas o increíbles. Albert Einsiedler —Kaiser Friedrich St. Bonn, Alemania— da su nombre y dirección para que cualquier persona que quiera tener datos directos de lo allí ocurrido se cartee con él. Y dice: «Yo tuve el honor de compartir el cautiverio con los oficiales de la División Española de Voluntarios que quedaron atrapados en Rusia. Son unos tipos humanos espléndidos… Tienen una serenidad maravillosa. Eran los capitanes de nuestra comunidad…». Y cita los nombres de Castillo, Altura, Molero, Rosaleny, Oroquieta y el mío. Su declaración fue recogida en el Diario de Mallorca, pues fue a esta isla a reponerse de su cautiverio.
El catedrático de la Universidad de Madrid don Anselmo Romero Marín escribió a mi familia al regreso de un viaje por Alemania: «Providencialmente coincidí en un pueblecito alemán, Niedermendig, próximo a la abadía benedictina de Maria Laack, con el doctor Uhrmacher, que siendo coronel médico cayó prisionero en Stalingrado. Excuso decirle la emoción con que escuché las noticias que me dio de nuestros compatriotas, entre ellos de su querido hermano. Habla de él con verdadera admiración y afecto por su entereza de carácter y exquisita corrección. Un día el comisario político del campo de concentración les echaba en cara que eran unos mercenarios que no sabían por qué luchaban. A esto le contestó su hermano: “En efecto, cuando salimos de España no sabíamos por qué luchábamos, pero ahora… si que lo sabemos”. Otro día, ante la misma pregunta, contestó secamente con fina ironía: “Los españoles somos muy correctos, y como ustedes nos visitaron en 1936, hemos venido a devolverles la visita”. Pueden ustedes estar orgullosos de él, como yo lo estaba, aun sin conocerlo, al oír estas anécdotas que revelan su magnífico temple de ánimo». La dirección del doctor Uhrmacher es: am Festungsgraben 12, Oldenburg, Alemania.
Desde Viena un austríaco que fue alumno mío en las clases de idiomas que organicé en la casi totalidad de los campos donde estuve, pide que se calle su nombre: «Cuando usted da una noticia en un periódico, yo quiero pedir usted que no nomine mi nombre porque yo estoy en la región que está ocupada por los soviéticos y mi madre está muy enferma que yo no puedo salir. Yo conozco su hermano Teodoro tres años personalmente. He oído mucho de le y sé que su camino todos los diez años de cautiverio fue recto y en espíritu de un capitán del Ejército espaniol. Él está condenado a veinticinco años porque él no ha trabajado para los soviéticos. A pesar de su sentencia y muchas otras represalias, él ha luchado siempre contra los enemigos nuestros. Por su coraje y bravura le nominábamos el Gigante. Para mí está entre los amigos del tiempo más profundo de toda mi vida». Este gran compañero añade algo que no puedo citar sin emoción: «Ahora yo quiero pedir usted por algunos libros simples porque aquí in Viena no está en venta literatura espaniola y yo quiero perfeccionar mi conocimiento en la lengua que aprendí con le».
El mismo Albert Einsiedler, que publicó su nota en el periódico mallorquín, alude al escribir a mi familia a mi improvisada Universidad…: «Disculpe por favor mis faltas de lengua. He olvidado casi todo lo que me ha aprendido Teodoro. Espero que usted a pesar de mis faltas comprienda por lo menos el sentido de lo que he balbuceado en una lengua que no sé hablar correctamente. Siento mucho que no puedo hablar bastante el español para exprimir todos mis sentidos que me conmueven escribiendo una descripción del tiempo pasado junto con mi amigo Teodoro Palacios en el campo de Suzdal. En aquel tiempo él era cumplido de una confianza admirable y de una firmeza de fe y carácter inflexible. Su humor y su conducta eran el sostén para sus compañeros españoles y también alemanes en la tristeza de la prisión.
»He conocido nunca un hombre que amaba con tanta fidelidad y tanto fervor su patria y su familia. Él ha soportado su destino con un porte digno a la tradición grande de los suyos. ¡Siento de todo mi corazón con su angustia y su dolor por la suerte incierta de Teodoro Palacios!»[13].
* * *
«La suerte incierta», dice en su carta Einsiedler. «Por nuestra amarga experiencia no nos fiamos de los rusos», escribe el comandante Conte Chorinsky… Pues si ellos, ya en sus casas, dudaban de nuestra suerte… ¿qué no dudaríamos nosotros que habíamos visto partir, uno tras otro, a todos los grupos de nacionalidades, salvo el nuestro?
Yo estaba, por aquella sazón, con altas fiebres, recluido en el hospitalillo del campo de Cherbacof. Llevaba muchos días sin ingerir otra cosa que té azucarado, pues mi organismo rechazaba cualquier otra alimentación. Mi debilidad era extrema y el tormento moral de las dudas y las desesperanzas me consumía tanto como la fiebre. Me sentía morir. Entre sueños recordaba a un anciano venerable, a quien conocí en Jarkof, en la cárcel de Catalina. Era un hombre fuerte, a pesar de su edad; andaba muy derecho y tanto su ademán como su blanquísima y larguísima barba, tipo mujik, que le llegaba hasta el pecho, colaboraban en darle un aspecto noble y gallardo. Este hombre había sido condenado por zarista en 1923, a veinticinco años de trabajos forzados. Pocos días antes de que Castillo, Rosaleny, Rodríguez y yo le conociéramos, se habían cumplido los veinticinco años de su condena y fue puesto en libertad. Nos explicó su estupor al sentirse libre, su torpeza para tomar el tren; su incapacidad para entablar conversación alguna con sus compañeros de viaje. Cuando llegó a Moscú un policía le detuvo y le informó que había sido condenado a veinticinco años más de reclusión. Lo trasladaron a Jarkof y allí, recién llegado, le conocí.
Envuelto entre las nieblas del sueño le recordaba yo ahora como una advertencia de nuestro incierto futuro. Quería quitarme su recuerdo de encima, borrarlo de mi memoria, pero se diría que las fiebres me lo habían incrustado en la frente, donde le tenía prisionero. El viejo zarista no se apartaba de mí. Le veía, casi le palpaba y le oía, diciéndome compasivo: «¿Os han puesto en libertad? ¡A mí también me pusieron en libertad!». Noté en mi delirio cómo se sentaba al borde de mi cama, hasta creí percibir cómo se hundía el lecho bajo el peso de su cuerpo. Yo tenía calor, mucho calor. Todo mi cuerpo ardía con la fiebre. ¿Estaba dormido? ¿Estaba despierto? Entreabrí los ojos y los volví a cerrar: el viejo estaba realmente allí, a mi lado, sentado al borde de mi cama vestido de blanco. «¿Existe la libertad? —me decía—. ¿Qué es la libertad?» y, tomándome las manos, me las esposó. Noté físicamente cómo presionaba mis manos y sentí el frío de los hierros sobre las muñecas. Tuve miedo. Por primera vez en el cautiverio tuve un miedo pavoroso. Me revolví entre las sábanas hice un esfuerzo para incorporarme y, al fin, lo conseguí.
—¿Quién eres? —pregunté débilmente.
La sombra blanca separó sus manos de las mías.
—Soy Pavlova, la enfermera. Estás delirando.
Se incorporó sobre mí y posó su mano sobre mi frente.
—Tienes mucha fiebre.
Y añadió:
—Spas… spas…: Duérmete, duérmete.
Y, al fin, me dejé vencer por el sueño y por su voz.