ESCRIBO A VICHINSKY
POR AQUEL TIEMPO los rusos habían desplegado una campaña por todo lo alto contra los Estados Unidos, por la supuesta retención en Norteamérica de unos niños rusos. La verdad de la historia es que, durante la ocupación de Alemania, un grupo de familias rusas, niños con sus madres, hermanos y otros parientes que se encontraban en la zona occidental, pidieron refugio en los Estados Unidos. Los rusos los reclamaron y los americanos ofrecieron a estas familias regresar. Pero he aquí que todas ellas se negaron, y las autoridades de los Estados Unidos que les habían ofrecido asilo no se avinieron, naturalmente, a repatriarlos contra su voluntad. Moscú consideró aquello un excelente motivo de propaganda y lanzó al vuelo la más ridícula de las campañas que imaginar se puede. En el campamento proyectaron una· película titulada: También ellos tienen una Patria… En ella se veía a los niños de unos koljoses rusos saltando a la comba, jugando a la pelota, comiendo en unas magníficas guarderías infantiles, sonrosados, gordinflones y alegres. Y, como contraste, unos niños famélicos, tristes, pretuberculosos, obligados a trabajar en América bajo el látigo capitalista, ante unos señorones con cigarros puros y los dedos ensortijados con brillantes, que así, por lo visto, imaginaban a los plutócratas de Pitsburgh o Detroit. La Prensa rusa, al unísono, tanto Pravda, que es el órgano del Partido, como Izvestia, que es el órgano del Estado, se sumaron a esta propaganda y reprodujeron, con mucho alarde tipográfico, el discurso que Vichinsky había pronunciado con tal motivo en las Naciones Unidas. Yo, al leerlo, me acordé de·los cinco mil niños españoles que habían sido enviados a pasar unas vacaciones a la U. R. S. S. y que no habían sido devueltos desde 1936. Y, ni corto ni perezoso, escribí la carta que reproduzco textualmente:
«Exmo. Sr. Ministro de Asuntos Exteriores. —Kremlin. Con verdadera emoción leo en la Prensa soviética la reclamación de unos niños que, retenidos en Norteamérica desde 1945, no son entregados a su país y los reclaman ustedes alegando que esos niños tienen una patria. Yo me permito recordar a V. E. que en 1936 unos niños españoles fueron evacuados a la U. R. S. S. y que han transcurrido catorce años desde entonces. Que los reclaman sus madres, que los reclama España entera y que los niños españoles también tienen una patria: España».
Varias semanas después, este escrito me fue devuelto con una nota marginal firmada por el jefe de la M. W. D., Saizer, que decía así: «Los niños españoles no regresarán nunca a la España fascista».
Siempre por escrito, repliqué: «En contestación a su nota marginal, fecha 6 de agosto de 1950, participo a usted: Primero. Que, fascista o no, España es la Patria de todos los españoles, donde existen madres que no olvidan jamás a sus hijos y de la que han salido hijos que no olvidan jamás a sus madres; el repatriarlos es una obligación. El retenerlos, una injusticia. Segundo. Mi escrito va dirigido al señor ministro de Asuntos Exteriores, no a usted.
»Ruégole, por tanto, le dé curso. —Capitán Palacios».
La carta no fue cursada.
Meses después, ya en enero de 1951, volví a escribir:
«Del capitán Palacios, en el campo de prisioneros de Borovichi, al ministro de Asuntos Exteriores, señor Vichinsky, en el Kremlin. Moscú.
»Teodoro Palacios Cueto, capitán del Ejército español de la División Española de Voluntarios, expone a V. E. que habiendo solicitado en repetidas ocasiones el derecho concedido a los demás prisioneros, de acuerdo con los Convenios internacionales, para poder escribir· a su familia y habiéndosele denegado, se le priva del más elemental derecho de humanidad que en TODOS los países se concede a TODO prisionero de guerra. Participa a V. E. que en el siglo XVI Miguel de Cervantes Saavedra, autor del universalmente conocido Don Quijote de la Mancha, fue hecho prisionero en la galera Sol cuando regresaba de Nápoles a España, por unos corsarios turcos, y vendido como esclavo en un mercado de·. Argel, desde donde pudo escribir todo cuanto quiso, participando a V. E. que en aquella época no existía la Cruz Roja y el Derecho Internacional no estaba tan divulgado como en la actualidad. El que suscribe no concibe que el pueblo que se llama a sí mismo el más “progresivo” del mundo, después de cuatro siglos de “progreso”, le prive de tan elemental derecho, que los bárbaros del siglo XVI concedieron al glorioso mutilado de Lepanto».
Hice dos originales, los firmé, guardé uno de ellos en el bolsillo, que leí a mis compañeros y que fue comentado con la natural algazara, y me dirigí al puesto de mando para entregar el otro al jefe de la Policía, capitán Culicof.
—¿Otra carta al Gobierno?
—Sí, otra carta al Gobierno…
—La anterior no la cursé. Pierde usted el tiempo.
—Ésta llegará —le dije— a su destino.
Culicof sonrió escéptico. Y apenas salí de su despacho, rasgó mi escrito en cien pedazos y los tiró al cesto de los papeles.
A pesar de ello, quince días después el propio Culicof me mandó llamar para comunicarme que habían llegado dos notificaciones a mi nombre: una de Novgorod, diciéndome que la carta sería cursada, y otra del Kremlin, del propio Gobierno, que decía así: «Con esta fecha se recibe su escrito y pasa al estudio del señor ministro».
Culicof se rasgaba las vestiduras, pues no podía comprender cómo diablos y por qué conducto fueron cursadas estas cartas para que llegaran a su alto destino.
Es el caso que por aquellos días se había presentado en el campamento un curiosísimo general, que venía comisionado por Moscú en visita de inspección. El general era bajito, muy gordo, de tez sanguínea, y como pude comprobar más adelante, tremendamente miedoso. Mientras se paseaba por el campo, miraba, prudente, a un lado y a otro, temiendo que se le acercara un prisionero y le atravesara el vientre de una cuchillada, como en más de una ocasión hicieron los blatnois con colegas suyos en similares visitas de inspección.
Yo, que ignoraba estos antecedentes de los blatnois dedicados a destripar generales en visita, estuve espiando al jefe de la inspección para aprovechar algún momento en que estuviera solo o, al menos sin la compañía de Saxizer, Culicof u otros jerifaltes del campamento. Cuando éstos se apartaron de él, aproveché la oportunidad que se me presentaba y eché a correr en su busca.
El general, que me vio llegar, me miró espantado, se volvió de espaldas y echó también a correr como alma que lleva el diablo, muerto de miedo. Yo entonces me detuve y, desde lejos, en posición de firme y a gritos le pedí permiso para hablar con él.
El ruso detuvo su incipiente carrera y me preguntó qué quería. Le dije que hablar con él, y creyendo que me lo concedía, avancé unos pasos con tan mala fortuna que el general, siempre temeroso, alzó los brazos y empezó a gritar:
—¡Idit!… ¡Idit!…: Váyase…; váyase. ¡Hábleme usted desde allí!
Le dije entonces que tenía un escrito para Vichinsky y que, como en el campamento me retenían la correspondencia, le rogaba a él personalmente que le diera curso. Extendió la mano para recibirlo. Yo metí la mía en el bolsillo y me acerqué para entregárselo.
El general, presa de pánico, temiendo que fuera un cuchillo lo que iba a sacar, dio una nueva espantada y apretó a correr; yo corría tras él enarbolando mi carta, hasta que al fin, jadeante, dominó el pánico, me mandó estarme quieto, llamó a un centinela ruso y le ordenó tomara de mis manos el papelito y se lo diera a él.
Cuando vio que era, en efecto, una carta se tranquilizó, me sonrió y prometió, siempre a gritos para que no me acercara más, que le daría curso, como en efecto lo hizo, sin dar cuenta, por lo visto, al capitán Culicof.
—No fue ésta la última carta que dirigí al ministro señor Vichinsky. En el curso de la narración surgirá alguna más de la que hablaremos en su momento oportuno. Nuestra ilusión no era, como es fácil suponer, escribir cartas a los lacharnis del Kremlin, sino recibirlas de nuestras familias de España, de quienes no sabíamos nada, de quienes no habíamos sabido nada en los últimos ocho años.
Era lógico que el paso del tiempo hubiera desgajado alguna rama de nuestro tronco. ¿Vivirían todos los que habíamos despedido antes de partir? ¿Luchaban, gestionaban por nosotros? ¿Nos sabían vivos siquiera? Aquellos italianos que fueron repatriados cinco años atrás, ¿habrían cumplido su promesa de dar noticias nuestras? Todo era dudoso e impreciso. La ausencia de noticias de los padres, hermanos, mujeres e hijos —de quienes desde hacía ocho años lo ignorábamos todo— fue uno de los mayores tormentos del cautiverio.
Por eso, imagínese el lector la confusión que me invadió, el estupor que me produjo recibir confidencialmente el soplo de que sobre la mesa del jefe de régimen interior del campo había varias cartas dirigidas a españoles. ¿Qué significa esto? ¿Es posible, era posible, me dije, que recibiéramos cartas y los rusos las interceptaran por la dificultad de censurarlas, o por mantenernos aislados, privándonos así del único lazo que podía unirnos leve, pero entrañablemente, con el mundo exterior?
Las cartas habían sido vistas después de un reparto de correspondencia, luego era evidente que no pensaban entregarlas. Rogué al alemán que me dio el soplo que las robara, pues él trabajaba en esa oficina, y se negó llamándome loco. Le supliqué entonces, tan sólo, que dejara la ventana del despacho cerrada, pero sin girar los pestillos. Lo hizo, y entonces, sin comunicarlo a nadie, ni siquiera a los más leales, sin más arma que un cabo de vela y unas cerillas, me deslicé, de noche, fuera de la barraca, con la máxima cautela, bajo la amenaza constante que los focos de luz de los centinelas cayeran sobre mí; llegué a la oficina, presioné sobre la ventana y penetré en su interior. Cerré después cuidadosamente, encendí el cabo de vela y comencé a husmear. El corazón comenzó a latirme fuertemente. Había una carta para Oroquieta, otra para Gerardo González y otra para el cabo de mi compañía López Ocaña, y varias tarjetas postales que representaban a la Inmaculada de Murillo, con un lema impreso que decía: «La Patria os saluda». Las guardé en el bolsillo y volví por el mismo sistema a la barraca.
Victoriano Rodríguez trabajaba en un camión encargado del suministro del campo e iba diariamente a la ciudad a recoger el pan al mismo establecimiento donde, cada mañana, llegaba otro camión del campo número 3 para realizar el mismo servicio. Le di, pues, las cartas a Rodríguez. Éste, secretamente, se las dio a los prisioneros encargados de cargar el pan, los cuales las entregaron con el mismo sigilo a sus destinatarios del campamento vecino. La del capitán Oroquieta, Rodríguez la perdió, pero yo había tenido la previsión de leerla y pude reproducírsela casi al dedillo cuando le volví a ver.
En campos posteriores —todo es cuestión de empezar— repetí el robo cuatro veces más, sin que los rusos me sorprendieran nunca. Las lágrimas de quienes recibían las cartas, su emoción y su alegría al leerlas, me compensaron sobradamente del riesgo de conseguirlas.
Pero la irritación de los españoles del campo vecino al saber que se recibían cartas de España y no les eran entregadas fue tal, que dio origen a una de las más sonadas aventuras de todo el cautiverio.
El plante de Borovichi, llevado a cabo por la masa desesperada de doscientos españoles, puede dialogar de tú a tú con las gestas más sublimes de nuestros mejores tiempos. Pero hay un matiz de infinita ternura que avalora especialmente esta acción desesperada. La rebelión no se produjo contra los malos tratos, los sufrimientos corporales, el hambre o el abuso de poder, sino a causa de un entrañable motivo moral, lleno de belleza y de finura. Lleno de calidad. Los prisioneros, que estaban resignados a morir —en aquella época había muerto ya el 30 por 100 de sus miembros—, no se resignaron en cambio a la retención, por parte de las autoridades soviéticas, de la correspondencia que les llegaba, y no les era entregada, de sus lejanos hogares. Cartas de la madre vieja que escribía un desgarrador «¡hijo mío!», poniendo un beso en cada temblor de la caligrafía. Cartas de la hija, casi desconocida porque había crecido sin sus caricias, lejos de la orgullosa y severa mirada del padre. Cartas de las mujeres, abandonadas casi al pie del altar, a quienes prometieron ser prudentes y regresar pronto. Cartas de los hermanos, cartas de las novias, cartas de esos padres que no podían amortiguar el dolor de la separación con el orgullo de saberles héroes, porque ni esto siquiera conocían de sus hijos.
Los españoles veían cómo los alemanes, austríacos, húngaros, recibían cartas de los suyos. Veían cómo los hombres más enteros se escondían para moquear como chiquillos con un pedazo de papel entre las manos: un pedazo de papel que les devolvía su condición de hombres porque les hacía llorar cuando ya ni ellos mismos sabían si eran seres deshumanizados, mineralizados, reducidos a puro peso, volumen y forma animal. Y acudieron los españoles a Makaro, el lacharni lager del número 3, de Borovichi, pidiendo acogerse a este derecho que tan injustamente se les negaba. Y éste les sugirió que elevaran, uno a uno, instancias de súplica a Bousenki, el ministro del Gobierno de quien dependían los prisioneros de guerra. Así lo hicieron todos, pero Makaro se quedó con las instancias y las destruyó sin cursarlas. Hasta que empezaron a intuir, a sospechar que las cartas llegaban, pero que no les eran entregadas. Una prueba inequívoca fue el envío, a través del enlace secreto de Victoriano Rodríguez, de la correspondencia a ellos dirigida que yo había robado de la oficina antes de su destrucción. Otra prueba fue la relación que por el mismo conducto les envié, de unos paquetes que habían llegado a La Mina, y cuyos destinatarios eran españoles de su campo. Yo no pude robarlos por su volumen, pero les avisé para que estuviesen alerta y los reclamaran. Otra prueba, y ésta ya definitiva, fue el encuentro casual del envoltorio de un paquete que había recibido un antifascista alemán, donde, sobre un nombre tachado, los rusos habían torpemente escrito un falso destinatario. Empezaron a estudiar lo que ocultaban las tachaduras, las rasparon y, al fin, reconocieron, reconstruyéndolo, un nombre español. ¡La correspondencia no sólo era, pues, retenida, sino que, cuando venía acompañada de paquetes o donativos, la entregaban a los soplones o chivatos del campo, como premio, como precio de su infame proceder!
Ésta fue la gota que colmó el vaso. La consigna de que la injuria no sería tolerada corrió de boca en boca, encendiendo los ánimos y espoleándolos a la rebelión. Se juramentaron todos para el desafío, se organizaron para la lucha y el 5 de abril de 1951, como primer escalón de lo que vendría después, cincuenta hombres en pie de rebeldía se negaron a salir al trabajo y declararon la huelga de hambre colectiva. El primer paso de la carrera hacia el desafío había sido dado ya.