BOROVICHI
UNA VIOLENTA SACUDIDA de ira colectiva, un viento implacable de rebeldía azotó a los españoles del vecino campamento de Borovichi. Fue un «¡basta ya!» tremendo y desesperado, un alarido surgido de lo más hondo de la conciencia racial, una explosión de virilidad que puso en pie a los que se creían muertos. Y esto no es sólo una metáfora. En el fondo psíquico de los que se rebelaron contra la esclavitud había una voz que les alentaba a proseguir aquella estupenda locura, una voz que, parodiando al filósofo, decía: «Lucho, luego existo». Makaro golpeó impaciente la mesa al ser informado.
—¡Otra vez los españoles! ¿Qué les pasa hoy a los españoles?
El confidente se explicó. El lacharni, sin inmutarse, ordenó que encerraran a los rebeldes en la cárcel del campo, e informó rutinariamente a Novgorod, la capital del distrito, de cuanto ocurría.
—Mañana serán menos —se limitó a comentar.
En efecto, siempre que había una huelga colectiva de hambre, el primer día eran muchos los que galleaban presumiendo de valientes, pero en los sucesivos, el número menguaba y al poco tiempo no resistían la prueba sino los jefes de la conspiración. Ésa era la rutina que enseñaba la experiencia, y Makaro era un experto en hacer abortar gestecillos de poca monta.
Pero he aquí que al día siguiente·Makaro dio un salto en su asiento cuando le dijeron:
—Ya no son cincuenta, sino ciento.
Y al tercer día:
—Cien hombres más se han sumado a la huelga. Hoy son ya doscientos los que se niegan a trabajar y a comer.
Como en la cárcel no había sitio para todos los rebeldes, la mayoría permaneció en las barracas.
No puedo decir quiénes se distinguieron, pues es difícil, en justicia, destacar a ninguno cuando tan alto fue el comportamiento de todos. Puede distinguirse un árbol en la llanura, pero en un bosque tupido, ¿sabrá nadie cuál es el mejor?
Muchos enfermos del hospital, enterados de lo que ocurría, abandonaron sus lechos, algunos con altísimas fiebres, y se unieron a los huelguistas. El aviador Pons, muerto poco después, fue uno de ellos. Los médicos acudieron en su busca llamándoles suicidas, pues sumarse a un plante de hambre seres distróficos, tuberculosos, anémicos, era tanto como sentenciarse a sí propios.
Los que no podían moverse del hospital, por carecer físicamente de fuerza para ello, se sumaron también a la huelga lanzando al suelo los alimentos que les llevaban: «¡No queremos pan ruso —decían—, queremos cartas de casa!». Nunca estuvieron tan unidos, ni tan agrupados, hombres de una raza llamada individualista como en esta acción colectiva en busca desesperada de la muerte.
Al quinto día, penetrar en las barracas equivalía a cruzar las puertas de hospitales de moribundos. Ciento cincuenta hombres (cincuenta más estaban en la cárcel) yacían sobre los camastros, o en el suelo, la respiración jadeante, los ojos abiertos y sin brillo, dispuestos a morir y algunos en estado precomatoso, recibiendo ya las primeras caricias de la muerte… Por las mañanas, los rusos retiraban la comida intacta dejada la víspera al alcance de los huelguistas, y la sustituían por otra nueva. Los conspirados les dejaban hacer sin mirarles siquiera. Ni un acto de violencia, ni un gesto de agresión se había registrado hasta entonces. Los soldados se limitaban a dejarse morir de hambre… ¡Ellos, que en los años del hambre —1943 y 1947— se habían abrazado a la vida, desafiando a la lógica y a la propia repugnancia por puro afán de vivir!
Allí, derrengados por su sacrificio, sin fuerzas para incorporarse, dejando pasar estoicamente las duras horas de vigilia, estaban Ángel Moreno y Félix Alonso, los mismos que descubrieron años atrás, en Makarino, que la carne cruda de lagarto era comestible. Y Pedro Pérez, que, junto con el sargento Blanco, que había muerto años atrás, llegó a comer esos otros animales deslizantes que no pueden nombrarse en Andalucía, No estaban en Borovichi Gil Alpañés e Isidro Cantarina, condenados a veinte años de trabajos forzados por una huelga de hambre realizada tiempo atrás en Odesa y que en una ocasión robaron, mataron y comieron, en menos tiempo que se persigna un cura loco, al propio perro del jefe del campo de concentración. Pero allí estaba Emilio Méndez, que colaboró en el banquete. Y Juan Pizarro, protagonista de la más peregrina de estas gastronómicas aventuras, pues llegó a comer, chamuscada sobre brasas, una piel de reno que, al llegar la época de los deshielos, encontró bajo la nieve.
No era fácil para ellos este sacrificio que se habían impuesto. Mientras transcurrían las horas recordaban a viva voz, en tanto les duró la fuerza para hablar, o al hilo del pensamiento cuando la debilidad los silenció, aquellas increíbles extravagancias realizadas en el año 1947 cuando el hambre era más dura, como dejar un prado «a fuerza de dientes más liso que la carretera», según confesión de Manuel Serrano y el propio Félix Alonso, cuya variedad gastronómica, como se ve, era variadísima.
Con la sola relación de lo que hicieron los prisioneros años atrás para comer, podría escribirse un libro voluminoso. Esto de comer hierba no fue idea mala, pues al fin y al cabo era rica en vitaminas; pero no fue, en cambio, tan feliz esta otra idea llevada a la práctica por toda una brigada de españoles, entre los que recuerdo a los sargentos Arroyo y Quintela y los soldados Carlos Junco y Antonio Gullón: comerse un bosque. Este banquete se celebró en 1947 y duró cinco días. El bosque afectado se llamaba Tschaika. El médico que les atendió en la formidable intoxicación que este disparate les ocasionó, calificó el móvil como «hambre psíquica», pues cada uno, al saborear las hojas de los árboles que en buena amistad se habían distribuido, afirmaban que éstas sabían a almendras, plátanos, manzanas, encontrando todos las más exquisitas y dispares reminiscencias de sabor al degustarlas y no coincidiendo más que en la afirmación de que eran exquisitas. A los cuatro o cinco días del descubrimiento, el bosquecillo quedaba más desnudo que si se hubiera posado sobre él una nube de langostas. Al cabo de este tiempo comenzaron a notarse un cierto color verde en la piel, y llegaron a creer, tal fue el miedo que les entró, que iban a arborizarse, botanizarse, por simpatía, en brusca metamorfosis hacia lo vegetal. (De una de estas intoxicaciones murió el catalán Mayol).
Ahora el problema era distinto. Entonces, el hambre era natural: la escasez. Y ahora, artificial: la protesta. Aquélla era vencida a fuerza de ingenio. Ésta era provocada a fuerza de tenacidad. El prestigio de Makaro ante sus jefes estaba en juego. Diariamente recibía llamadas de Novgorod pidiendo ampliación de noticias. «O soluciona usted el paro —le habían dicho— o tendremos que acudir nosotros a solucionarlo».
Makaro decidió entonces utilizar la violencia.
En grupos de dos en dos comenzaron a sacar de la cárcel y las barracas a los más caracterizados. Entre los médicos y los sicarios de la M. W. D. les abrieron la boca haciendo palanca entre los dientes con hierros para introducirles la comida y poder después decir a los restantes españoles que sus jefes fueron los primeros en desertar. Pero no sólo no consiguieron su propósito, sino que, al llegar los primeros forzados a la barraca, bañados los dientes en sangre, los labios rotos y la cara desfigurada por la lucha mantenida, el efecto fue contrario al pretendido, pues los amotinados se dispusieron a evitar por la fuerza que los rusos se llevaran a ninguno más. Para ello montaron una guardia de centinelas a la puerta de la barraca. Uno de éstos fue el que dio la voz de alarma.
—¡Los españoles de la cárcel piden auxilio!
Salieron todos al aire libre y comprobaron que, en efecto, los reclusos, agarrados a los barrotes, a grandes voces gritaban:
—Han secuestrado a varios compañeros para martirizarles. ¡Sacadnos de aquí!
Sin medir las consecuencias que tal acción pudiera ocasionar, acudieron los libres en socorro de los privados de libertad, echaron abajo la puerta de la cárcel y sacaron de ella a los prisioneros.
El comandante alemán Hans Diesel, que estaba encarcelado, me contaba meses después cómo le invitaron los españoles a salir, cosa que no hizo, a pesar de haber quedado destrozada su celda, pues los presos arrancaron la puerta para fabricarse armas de madera. «Fue una nueva toma de la Bastilla», me decía, aunque mucho más heroica, pues los que libraron a sus compañeros no eran seres libres, sino prisioneros de una cárcel mayor de la que no podrían evadirse para eludir las represalias de los carceleros.
Una vez juntos libertos y libertadores, encendidos de ira, se precipitaron contra las oficinas del campamento, donde Makaro, inútilmente, intentaba hacer comer al recién secuestrado. El jefe de campo, viéndoles llegar, echó a correr, perseguido por los españoles, y acompañado de toda la guardia rusa interior del campamento, presa de pánico, cruzó la línea de alambradas, refugiándose, junto con su Estado Mayor, tras la zona rastrillai. El campamento de Borovichi había quedado en poder de los españoles. Emplazaron los rusos ametralladoras y altavoces en las garitas del exterior y, mientras Makaro telefoneaba pidiendo refuerzos, sus oficiales, a grandes voces, amonestaban a los españoles a rendirse.
Es preciso decir aquí que el campamento estaba situado en plena ciudad: era como un inmenso solar, rodeado de alambradas, entre las calles de un barrio popular del pueblo de Borovichi. Al ver lo que ocurría, multitud de curiosos se apiñaron tras las alambradas, y al poco tiempo, una verdadera muchedumbre, asombrada, presenciaba cómo aquellos hombres en un delirio de locura, se colocaban frente a las ametralladoras, retiraban la ropa del pecho y retaban a los soldados señalando, con gestos y aspavientos, el sitio de su cuerpo donde debían disparar.
Durante todo el día el campo estuvo en manos de los españoles. Los alemanes, encerrados en sus barracones, se abstuvieron de intervenir, comprendiendo bien que dado el estado de ánimo de los rebeldes cualquier chispa podía provocar derramamientos de sangre. Se limitaban a asomarse a las barracas, entre admirados y asombrados.
—Brave Spanien!
Muy avanzada ya la noche llegó un automóvil desde Novgorod con el Estado Mayor de la Policía y, en cabeza, el lacharni uprablenia, jefe supremo de los nueve lager de concentración de toda la zona. Sin atreverse a penetrar en el interior del campo, desde la vasta o puerta del cuerpo de guardia pidieron a gritos que nombrara una comisión que, representando a la totalidad de los huelguistas, pudiera exponer cuáles eran las causas de la rebelión. Contestaron los parlamentarios que sólo deseaban mantener correspondencia con sus familias y ser repatriados. Replicaron los rusos que mientras España tuviera un régimen fascista, la repatriación era imposible. ¡Qué tremendo era aquel diálogo entre los emisarios sublevados, dueños de la situación, y sus carceleros invitándoles a parlamentar! No hay pinceles que puedan recogerlo. Recurrieron primero los rusos a las amenazas, recordándoles la gravedad de cuanto habían cometido. Apelaron después a la persuasión, otorgándoles el perdón si renunciaban a su actitud. Los parlamentarios dijeron que no había halagos ni amenazas capaces de doblegarles. O recibían la promesa formal de que las cartas de sus familiares les serían entregadas, o morirían allí mismo, irremisiblemente, de hambre, cubriendo de ludibrio y de vergüenza a la tiranía que, por una causa como ésta, les obligaba a morir.
—Si queréis la lucha la tendréis —dijeron los rusos.
Y se retiraron.
Volvieron los parlamentarios a sus barracas y describieron lo ocurrido. Presa del frenesí y de la ira, la masa de huelguistas propuso entonces prender fuego a la barraca, encerrarse en ella y morir todos juntos, como hicieron sus antepasados en Sagunto y en Numancia. Reunidos en parlamento, los más sensatos se hicieron oír, decidieron que volvieran a la cárcel los encarcelados y a sus chabolas los libres y que continuaran todos la huelga hasta que los rusos les reconocieran el derecho a recibir cartas de los suyos.
Serían las dos de la madrugada del 13 de abril cuando media docena de policías, protegiéndose en la oscuridad, avanzaron sigilosamente para no ser vistos por los centinelas españoles y secuestraron de la cárcel al teniente Altura, que, amordazado e impotente para defenderse (la huelga de hambre duraba ya ocho días), fue extraído sin que se enteraran sus compañeros, empujado a un pasillo a oscuras e introducido en un apartamiento donde quedó de pronto cegado por unos potentísimos focos eléctricos. Le esposaron, amordazaron y sacaron fuera del campo. Máximo Moral, Gumersindo Pestaña, Félix Alonso, Ángel Salamanca y González Santos fueron víctimas de la misma maniobra, sin que sus compañeros de la barraca se apercibieran de lo ocurrido.
A la mañana siguiente, al despertar y comprobar que estos compañeros habían sido secuestrados durante la noche, fue tal la indignación producida que rompieron ventanas, camas, taburetes, para fabricarse armas de·mano con la que poder defenderse en caso de que los rusos quisieran sorprenderles. A las once de la mañana del noveno día de huelga, un grupo numeroso de rusos, con sus oficiales en cabeza, se acercaron a la barraca.
—¡Que vienen los rusos! —gritó el vigilante desde la puerta.
Y entonces, aquellos hombres —muchos de los cuales estaban en estado de semiinconsciencia a causa de las altas fiebres y la debilidad— salieron a su encuentro dispuestos a cobrar caro su encierro, y los bolcheviques retrocedieron, volviendo a las posiciones del quinto día: tras las alambradas. Hora y media después, reforzados por mayor cantidad de tropas y policías sin armas, consiguieron asaltar el recinto, reducir a la mayoría y llevarse cinco prisioneros más: capitán Oroquieta y los pilotos Julio Villanueva, José Romero, Hermógenes Rodríguez y Pascual Pastor (que, entre los internados, tanto se distinguieron por su espíritu), y a quienes maniataron, amordazaron y sacaron del campo. A las tres de la tarde, tras nuevo asalto, los rebeldes fueron reducidos. Durante horas y horas los curiosos peatones de la población civil, agrupados frente a las alambradas, vieron cómo docenas de hombres derrumbados por la abstinencia eran extraídos en camillas de la barraca —pequeño Alcázar toledano en el corazón de Rusia— y trasladados al hospital, sin fuerzas ya para andar, ni para resistir después de haber tenido a raya nueve días a la Policía y a la guarnición militar del país que les sojuzgaba.
Unos treinta españoles fueron juzgados en esta ocasión ante los tribunales militares soviéticos y condenados a veinticinco años. El capitán Oroquieta y el teniente Altura hicieron entonces un escrito en el que protestaban gallardamente por la sentencia dictada contra sus hombres y reclamaban para sí el alto honor de ser juzgados y condenados como sus compañeros. Esto es fácil leerlo…, pues Oroquieta y Altura sabían muy bien que los rusos les atenderían, como les atendieron en efecto, condenándoles a reclusión en campos de trabajo.
Cuando, años más tarde, a miles de kilómetros de distancia de aquel punto, llegaba un español al lager de castigo, los allí reunidos, prisioneros de otras nacionalidades o jefes soviéticos de campo, le preguntaban con admiración: «¿Sois vosotros los de la huelga de Borovichi?».
Yo no estuve en este episodio, pero me enorgullecí al conocerlo; como hoy al dedicar a sus protagonistas, desde estas líneas, mi admiración y mi homenaje.