MUERE STALIN
DE ESPAÑA SE HA DICHO QUE, en tiempo de los romanos, una ardilla podía llegar del Pirineo a Gibraltar saltando de rama en rama. Tal era el espesor de sus antiguas selvas. De Rusia puede afirmarse que, no entonces, sino hoy, se viaja desde Moscú, en la Rusia occidental, hasta Vladivostok en el Pacífico, ambiciosamente asomado sobre el mar del Japón, sin salir de un mismo bosque. A través de su espesura, a lo largo de los siete días que duró nuestro viaje, llegamos a la región de Svarlof, en la vertiente asiática de los Urales. Tan espeso era el bosque, que el sol difícilmente atravesaba el techo de las coníferas para alcanzar el suelo, salpicado de movedizos gusanos de luz; que no otro era el efecto de las breves manchas de sol filtradas entre las ramas cuando el viento le abría un fugaz camino. Tan sólo al cruzar los grandes ríos, el paisaje se abría de horizontes y la luz llegaba al interior de nuestros vagones. Cruzamos el Volga, cuyas aguas mueren en el Caspio, que es un mar prisionero. Cruzamos el río sobre un puente gigantesco. Desde el tren veíamos los barcos cruzar, bajo nosotros, los altísimos ojos de luz del puente. Cualquiera de ellos podía viajar desde el mar Caspio a la capital de la Unión Soviética a través del canal Volga-Moscú; y algún día podrían venir del mar Negro, a través de ese otro portentoso canal en construcción que une el Don con el Volga. Desde nuestra altura veíamos, en sus orillas, los puertos madereros, no más pequeños que muchos de nuestros puertos de pesca sobre el Cantábrico. Como una ironía, en solanas abiertas al bosque, veíamos también, blancas y ordenadas, listas para documentales cinematográficos de propaganda, pues no es otra su misión, las «casas de reposo para obreros», tal es su nombre, aunque nunca son visitadas más que por gerifaltes del Ejército o el Partido. Una canoa o un balandro arribaba a sus muelles abriendo ante nosotros recuerdos o deseos de otros mundos inexistentes por lejanos e inaccesibles. Pasamos por la ciudad de Kirof, bautizada con el nombre de aquel secretario del partido comunista que en 1938, cinco años antes de nuestra captura, fue asesinado en Leningrado, cuando la rebelión de Bujarin hizo temblar los cimientos de Stalin todopoderoso. La comitiva no se detuvo en ella, pues no iban nuestros vagones, como otras veces, enganchados a un tren de servicio regular, sino que todo él era una cárcel rodante, camino de los Urales, la antesala de Siberia. Tan sólo se detuvo en dos ocasiones para enganchar nuevas máquinas que ayudaran a cruzar los puertos de esa cordillera que marca el límite entre la Europa que dejábamos atrás y el Asia que se avecinaba.
¡Cuántos kilómetros habíamos recorrido desde el día en que fuimos hechos prisioneros! ¡Cuántas hojas de calendario habían volado ante nosotros! Desde que nos capturaron en el frente de Kolpino, las ciudades o campamentos de Leningrado, Cheropoviets, Moscú, Suzdal, Oranque, Potma, Jarkof, Orhms, de nuevo Leningrado y Borovichi habían sido los hitos —penetración en el espacio soviético— de un viaje sin fin. La muerte de Mussolini, de Hitler, de Roosevelt, el triunfo del laborismo, la división en zonas de Alemania, el puente aéreo sobre Berlín, la coronación de la reina Isabel de Inglaterra, los vetos de las Naciones Unidas y el primer choque de los antiguos aliados con el mundo comunista en Corea eran —incrustación en el tiempo— las hojas sueltas de nuestro calendario de cautivos. El espacio y el tiempo colaboraban contra nosotros a medida que discurrían los años y los trenes nos acercaban, entre bosques sin luz, a Siberia, al gran mundo del silencio de donde no se regresa. Habíamos sido cogidos prisioneros en una guerra en que Occidente era aliado de Rusia. El mundo se había desdoblado desde entonces, como un guante puesto al revés que al fin se enderezara. Otra guerra —Corea— en la que Occidente y Rusia eran —tras los bastidores— beligerantes hostiles, había estallado ya. ¡Y nosotros, entretanto, seguíamos cautivos!
Cuando, de tarde en tarde, caía un espejo en nuestras manos descubríamos sorprendidos las huellas del paso del tiempo sobre nuestra piel. La blanca cabellera del capitán Oroquieta y la hija de José Alberto Rodrigues, el portugués incorporado a nuestra División, eran para nosotros como un aviso del transcurrir de los años.
—¿Qué edad tiene ya tu hija? —le preguntaron un día al portugués.
—Once años —contestó rápidamente.
Y después, llevándose ambas manos a la frente, se corrigió:
—No. No. Ya tiene diecinueve años. El mes que viene cumple veinte.
—¿Has pensado —le dijeron— que quizás ahora, sin saberlo, puedes ser abuelo?
Rodrigues, estupefacto, como si un mundo nuevo se abriera ante él, se resistió tímidamente replicando:
—No es posible. ¡Era tan pequeña!…
Y sobre nosotros, de improviso, el paso del tiempo se hizo corpóreo, bajó sobre nuestras frentes como un espíritu malo.
Al filo de una frase, en unos minutos, aquel día, envejecimos nueve años.
Al llegar a nuestra residencia, el lacharni lager me dijo:
—Sea prudente. De aquí no se sale más que a otro campo donde no se ve la luz más que dos veces al año.
—Estoy a oscuras desde el 10 de febrero de 1943 —respondí.
El ruso me enfocó la luz de su mesa escritorio sobre los ojos.
—Ésta no es la luz que yo necesito —dije.
El teniente Rosaleny, el alférez Castillo, el sargento Cavero, José María González Maroto, Victoriano Rodríguez, Jesús Gómez, el soldado Bello y yo declaramos, apenas llegados, la huelga de brazos caídos, sumándonos —aunque tardíamente— a la acción, recién conocida por nosotros, de Borovichi. «Puesto que no se nos conceden los mismos derechos que a los demás prisioneros, tampoco nos consideramos con los mismos deberes», escribimos. Y el mando ruso me mandó llamar.
—Hemos decidido hacerle a usted jefe de todos los españoles de este campo.
Yo era allí el oficial más antiguo. De modo que respondí:
—Ya lo soy.
—Queremos decir —corrigió— que vamos a reconocerle oficialmente este mando, con lo que no estará usted obligado a trabajar.
La maniobra era demasiado inocente. Sólo pretendían desligarme de mi compromiso con los oficiales y soldados, «comprando» mi voluntaria holganza a cambio del trabajo de mis compañeros.
—Me reconozcan o no mi posición —respondí—, no estoy dispuesto a trabajar en manera alguna.
El ruso movió la cabeza indicando su desagrado.
—Pero vamos a ver —me dijo—. ¿Es que, acaso, no hay manera de entablar buenas relaciones con usted? ¿Es que acaso, no quiere nada con nosotros?
—Exacto.
—¡Vete! —me dijo irritado.
Y añadió en seguida:
—Hacia la barraca, no. Hacia la puerta.
Y me trasladaron al campo de castigo número 4, de Rewda.
Mal recuerdo histórico tenía esta región. Aquí fueron pasados por las armas todos los miembros de la familia imperial. Hasta los niños de pecho más lejanamente emparentados con el Zar. Hasta las ramas bastardas de los Romanof…
Apenas llegué, el jefe de campo, que tenía informes míos, me mandó llamar para advertirme que en sus dominios estaba prohibida la política.
—No sabe cuánto lo celebro —le dije—. Las presiones políticas siempre han sido para mí lo más duro de soportar del cautiverio.
—Entiéndame —se precipitó a decir rectificándose—. ¡La política que está prohibida es la suya, no la nuestra!
En este campamento estuve seis largos meses completamente solo, quiero decir, sin un solo compañero español. Al cabo de este tiempo llegaron destinados a Rewda dieciséis compatriotas, actores todos del formidable episodio de Borovichi. Entre ellos recuerdo a los sargentos Francisco González Moreno y Filiberto Sánchez; Modesto Fernández, Hermógenes Rodríguez, Edelio Fernández, Salvador Tebas, José Fernández, Emilio Sainz de Baranda y Emilio Méndez, que tan alto dejó siempre el pabellón español.
El lacharni lager, que, en honor a la verdad, era un hombre correctísimo y cordial, me mandó llamar:
—¡Le suplico a usted —me dijo— que no me los alborote!
Y me lo decía con tal acento de veracidad que reuní a los españoles.
—Si se plantea la cuestión del trabajo —les dije— y decidís salir, me parecerá bien. Si decidís no salir, me parecerá mejor. Yo no salgo.
—Nosotros tampoco —contestaron todos como un solo hombre.
Y desde aquel instante el conflicto se planteó. La Policía me responsabilizó de su negativa y empezó a correr entre todos los prisioneros el rumor de que me iban a trasladar a un nuevo campo de castigo, alejándome para siempre de mis compatriotas. Los españoles, al saberlo, se aterraron. Y aprovechando la ocasión de estar yo ausente, dando clases de idiomas a tres alumnos extranjeros —pues esta costumbre la mantuve desde los días lejanos del Suzdal—, se reunieron y tomaron la determinación de salir a trabajar para evitar mi separación.
—Está bien —les dije—. Pero me vais a permitir que, en vuestro nombre, consiga algo de los rusos a cambio de vuestro trabajo.
Ni corto ni perezoso me presenté ante mi amigo el capitán W. S.
—Vengo —le dije— a devolverle el favor que le debo por su exquisita cortesía para conmigo.
—¿De qué se trata?
—Los españoles saldrán a trabajar… siempre que usted acepte determinadas condiciones.
La cara del lacharni (que era lo menos lacharni que se puede dar, pues más que oficial de la M. W. D. parecía un marista camuflado bajo uniforme soviético, tan bueno era) se iluminó al recibir la noticia. El recuerdo de Borovichi y el temor de que se pudiera producir un plante parecido, le venía quitando el sueño desde que los dieciséis españoles llegaron a sus dominios.
—¿Qué condiciones son ésas? —preguntó el ruso.
—Helas aquí —le dije—. Primera, autorización para escribir a nuestras familias. Segunda, instauración del descanso dominical del que no gozan los demás prisioneros. Tercera, supresión de las reuniones, presiones y persecuciones políticas. Cuarta, retención en el campo de los que, a juicio mío, estén enfermos o merezcan descansar.
—Acepto —me dijo el jefe de campo—. Desde mañana podrán ustedes escribir a España, descansarán los domingos, se quedarán en el campo los enfermos y yo le prometo que sobre el grupo español no se ejercerá ninguna clase de presión.
De las cuatro condiciones establecidas, la última me interesaba especialmente. Entre los recién llegados estaba Salvador Tebas, de Almería, que tenía amputados todos los dedos de uno de los pies por congelación, y el talón en estado lamentable a consecuencia de lo mismo. Cuando salía a trabajar sobre la nieve sufría dolores violentísimos que hacían especialmente dura su vida. Estaba también Edelio Fernández, que había perdido casi totalmente un ojo a causa de una nefritis. El exceso de trabajo le producía constantes recaídas en su vieja enfermedad del riñón, produciéndole intoxicaciones de urea que le atacaban la vista, con amenaza de ceguera. Estaba también Elviro Fajardo, en estado de mucha debilidad…
Siete meses duró nuestra privilegiada situación. En este tiempo yo escribí una «Historia de España» para el uso de los soldados cautivos, que fue muy difundida.
Al cabo de estos siete meses de bonanza, el buen capitán que teníamos de lacharni fue destituido, por débil, y reemplazado por un comandante llamado Duetginov, y a quien la tropa denominaba el Burán nombre de un ciclón que azota las estepas de Siberia, que no respetó lo estipulado por su antecesor. Era el recién llegado uno de los jefazos que intervinieron en la acción de Borovichi, donde estaba destinado cuando se produjo la huelga. No había borrado de su memoria la carrera en pelo a través del campo, perseguido por los libertos de la cárcel, después de la toma de «la Bastilla» por sus compañeros, y aprovechó su nombramiento para vengarse de aquella humillación. Renacieron las presiones, las persecuciones, los halagos a los débiles, los premios a los chivatos, los encarcelamientos y castigos, y el aire volvió a hacerse irrespirable. José Casado me escribió una carta tan admirable como imprudente que decía:
«Para cualquier acción nos tiene como siempre a sus órdenes. Sólo esperamos nos comunique el día “D” y la hora “H”. El resto corre de nuestra cuenta».
De todos los campos vecinos, cada español que era trasladado llevaba consignas o recogía noticias que auguraban más o menos veladamente la preparación de un segundo Borovichi…
El ambiente estaba cargado de electricidad y sólo faltaba la chispa que hiciera descargar la tormenta. En estas circunstancias Vichinsky pronunció dos discursos que los rusos repartieron profusamente entre nosotros. En uno de ellos afirmaba que en Rusia no quedaban ya prisioneros de guerra, sino criminales de guerra. En el otro solicitaba de los Estados Unidos la inmediata repatriación de los prisioneros chinos y norcoreanos.
Yo escribí entonces dos nuevas cartas al ministro soviético de Asuntos Exteriores, en tales términos que hoy, al releerlas, no acierto a comprender mi osadía sino como consecuencia del estado de ira colectiva en que estábamos sumidos[12].
Consecuencia inmediata de mis cartas fue requerirme a mí mismo para salir a trabajar. Me negué, naturalmente. Y fueron tales las amenazas y tan inquietantes los rumores que corrieron respecto a las represalias que tomarían conmigo, que vinieron a verme a mi barraca multitud de compañeros de todas las nacionalidades, entre los que recuerdo al mayor Conte Chorinsky y al doctor Gall, de Viena, para suplicarme que cediera, con argumentos tan prudentes como amistosos. Intentaron también presionar sobre mis soldados para que éstos influyeran en mí. Ninguno de los míos se atrevió a hacerlo, pero se juramentaron diciendo que lo de Borovichi sería miel sobre hojuelas y pan pintado en comparación con lo que harían si alguien osaba tocarme un pelo de la ropa.
Al recibir los rusos mi última y tajante negativa para salir al trabajo, me quisieron hacer firmar el recibo de una orden en que me daban cuenta del arresto que, como primera medida, se me imponía. En el impreso que me enviaron al efecto había unas iniciales que decían: «B-P», y me negué a firmarlo, pues aquellas iniciales podían significar Boienia-Prestuknik, que significa «criminal de guerra». El ruso me increpó diciendo que aquellas iniciales significaban Boienia-Pleni, que significa «prisionero de guerra». Pero yo insistí en mi negativa de firmarlo y, por lo tanto, de darme por enterado del arresto mientras no se pusieran las palabras por su nombre, evitando cualquier equívoco que pudiera significar, en cualquier momento, el reconocimiento de una condición humillante que yo no tenía. Cedieron al fin, me di por notificado y me encerraron en la cárcel del campamento.
Automáticamente toda la minoría española se declaró en huelga, exigiendo mi libertad. Al tercer día, alarmados, los rusos me soltaron. Pero aumentaron los malos tratos, renacieron los castigos brutales; mi organismo, agotadas todas sus reservas, volvió a caer en la postración de años anteriores y la esperanza de regreso iba siendo ahogada, aunque ninguno lo dijéramos, en lo más profundo de nuestras conciencias.
Ante estas perspectivas era mejor morir… Y ésta era nuestra situación cuando el 6 de marzo de 1953 se produjo un acontecimiento sensacional que transformó de pronto todas las perspectivas de Rusia, la gran cárcel del mundo. Inesperadamente llegó a nosotros la única noticia capaz de variar de plano el curso de la política soviética, el sistema de vida de sus hombres y, de rechazo, nuestra propia situación.
Con la costumbre tan española de confundir lo nimio con lo trascendente, un compatriota vino corriendo a comunicarnos la nueva:
—¡Ha muerto Pepito! ¡Ha muerto el Bigotes!
Quería decir que el césar rojo de todas las Rusias, nuevo Gengis Kan de nuestros días, había muerto. Quería decir que Josef Vissarionovich vulgarmente conocido con el sobrenombre de Stalin, que significa acero, en su palacio del Kremlin había dejado de existir.